jueves, 10 de octubre de 2013

Luz de quinqué

Uno se pone viejo y siente nostalgia por las lucecitas. Crecí en una época oscurecida. Todo se apagaba y encendíamos algún candil, una luz pequeña que alumbrara los rostros. Mi papá entonces nos contaba las audacias de su infancia. A veces refería alguna cobardía suya para compensarnos por tanta épica. Una de esas noches leí en voz alta el pasaje donde Madame de Sevigné describe, con su exquisito ingenio, los prolijos efectos del reumatismo. Abuela se reconoció en aquel recuento de males y se dijo amiga de la Sevigné; por un momento, en aquella oscuridad atenuada por el quinqué, fue la abuela de Proust.

Mi anhelo de luces precarias es una señal de vejez. Yo he amado los candiles remotos, y ahora no me resigno a imaginar que arden sólo para mí en algún sitio trascendido. Cuando Fidelina me mostró un candelabro humilde que alguien compró durante la guerra, también deseé el humo de la batalla. Emma mencionó la luz de carburo que ardía en su casa de la loma y yo no sé qué halo tiene el carburo pero supuse una aureola de santo cuatrocentista. Me queda, única sobreviviente, la luz del quinqué. El quinqué, en pago por mi estima, me quiere. Hace más de veinte años le rocé la pantalla y me dejó el recuerdo de una flor dolorosa: la piel se abrió y luego, endurecida, torció sus pétalos oscuros.   
 
Una vez, en una casa muy antigua, me enseñaron la tubería del gas. Aquella luz apestaba, he sabido. Yo sólo la veo oler en los bulevares de Camille Pissarro, que imagino infinitamente luminosos. Otras estampas finiseculares muestran los altos focos del alumbrado de gas en Sagua. Campeaba la inundación de 1894, y supongo que andaban apagados porque la ciudad lastimada no luce ninguna sombra en esos dibujos.

Las luces perdidas alumbran la vejez inmanente. El quinqué quema su mecha y la renueva, para confusión mía.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Sólo para heterosexuales

Hostal a 150 metros -el cartel señala un callejón enfangado. Allá vamos. El camino se hace rústico y conduce a una casa que no respeta las normas del trazado urbano: cierra la perspectiva de la calle, impide cualquier adelanto a la vía precaria. Al parecer los dueños asumen que el predio nunca progresará.

-Necesitamos alquilarnos –hago evidente que somos una pareja; mi novio, aunque avisado, enrojece.

-¡Qué casualidad! –la señora sonríe-. Efectivamente alquilamos la habitación de la azotea, pero unos muchachos ya pagaron y ahora mismo fueron por sus parejas. 

No entiendo el plural, examino la construcción de los altos y se nota que sólo disponen de un cuarto. ¿Será un recurso para disuadirnos de volver, ante tantas solicitudes simultáneas?  Decido arriesgarme:

-¿Algún problema porque somos una pareja del mismo sexo?

Ella vacila, y yo, sin meditar, abandono mi papel.

-Me han dicho que ustedes no admiten homosexuales. Si es cierto, me gustaría conocer la razón. Le advierto, además, que está violando la ley. 

Acabo de equivocarme. Por desbocado he malogrado el lance. Günther Wallraff abominaría de mí. La señora me dice, después  de carraspear, que no puede explicarme nada. No desmiente que hayan negado servicio a los homosexuales, pero toca a su marido exponerme los motivos. Él se llama Hicler y acaba de salir. Se fue. Nunca está en casa. He vuelto varias veces al callejón enfangado, y hasta el niño me advierte que su padre no ha regresado y que nadie sabe cuándo vendrá a encargarse del negocio…

Supe de estas discriminaciones por Y., un amigo. Él recorrió sin éxito varios hostales de Sagua la Grande: algunos estaban ocupados, dos se negaron a admitirlo con su pareja. Conseguir un sitio adecuado para tener sexo es una empresa difícil en Cuba, donde la mayoría de los jóvenes está impedida de emanciparse de las familias. Para los homosexuales, por supuesto, resulta peor. A la estrechez física de la vivienda familiar se añaden los prejuicios. Hay que ir entonces a solares yermos o edificios ruinosos. Mi amigo, en cambio, destinó un peso convertible para obtener una habitación durante una hora; el costo superaba su jornal, y ni así pudo obtenerla.

Visité un hostal administrado por cristianos, en la calle Padre Varela, el primer sitio donde negaron el servicio a Y. Los dueños negaron haberlo rechazado por homosexual. Apelaron al mismo discurso religioso que ha devenido un lugar común: no rechazamos a las personas sino a las prácticas. Este señor, bastante nervioso, se contradijo muchas veces; dijo, con alguna heterodoxia, comprender a los homosexuales. Si no les franqueó la entrada no hay que atribuirlo a prejuicios religiosos. Me negué a admitirlos para conservar el prestigio que tengo en esta comunidad –explicó-. No sabía que estaba haciendo algo ilegal; si es así reconsideraré continuar con el negocio.

El atropello mayor, de cualquier modo, no lo cometen ellos. Desconocen la ley, ignorancia que no exime del cumplimiento pero las normas jurídicas consideran atenuante. Los que sí la conocen y tienen la obligación de hacerla cumplir me recibieron con tibieza, escucharon serenos, y me despidieron sin la voluntad de enfrentar a los infractores.

Primero me dirigí a la fiscalía. La recepción estaba vacía. Entré sin hacerme anunciar y me dirigí a una señora que ocupaba un buró. Me identifiqué y expuse el caso. Ella dijo ser Patricia, fiscal. Yo llevaba memorizado un pasaje del Código Penal. El Capítulo VIII, artículo 295.1 es categórico cuando describe el Delito contra el derecho de igualdad:

El que discrimine a otra persona o promueva o incite a la discriminación [...] incurre en sanción de privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas o ambas.

La misma constitución desglosa las circunstancias generales donde ejercer la igualdad, y en su Capítulo VI, artículo 43, declara que

El Estado consagra el derecho conquistado por la Revolución de que los ciudadanos, sin distinción de raza, color de la piel, sexo, creencias religiosas, origen nacional y cualquier otra lesiva a la dignidad humana… se domicilian en cualquier sector, zona o barrio de las ciudades y se alojan en cualquier hotel.

Traté de persuadir a la fiscal de la gravedad de la discriminación denunciada: negar el alojamiento a una pareja por causa de la orientación sexual es un delito semejante a no admitir a otra por su condición racial. Cerrar las puertas a los homosexuales equivale a cerrarla ante los negros –enfaticé-. Patricia, imperturbable, me pidió que me calmara y acudiera a la Dirección Municipal de Vivienda, entidad que expide las licencias a esos cuentapropistas. Allí acaso podrían ofrecerme una respuesta. Ella, la fiscal, no haría nada para restituir “la legalidad quebrantada”. No lo dijo; no obstante, lo advertí al instante. Salí de la fiscalía. La funcionaria de Vivienda que debía atenderme no se encontraba. Después de varios días de acudir a la institución pude verla. Era una señora algo mayor. Escuchó mi historia con paciencia, y tan serena como la fiscal –la injusticia y la violencia no las conmocionan- me sugirió que viera a la abogada de la entidad, que trabaja en Santa Clara, a 50 kilómetros. Por esos vericuetos he transitado.

Alguien ha sugerido que esta discriminación sea propia de los hostales sagüeros. He indagado con amigos y me informaron de peculiares modos discriminatorios en otras ciudades. A uno de ellos lo admitieron en un alojamiento de Santa Clara después que los dueños hicieran una especie de junta familiar a puertas cerradas. A otro le insinuaron en Camagüey que debía pagar una tarifa mayor en razón de su sexualidad “irregular”.

Ni Europa se salva de estos episodios. He sabido que aerolíneas, restaurantes, bares, hoteles, han discriminado a parejas homosexuales casi siempre por prejuicios religiosos. En la mayoría de los casos, por fortuna, las leyes han reivindicado a los menospreciados.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Marino Murillo y los viejos de mi país

El aspecto de Marino Murillo incrementa la molestia que ocasionan tantos reclamos suyos de ahorro y laboriosidad. Si el mismo razonamiento fuera presentado por un sujeto magro, bien enteco, la estampa sería coherente. Cuando regaña a los cubanos por los desajustes que otros causaron, Murillo pierde de vista su cuerpo mórbido, olvida su carne indolente de tecnócrata, no advierte que ese porte voluminoso deteriora la credibilidad de su discurso…

Y esta vez ha ido demasiado lejos: anunció que pretenden cobrar la estancia y los servicios de hogares de ancianos y casas de abuelos. Un amigo mío, periodista muy ecuánime, me confesó que hubiera preferido no enterarse. A Murillo no le tembló la voz al avisarnos ni a Leticia Martínez le tembló la mano al escribirlo. Mi amigo explica, con penetración descarnada, que todos los periodistas no somos iguales.

A mí me obsesiona la situación de los viejos de mi país. Reciben atención médica gratuita, pero sus reducidos presupuestos no alcanzan para comprar medicinas y alimentos. Nuestros ancianos se jubilan con pensiones irrisorias, insuficientes para resistir el encarecimiento de la vida. Los que no reciben una remesa suelen ir un poco andrajosos, con ropas que compraron antes de la caída de la URSS. Huelen mal aunque sean aseados, pues no consiguen costear el precio de los cosméticos indispensables.

Cuba está llenándose de mendigos, y la mayoría son viejos. Murillo, acaso por grueso, no conoce las calles de La Habana. La mendicidad, a estas alturas, no sólo prospera en la capital: Santa Clara, Camagüey y Sagua la Grande, las ciudades que conozco mejor, van configurando su propia Corte de los Milagros hugoliana.

Mi papá tiene 66 años y se jubiló después de trabajar desde principios de la década de 1960. Era un adolescente cuando lo emplearon como recadero de una bodega. Con mucho esfuerzo consiguió hacerse profesor y se siente en deuda con la Revolución, como tantos hombres y mujeres de su generación.  Su esfuerzo fue “premiado” con una pensión de 305 pesos, unos 12 CUC. Y yo no puedo socorrerlo con nada. El salario, por más que me castigue escribiendo impertinencias, es insuficiente para costear mis propios alimentos. Todos los meses lidio con un déficit, pese a mi frugalidad. Ojalá mi padre nunca tenga que acudir a una de esas instituciones, generosas y mal servidas hoy, acaso costosas mañana.

¿Quién supone Murillo que pagará? ¿Los ancianos raídos o sus familias abrumadas? ¿Quién pagará?

Una parte de Cuba está endureciéndose. Murillo, el tecnócrata, no sólo pierde de vista la incoherencia del cuerpo mórbido con el discurso: se arriesga peligrosamente a poner al Estado por encima de la gente, a convertirlo en absoluto, en el bien fundamental que debemos proteger en detrimento de nosotros mismos. Hace, con gran torpeza, una pésima jugada política. Ese “socialismo” -digámoslo ya- no es el socialismo libertario e inclusivo que proyectamos una vez y hoy seguimos deseando. Cuando Murillo y sus cofrades afirman que reformaremos el país sin tocar su esencia noble, tengo que dudar. Las reformas van salvando al Estado en sus urgencias económicas, pero nos hunden moralmente cada vez.

Raúl hablaba con preocupación de la baja natalidad. En evidente paradoja, el anteproyecto del Código de Trabajo reduce los beneficios laborales a la maternidad. ¿Cómo conciliar estas circunstancias? Aguardemos a la redacción final de la ley para saber qué resolvieron sobre otros desamparos legislados. En algunos aspectos, el documento encarna un retroceso.

Han pasado algunos meses desde que di con un viejo mendicante y trastornado en la plaza principal de Sagua la Grande. El anciano, indignado, cuestionó la lógica de honrar a Maceo con una corona de flores al pie de un busto mientras tantos se debaten por los alimentos. Gritaba: ¡ese bronce no siente nada! Estaba muy molesto: ¡si Martí renace se muere! La escena perturbaba por su carácter destemplado. El reclamo era grotesco y sobrecogedor sobre todo porque los transeúntes lo tomaban por loco y él tenía razón.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Sheila y yo, ante el Código de Trabajo

Sheila trabaja en un viejo establecimiento que hasta hace poco exhibía una tosca pintura mural con las banderas entrelazadas de Cuba y la URSS. Meses después de borradas la hoz y el martillo apareció ella, recién egresada del Instituto de Economía de Sagua la Grande.  Es discreta, una mujer que no quiere atraer la atención. En esta pequeña ciudad abundan transexuales y transgéneros; una bodeguera tan ensimismada, entonces, no debería sorprender a nadie. Algunos transeúntes, no obstante, se detienen a mirarla y cuestionan su presencia tras el mostrador: ya han visto a mujeres semejantes, pero jamás empleadas por el Estado. Ella les parece una extravagante.

La bodega queda frente a la emisora. Me contaron que una colega mía, discriminada a su turno por pertenecer a otras minorías, se escandalizó ante la ostentación que hace Sheila de su identidad de género: ¡no sé cómo le permiten a ese muchacho que se vista así para trabajar! Alguien replicó, por fortuna, en defensa de la bodeguera.

Después de aquel incidente hablé con Sheila para indagar sobre sus conflictos como mujer transexual y trabajadora. Ella me refirió, sin exaltarse, que la Empresa de Comercio y Gastronomía cuestionó el derecho de manifestar su identidad. En la reunión donde se debatió el asunto, por supuesto, Sheila no pudo defenderse. La administradora, su jefa inmediata, asumió la representación de la trabajadora. Para apuntalar la defensa no pudo invocar ninguna ley, pues hasta ahora ninguna legislación protege a Sheila. Citó los tímidos pronunciamientos políticos, mencionó gestos amables del Estado hacia las personas trans y enarcó la insuficiente gestión del CENESEX con Mariela Castro a la cabeza. Estas razones salvaron el derecho de Sheila a su condición femenina en el espacio laboral.

Cuando estudiaba no tuvo ningún defensor: la escuela, con fuerza de chantaje, hasta le prohibió dejarse el cabello largo. La muchacha no pudo acudir a nadie. Ningún “educador” de la enseñanza general parece conocer siquiera qué es la identidad de género; en la educación superior, según me consta por mi novio y sus amigos, cunden la homofobia y la transfobia. Sheila se considera afortunada: concluyó la enseñanza técnica. La mayoría de las trans que conozco han sido acosadas en las escuelas, no consiguieron culminar ningún nivel profesional, y algunas se dedican hoy a la prostitución. Todas carecen de recursos verbales y jurídicos para defender su transgeneridad. Ni siquiera las favorece la perspectiva patologizante del sistema de salud cubano: no tienen acceso a consultas especializadas ni a cirugías. Sólo los pequeños grupos que apadrina el CENESEX gozan de estas opciones. La Habana, por desgracia, está muy lejos. Sheila se hormona por su cuenta, con pastillas anticonceptivas que expende cualquier farmacia. Así construye precariamente senos y cuerpo femenino, con riesgo para la salud.

La semana pasada discutimos aquí el anteproyecto de Ley del Código de Trabajo, y anoté al margen del documento varias modificaciones. Una de ellas, por supuesto, atañe al artículo 2, inciso a):

toda mujer u hombre en condiciones de trabajar, sin distinción de raza, color de la piel, sexo, religión, opinión política, origen nacional o social, y de cualquier otra lesiva a la dignidad humana, tiene derecho a obtener un empleo con el cual pueda contribuir a los fines de la sociedad y a la satisfacción de sus necesidades y las de su familia, […]

En coincidencia con otros activistas LGBT, sugerí que se explicitara la prohibición de discriminar por orientación sexual, identidad de género y seropositividad al VIH. Acompañé mi propuesta con una reflexión sobre nuestra odiosa historia de discriminaciones y atropellos contra personas homosexuales, transexuales y seropositivas. La mayor parte de mis compañeros respaldó mi solicitud. Unos pocos consideraron que la mención de “sexo” era suficiente, y eso me obligó a explicar la distinción entre sexo y género, e incluso la irrebatible afirmación de Judith Butler de que sexo, en el discurso histórico de Occidente, siempre ha sido sexo generizado.

Cuando mencioné a Sheila la oportunidad de protección que podría ofrecerle el nuevo código, ya era tarde. Se discutió en la Empresa de Comercio, y ella no supo que dejaba pasar un recurso para protegerse. He ahí el límite supremo de violencia: no nos creemos con derecho a defendernos. Ella no arguyó, impedida de hacerlo, simbólicamente violentada diría Pierre Bourdieu; yo hablé a mi turno por ambos.

 

martes, 20 de agosto de 2013

Hallazgos del último vecino


Desde que vivo solo he hecho varios descubrimientos. Algunos sonríen cuando enumero mis hallazgos, pues les parecen circunstancias cotidianas. Sea, reconozco que he sido hasta ahora un torremarfilista típico: si observé y juzgué los trasiegos cotidianos, lo hice con vocación de costumbrista.  De súbito he transitado de etnógrafo a etnografiable, y el cambio de perspectiva me aturde todavía.

Descubrí, por ejemplo, que para mudarte debes tener un par de amigos fornidos. Si nunca los tuviste, deberás reunir mucho dinero y persuadir a algunos vecinos para que carguen tus efectos hasta la nueva casa. El pago y la persuasión resultan aquí necesidades complementarias: nadie se dedica, profesionalmente, a las mudanzas. Hay que pagar y convencer de tu urgencia. Heme aquí, propietario hace dos meses, y no consigo que me suban el refrigerador hasta la buhardilla…

Mi siguiente descubrimiento es trágico: comemos arroz todos los días, pero los establecimientos no lo venden siempre. Hay que hacer provisiones. ¿Venden arroz? ¡Corre, entonces! No importa que descarguen un camión, la gente agotará las provisiones en pocas horas. La precaución de abastecerse sirve para todos los productos, pero el caso del arroz es preocupante: es el único alimento imprescindible. Leí recientemente que cada cubano consume un promedio de 70 kilogramos al año. Lo decían con orgullo, como si se tratara de una señal de holgura en los hogares.

Descubrí, además, que me asusta comprar carne. En primer lugar, la libra de cerdo cuesta veinticinco pesos, y esa cifra rebasa ampliamente mi jornal. Encima, está pautado que te roben una porción. Y lo peor: se corre el riesgo de que la vendan en mal estado, pues en Cuba las carnes se exhiben a la intemperie, en una tarima.  Mi papá, un anciano sagaz, con gran experiencia en sortear el peligro de las carnes, compró esta semana varias libras de cerdo podrido. Por fuera se veía sano; al primer tajo, apestó…

Para realizar las reparaciones que urgen a la casa funcionan las mismas reglas que enumeré arriba, al juzgar la dificultad de mudarse. Mis puertas están destartaladas y tengo la friolera de seis, todas bien altas, con lucetas y el antiguo diseño de persianas y postigos que aquí llamaron “carpintería francesa”. Estas encantadoras puertas casi tienen un siglo y se sostienen con esfuerzo. Cuatro fueron clausuradas con tablas y dejan pasar un poco de agua si llueve sobre ellas. Dos carpinteros creen que el trabajo es engorroso y declinaron asumirlo. Otros no gustan de remendar y estarían dispuestos a fabricarme puertas nuevas a un precio exorbitante, si les abono un adelanto para comprar la madera y otros enseres. Dejaría las puertas así, hasta hallar una oferta mejor, pero me preocupan los ciclones, así que echaré mano a unos ahorros y haré arreglar un par de las más endebles…

Mis padres insisten en que se puede vivir con doscientos pesos a la semana, pero no consigo que compartan el algoritmo. Renuncié a comer fuera siquiera una vez al mes, y compro los alimentos más baratos. Me haré vegetariano a la larga. Por lo pronto proyecto sustituir frijoles por chícharos, a ver si el salario dura un poco más y puedo soportar otros pagos necesarios.

Mi último descubrimiento es el más sorprendente: desde mi balcón nada se parece al mundo de los pedestres. La ciudad se violenta en líneas apretadas y reduce sus dimensiones. Con la gente pasa lo mismo: exhiben las narices y los vientres con un atrevimiento horizontal que ellos mismos no sospechan.

martes, 30 de julio de 2013

Hacia la buhardilla




Llegar hasta mi nueva casa obliga a un viaje de ochenta y dos escalones. La subida me recuerda la escalera terrorífica de algún thriller de la década de 1940. El edificio parece un sitio apropiado para el crimen: una reja sórdida sustituye al antiguo pasamano, el trasiego ha gastado los peldaños de mármol, la sordidez de los pasillos instaura una atmósfera gótica…

Por lo demás, el edificio es muy pacífico. Casi nunca me tropiezo con algún vecino. Antier subían dos señoras extraordinarias: la mayor llevaba un atuendo decimonónico; la segunda, todavía más exótica, hacía ondear los flecos de un turbante. Viven, al parecer, en el primer piso. 


El vestíbulo es altísimo y remontarlo ya obliga a un esfuerzo. No he contado los descansos tan largos que obligan efectivamente a descansar antes de continuar el ascenso. Toda la escalera posee unos ventanales desarticulados que permiten observar la ciudad. A cada peldaño corresponde un ángulo más vertical y la consiguiente línea de azoteas que revela la altura.


La mayoría de los vecinos vive a puertas cerradas, excepto unas mujeres del segundo piso, anhelosas de espacio o simplemente acaloradas. Me he prohibido escudriñar salones ajenos, pero es inevitable enterarse de los hábitos de quienes viven sin cerrojos: a ellas, por ejemplo, les gusta dormir la siesta en el suelo. Al lado vive un perro y acostumbra a ladrar cuando alguien pasa.


Como en la pensión Vauquer que describió Balzac, el piso más alto estaba reservado –y sigue estándolo de algún modo- a los más pobres. Ahí vivo. Hay un espacio claustral y más allá se abren dos pasillos, uno de ellos sinuoso. Por esa ruta llego a casa gracias a un recurso propio de ciertos cuentos populares: ante cualquier encrucijada, tomo la izquierda.


En el apartamento contiguo, una señora y su hija se ciñen a un espacio reducidísimo: una habitación y la correspondiente barbacoa. A veces me obligan a apretarme también, como hoy, cuando ocuparon el pasillo para teñirse, por turno, el cabello. Pasé entre un peine y los rizos amenazantes.



Una puerta más lejos vive Pepita, una pelirroja falsa; se le atribuyen grandes pasiones. Lo mismo me dicen de una anciana de asentaderas monumentales, Fefa Mellado. ¿Por qué es famosa? –pregunté a un amigo-. ¡Por alegre! –contestó-. Antaño dedicaban versos humorísticos a su imponente andar, y hoy se afirma que debe al esfuerzo de las escaleras la maravilla de sus piernas.


Me refieren otras intimidades del edificio que no me atrevo a corroborar: que si la señora de la barbacoa habla mal de Pepita y la hija no puede tener marido por lo reducido de la casa; que si la Mellado, airada, ha agarrotado a Pepita contra las paredes del pasillo sórdido y la pelirroja se ha escurrido como la sanguijuela que es… Nada he presenciado hasta ahora. El edificio es apacible, salvo por la anciana que regaña al nieto y lo persigue con un cinto por el claustro. El niño se llama Yoelvis, y me dejó en la puerta una invitación para asistir a la inauguración de su biblioteca. La redacción y la ortografía eran impecables.

Desde la azotea, la ciudad se recoloca, acerca o aleja impresiones a voluntad. Por las noches se encienden las luces de la Calzada de Barker, que algunos asumen como la ruta para huir de la decadencia; para mí, en cambio, es el Camino de la Costa, por donde llegaban forasteros en el siglo XIX.

Me gusta servir la comida en el único balcón que puedo abrir y ejercitarme en la reconstrucción imaginaria de la ciudad y la buhardilla: dónde pondré un cuadro y una araña de cristal y un fumadero de opio y la ruta de las hormigas sobre mis platos y la señal de la meta del viaje en las cuentas oscuras de un bombo de la vieja charada china.

sábado, 6 de julio de 2013

Un vate


La condición poética estuvo asociada a la facultad de profetizar. De ahí la concurrencia semántica en la palabra “vate”, que comparte la raíz latina de vaticinio, y significa, a la vez, adivino y poeta.  En la antigüedad –Platón lo aseguraba, Aristóteles desconfió- se creía que el poeta obedecía los dictados de un dios. Siglos después, tras sucesivas reformulaciones de las poéticas, ¿qué hemos venido a considerar de las profecías sino su carácter de poemas? Nostradamus, grave y terrorífico, también es poeta, acaso apenas poeta –como si la poesía no fuera milagro suficiente-.

El pasado mes –he aquí la noticia que justifica las consideraciones anteriores- consagré mi don de vate con un augurio de origen poético que se ha cumplido. Veamos los antecedentes.

Hace un lustro imaginé a mi tía abuela Lydia González Toledo, al lado mío, escudriñando las nubes desde la azotea de un edificio sagüero inaugurado en 1920, La Villa de París. Nunca conocí a Lydia, pues murió antes de que terminara aquella década. Pude suponerla acodada en el portal o vagando por el patio de la casa de mis abuelos; extrañamente se me apareció en otra parte.

Dos años después, el sujeto de un poema en prosa –alter ego mío evidente- volvía a referirse al edificio y  comentaba la posibilidad de vivir allí, en La Villa de París:

Iba a mudarse contigo, ¿a la Villa de París? Eso queríamos instituir, ¿socorros mutuos? Y no pensábamos en Francia, sino en el edificio donde hubo una sedería oscura, un fumadero de opio, una botella de ajenjo. 

Y ahora resulta que sin proponérmelo, sin buscar ningún cumplimiento, por azar, me he mudado. Comprar un diminuto apartamento ahí era tan improbable como vivir en Pueblo Nuevo, Villa Alegre o Resulta. Para mayor acierto, la foto que ilustra el vaticinio muestra una sección de la esquina donde vivo ahora. Todos mis balcones estaban ahí, prefigurados. 

Una advertencia: no me pidan profecías. Busquen mis poemas descosidos, eludan la brevedad y falta de imaginación de mis versos, y anden atentos.
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Foto: Sagua la Grande desde mi balcón.

domingo, 30 de junio de 2013

El regreso al Capitolio


Eusebio Leal delira. Dijo, en una entrevista con el diario Juventud Rebelde, que el Capitolio de La Habana “se convirtió en un símbolo de la República ideal”. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Qué república?

Hace varios meses, numerosos cubanos nos sorprendimos ante la peregrina decisión de restituir al capitolio la sede del parlamento. La idea de tal retorno, que Leal atribuye a Raúl Castro en persona, es muy frívola y acaso irresponsable. Por una parte, la Asamblea Nacional es unicameral y no podría sesionar, a causa de la falta de espacio, en ninguno de los hemiciclos capitolinos. Por otro lado, ¿es posible enajenarse del verdadero simbolismo del edificio?

El ideal republicano que encarna el capitolio es el sueño megalómano de Gerardo Machado. Es el ideal de la república plattista y machadista que quiso dinamitar la Revolución del 30, lamentablemente malograda. No hay más ideales ahí. El difamado Jorge Mañach, mi coterráneo, decía que en el Salón de los Pasos Perdidos habíamos extraviado un paso ilustre, el paso de Martí.

No han pasado tantos años desde que visité por primera vez el capitolio, y el edificio no me agradó. Desde la solidez abacial de la salida trasera hasta la suntuosidad versallesca de los salones principales, los fastos del capitolio se me presentaron como la engañosa puesta en escena de una república fallida. El Ángel Rebelde de los jardines es un intruso. ¿Cómo explicar, salvo por el egoísmo y la hipocresía, que una nación paupérrima inauguró y continuó levantando semejante palacio en medio de la crisis económica y financiera de 1929?

El Capitolio Nacional es una antigualla; como tal merece la restauración y la sobrevida. Si es una ilusión óptica, un diamante falso, el escenario de las más ridículas y solemnes comparsas republicanas, entonces, por mal ejemplo, debe perdurar.  Sólo para museo sirve. Suponer que sería la sede adecuada para el parlamento implica un insulto, no para nuestra Asamblea Nacional unánime e inverosímil sino para el parlamento que queremos tener.

La reivindicación simbólica del capitolio me obliga a conjeturar qué se pretende en Cuba, qué rumbos políticos anuncia este retorno de un hijo pródigo. La neoburguesía emergente, la segregación socioeconómica que significa la doble moneda, la retirada del Estado en beneficio de especuladores y explotadores en ciernes, el surgimiento de impuestos inconciliables con los bajos salarios, la imposibilidad de constituir una sociedad civil heterogénea… todos los avisos que advierto a la vera del camino parecen conducir al capitolio.  Viajamos hacia el punto cero de las rutas nacionales. Al cero de altos quilates.

El nuevo discurso ahistórico de Eusebio Leal (“los edificios no son culpables de lo que ocurre en ellos”; “hay un momento en el que se hace un punto final y se comienza la historia”) contrasta a las claras con la vehemencia historicista de la Revolución. Probablemente este súbito ahistoricismo sea compatible con la vocación del anticuario: todo lo viejo es lindo. Hoy recogemos, por decreto, los muebles dispersos del capitolio;  mañana -¿pronto?- tendremos que recoger el mobiliario útil de la genuina Revolución de los comienzos. Algunos se encogen de hombros ante el retorno y asumen la permuta como un asunto doméstico, sin notar que se trata de un problema discursivo. La mudanza de sede y de discurso resulta sintomática si revisamos la trayectoria de un país que ahora pretende rediseñarse.

El regreso al capitolio aspira acaso a la legitimación ritual de un parlamento que se reúne un par de veces al año y sólo refrenda, jamás legisla. Si es así, debieron encargarse un edificio nuevo –de puntal bajo, con tejas criollas- o reunirse a la sombra de un palmar y empezar a discutir en serio a partir de ahora.

martes, 28 de mayo de 2013

La familia invisible


Carlos Alejandro y yo somos una familia invisible. El Estado desconoce nuestro vínculo; sus padres y los míos, aunque saben que somos una pareja, nos niegan la condición de familia. A un año y medio de habernos unido, estas enemistades tácitas podrían resultarnos indiferentes, pues la invisibilidad que nos adjudican no consigue debilitar la voluntad de andar juntos. Ante el velo echado sobre los cuerpos y el proyecto de vida en común, la respuesta más elemental sería encogernos de hombros. Una familia, podríamos pensar, se constituye en una entidad tan monolítica que parece por momentos indestructible. Se quebraría desde dentro –continúa el argumento consolador-, pero ninguna influencia externa puede socavarla. Lamentablemente Carlos Alejandro y yo, además de invisibles, también somos una familia agredida. Ante la urgencia del reclamo y la necesidad de discurrir con tino, sin el lastre de la ira, solemos olvidar que la negación de un derecho es una agresión, un gesto beligerante.

A menudo me atormentan contingencias amenazadoras para mi familia. Si Carlos Alejandro enfermara, ¿no tienen sus padres potestad para impedirme al acceso al hospital o a cualquier decisión relacionada con el tratamiento médico?  Si yo muriera, ¿no impedirán mis padres que él acceda a algunos de los bienes que le corresponden?

Hasta aquí he supuesto circunstancias extremas. Mi familia invisible resulta agredida también en la cotidianidad: por besarnos fuimos expulsados hace unos meses del monumento de la Loma del Capiro. Aquí hay niños, ¡vayan a otra parte! –dijo el custodio-. Otras parejas afectuosas no fueron molestadas. Eran las privilegiadas familias que el Estado reconoce y la sociedad alienta.

Mi padre considera que Carlos Alejandro y yo no somos una familia, encarnamos más bien –expresó sin un temblor en la voz- una amenaza para la verdadera familia. Mi madre supuestamente acepta nuestro vínculo como legítimo, pero en la práctica lo asume con menos seriedad que los matrimonios de mis hermanos. Nunca nos convidan a las reuniones hogareñas ni a los paseos familiares, incluso estuvieron a punto de despojarme del derecho a la herencia de mi abuela. Así me han negado el reconocimiento que la mayoría recibe desde la constitución de su familia.

El Estado, históricamente homófobo, no acaba de fijar en las leyes su tímido posicionamiento a favor de los derechos LGBT. Demasiado comprometidos con instituciones estatales, los activistas llevan sus banderas a las calles de algunas ciudades y a los campos deportivos, pero no se atreven a ponerlas ante el parlamento moroso que ignora, y por consiguiente agrede, a nuestras familias. Un derecho demorado, decía el lúcido Martin Luther King, es un derecho negado. Los poderes confían en que toleraremos la tardanza y aguardaremos mejores tiempos para disfrutar de la gracia que quizás nos otorguen. Esperan de nosotros una docilidad incompatible con las tradiciones cubanas.

Por defender, desde este blog, mi derecho a formar una familia, he tenido que soportar la suspicacia de burócratas políticos y periodísticos. Sutiles amenazas de ostracismo me llegan cada vez que reincido en la defensa de mi familia y mis derechos. Han ocasionado, sin querer, el efecto contraproducente: cada reflexión sobre el tema adquiere, sin proponérmelo, el tono de una acusación. La gente que no me  perdona esta resistencia es incapaz de encararme y discutir conmigo la pertinencia de mi reclamo. Son contrarrevolucionarios en el sentido neto del término: no admiten, en lo que perjudica a los poderes, que alguien arguya y denuncie, siquiera sea con el universal derecho de defender a su familia de la invisibilidad.

Estuve hace unos meses en Ecuador. Un amigo me convidó a un coloquio acerca de la despenalización de la homosexualidad en ese país, hoy mismo favorecido por su pueblo con una de las constituciones más avanzadas de América Latina. Eché de menos que instituciones como el CENESEX, historiadores y activistas LGBT cubanos no sólo hayan eludido cualquier investigación seria sobre las UMAP, sino que tampoco hayan convocado ningún debate público para examinar la trayectoria de la homofobia de Estado en Cuba. Diseñar eficazmente la campaña por los derechos civiles de las minorías sexuales obliga a conocer cómo ha evolucionado la represión y qué mecanismos permitieron la derogación de la penalización. Sorprende que nadie se interese por historiar esas batallas. A la fiscal que me acompañó en un reciente programa radial sonaba mal que yo hablara del tema. Penalizar es un término demasiado fuerte, dijo. Ante estas reticencias es muy difícil llevar adelante una campaña eficaz. Apenas podremos plantar la bandera del arcoiris en el juego de pelota.

El último recurso de la homofobia, el postrer y desesperado expediente, es que ya no existe la discriminación, o al menos que no es tan relevante como para obligar a tanta “exhibición” de las personas LGBT. Cercanos a cierta ideología burguesa, los últimos homófobos  se disfrazan de progresistas y dicen admitir a los homosexuales siempre que sean discretos. Lo siento, señores compañeros. No los complaceremos. Nuestra familia invisible sí es revolucionaria.

lunes, 13 de mayo de 2013

Silvia



Silvia tenía una mano incompleta. ¿La izquierda? El antebrazo acababa en un muñón cónico rematado por un incipiente dedo. La mano de mi tía abuela era una verdadera pezuña.

Casi no recuerdo los modales de Silvia. Vivió con nosotros sólo hasta finales de la década de 1980, poco después mis padres se mudaron y llevaron consigo a América, la menor. El resto de las hermanas solteras de mi abuelo, todas octogenarias, pactaron recluirse en un asilo. Allá íbamos a verlas. Nos recibían en el jardín para impedir que los viejos nos besaran.

Se me ocurre que Silvia Valentina González Toledo nació en noviembre, pues el tres de ese mes la Iglesia festeja a Santa Silvia de Roma o acaso de Sicilia, la madre de San Gregorio Magno. Mi tía debió nacer en la primera década del siglo XX, en algún paraje rural. Fue madre de los sobrinos y escolta de los santos. La evocan con una alcancía y una imagen de altar a cuestas, ceñido el santo a su cuerpo maduro gracias al brazo del muñón, solicitando limosna para alguna cofradía. El catolicismo de Silvia tenía visos medievales: llegó a sugerir, por fe en los curas, que los adolescentes de la familia –mi padre y su hermana- huyeran de Cuba en la estampida de la Operación Peter Pan. Hasta un arresto le acarreó su devoción en los disturbios entre católicos y comunistas.

Durante la República mi tía abuela desempeñó un cargo menor en el ayuntamiento. Me cuentan, sin aclarar el porqué, que recibió durante algún tiempo una de aquellas botellas republicanas, una prebenda obsequiosa. No sé cómo se portó durante los episodios trágicos de la época. En su condición de transeúnte inveterada y escolta sacra no descarto que Silvia haya marchado contra los tiranos, compelida por las muchedumbres. Al menos dio fe de una épica familiar: se decía descendiente de un mambí muerto en los campos cuando la guerra de 1895.   

Guardo unas fotos que muestran a Silvia ocultando la pezuña en la palma de su única mano. El escamoteo del muñón, decidido a no revelarse a la posteridad, corrobora que ella vivió inconforme con la presunta imperfección, aunque siempre destacó por su eficiencia en las labores domésticas, incluso en las tareas que requerían el uso de la mano ausente. Nadie sugirió jamás que hubiera abrazado la suerte de la solterona por causa de aquella manquedad. Mis tías abuelas pactaron una soltería misteriosa, inexplicable para la lógica de mi siglo, que no fue el suyo; ellas se formaron según los moldes del siglo diecinueve. Ninguna protestó el celibato. América, la tardía casada, celebró sus nupcias cuando quiso, con más de setenta años.

Bien anciana, Silvia adquirió la manía de colectar objetos inservibles. Gran conmoción le ocasionó una limpieza forzosa de su habitación: sus tesoros quedaron expuestos, la despojaron de esas posesiones; yo, entonces pequeño, pude apropiarme de un par de maravillosas baratijas: una campanilla de hierro y unas tijeras con una trompeta grabada. Sendas piezas que me adjudiqué y he devuelto en algún poema.

De las facultades de Silvia recuerdo su pasión por las matemáticas, la extraordinaria precisión con que recitaba las tablas de multiplicar. Poníamos a prueba aquel don, solíamos examinarla en las cifras más dificultosas y nunca la vimos en apuros. Cuatro por seis, seis por ocho, ocho por nueve. No era muy locuaz al final de su vida, pero admitía que la probáramos, segura de atinar.  Cuatro por seis, la lozanía lejanísima. La nostalgia de una familia propia, la pezuña en el aire, fueron iguales a seis por ocho. El tesoro secreto: ocho por nueve, cifra fantástica, beso rechazado de los viejos.

lunes, 6 de mayo de 2013

Un tren hacia la plusvalía


Me fui a Camagüey en tren. La aventura casi duró nueve horas en un coche precario, tercermundista. Se acentuó la noción marginal del viaje cuando pasamos frente al Monumento del Tren Blindado, sitio de peregrinación en la Santa Clara guevariana: los turistas, de seguro europeos, perdieron interés en el histórico tren que descarriló el Che y empezaron a fotografiar, en frenesí de flashes, el perfil de mi tren desbordado de pasajeros. Era un tren de estudiantes, un transporte gratuito que la universidad dispone para devolver a sus becarios a las provincias cercanas. Los europeos, sorprendidos y regocijados, seguían al dinosaurio con miradas y lentes ávidos. Me molesté. Éramos las simpáticas bestias de un zoológico humano -así nos vieron-, y algunos saludaban en respuesta a los adioses que les obsequiaron los pasajeros.  Pronto abandoné el proyecto de escribir una crónica de viaje: más allá de Sancti Spiritus casi no había pueblos, los que cruzamos eran pequeños y miserables. Recuerdo apenas un hotel ecléctico bastante grande, en ruinas frente al parque de Majagua. En Guayacanes –una aldea que desconocía- subsisten unas casas norteamericanas. Piedrecitas posee la única estación de la Cuba Railroad que perdura en el itinerario. Y no tengo nada que referir de Gaspar. Los motivos cronicables de estos pueblos no rinden más de una línea por cada uno. 

A mi regreso conté algunos incidentes del viaje a Esteban, un amigo emigrado hace pocos años a Alemania. Pensé que él pasaría el tema por alto o deploraría el atraso de nuestros medios de transporte y se limitaría a preguntarme por la salud de mi familia en Camagüey. Esteban, sin embargó, se entusiasmó con el tema ferroviario: ¿quedan trenes  en Cuba? ¿cuánto cuestan los pasajes? ¿demora el viaje? Cada pregunta me desconcertaba más. Me describió luego, con amena precisión, el confort y la puntualidad de los trenes germanos, cuyas virtudes pude recrear evocando algo que leí una vez sobre el TGV francés. La pasión ferrocarrilera de Esteban arreciaba, y yo estaba tan desconcertado que lo encaré.  ¿Y por qué te interesan tanto los trenes? –pregunté-. Su respuesta podría figurar en una antología de la enajenación, sobre todo porque viene de un cubano de mi generación, viajero de trenes precarios toda su vida, endeble viajero por naturaleza, que ha tenido que pugnar con los inconvenientes de su otredad en Alemania, pragmática locomotora europea. 

El ferrocarril –razonó Esteban- podría convertirse en un sector muy rentable, un buen destino de inversiones cuando caiga el socialismo en Cuba.

No respondí, cambié de tema. ¿Cómo argüir con mi lógica antigua, ridícula a su juicio? Me reafirmé, eso sí, en mi vocación anticapitalista. Uno de los peores mitos del capital es, precisamente, que todos pueden acceder a la riqueza. La clave para conseguirlo la disimulan hasta dónde pueden: se trata de hallar algún expediente para esquilmar al prójimo, y no suelen confesarlo. Ese método lo asumen algunos ingenuos como razón natural y ética, una buena receta para medrar. Mi viaje tercermundista por pueblos exhaustos no suscitó siquiera una reflexión pesimista o poética, sino la urgencia de reformarlo todo para obtener ganancia. ¿Cuántos más hábiles y adinerados, experimentados ya en estos lances, no aguardan la oportunidad de reconstruir el país para su provecho?

Caramba, Esteban, que la plusvalía de Marx sí existe. Prefiero tener mis manos a salvo y continuar viaje hacia las desiertas planicies.


lunes, 29 de abril de 2013

De la noche del sábado...



De la noche del sábado sobreviven estas imágenes defectuosas. Encuadres incorrectos, desenfoques, escasa luz, composiciones previsibles las estropean; tienen la virtud de no haber sido  retocadas, si esa resignación a lo imperfecto poseyera un valor siquiera afectivo. Ninguno de los errores enumerados, creo, disminuye el misterio. Las debo al viento, y al parentesco de la sábana con el desprovisto paisaje.

Él estaba en la proa de este lado de la isla, como el mascarón de un barco fantasmagórico. La brisa de la costa isabelina le esculpía el carácter, no el cuerpo: se ensimismaba, dudaba, escondía las manos en el azul revuelto porque no le parecen hermosas.




sábado, 20 de abril de 2013

Beleño negro


Surgía como un brote venenoso
del desprecio anterior.
Su gesto hendía la disposición amena
que me inspiraba la perfección de la semilla
oculta en la caja de sus hallazgos.
Señaló el nacimiento
de nuestro trato con un ademán
menos gentil que una zancadilla,
y apuntó luego al norte de un país de bosques antiguos,
árido hoy, marisma.
Abierta quedó la caja cuando le maté,
expuestas sus posesiones
a los fisgones de la ruta solitaria.
Indemnes retoños
todavía germinan en mi afición al hedor del beleño. 
Pero los tallos sangran oscuros humores
y  acaso sanan del rencor
guardado entre los hallazgos de la caja.

...

Écfrasis

El chico de la copa Warren y yo
en otro lienzo o encima de férreos manteles
fuéramos rebeldes. 
De noche evadimos
a los espías lúbricos de esta calle
y nos tendemos sobre la mesa,
junto a la cena intocada,
a aguardar por la compasión de todos,
a denostar la rigidez de la escena que hemos habitado.
Al vulgo amante de las figuras griegas
y las escenas húmedas
importa que un bacín rebose pétalos;
a nosotros urge que la noria
gire naturalmente,
a favor o contra nuestra costumbre
de mostrarnos a quienes nos descubren tan gentiles y venturosos.
El de la copa Warren y yo,
chicos denostados por la gente compasiva.

miércoles, 10 de abril de 2013

Tan negro que no se me ve

(A propósito del caso Zurbano)


Para aparecer como una superlativa mierda sólo me faltó ser negro, y acaso mujer. Ya soy pobre, homosexual y seropositivo. He sobrevivido a numerosas discriminaciones y he resistido algunas; acaso el cariz más desalentador de esos combates sea enfrentarse a al menosprecio tácito, a la minusvalía simbólica que los dominadores históricos alientan incluso en mí mismo. El desmesurado poder de los imaginarios es una carga que me joroba. Mis padres, por ejemplo, se resisten a admitir la etiqueta de racistas, pero lo son. Yo, maricón, arremeto contra la homofobia y soy homofóbico.

Ayer supe de la última polémica en la palestra, generada por un artículo de Roberto Zurbano que examina la pervivencia del racismo en Cuba, y sobre todo la desventaja de los negros para situarse en un escenario político y económico que anuncia la desintegración del socialismo. ¿Qué replicar a Zurbano? La Revolución, por principio, se opuso al racismo, pero no fue suficiente.  Y esa verdad de Perogrullo y de Zurbano, lamentablemente, no gusta, porque la Revolución, para ciertos opinadores, es  perfecta. Ella misma se sabe incompleta, pero ciertos usufructuarios no admiten que se diga a bocajarro. Me molestó bastante el tono de las réplicas publicadas en Internet: las rectificaciones -¿será casual?-  resultaron racistas sin querer, racistas a pesar de ellas mismas…

Yo sí entiendo a Zurbano, quizás porque todas las marginaciones comparten una raíz. Y por eso me sobrecogió el artículo, un verdadero ensayo, que Víctor Fowler escribió para dilucidar el caso. Quien no se haya sentido en la carne de la mierda no puede comprender las razones del insomnio que Fowler describe. La situación de los homosexuales es peor. Al menos los negros contaron con apoyo oficial e institucional para socavar el racismo visible. Otras minorías han sido excluidas del canon con más empeño.

El año pasado denuncié la homofobia del censo, revelé que la actitud de la ONEI traicionaba la política del Partido y de la Revolución. No hubo respuesta. El censo fue homofóbico, la prensa internacional dijo que Cuba discriminaba sin pudor; a mí trataron de amordazarme unos funcionarios provincianos que no creen en la sinceridad del pronunciamiento antihomofóbico de la principal organización política de Cuba. Yo sí creí. Como creo que Zurbano tiene derecho a su análisis.

El drama histórico de los negros es desolador, no sólo por las circunstancias puntuales de explotación y subalternidad, sino por el sedimento que echó en nuestro imaginario nacional. Hace muy poco, por ejemplo, no sabíamos que hubo familias cohesionadas y redes de apoyo entre los esclavos decididos a la emancipación. Existía el prejuicio de que tales familias no existieron hasta que una indagación microhistórica de María del Carmen Barcia rescató la tragedia. Conozco a algunos que piensan, ahora mismo, que las familias homosexuales no existen. Que los negros cubanos tienen las mismas oportunidades de movilidad social que los blancos. Que las políticas gubernamentales, correctas o no, no pueden cuestionarse. El recurso para conjurar la invisibilidad, sin embargo, no atañe a la historiografía en estos asuntos, sino a la sociedad civil. Los negros, los homosexuales, deben organizarse para dialogar, de modo más contundente, con los poderes. Ese derecho no está reñido con el socialismo, por el contrario. Si los homosexuales, transexuales, etc., estuvieran organizados en una o varias instituciones propias y combativas, es probable que al menos la desvaída unión civil que nos auguran hubiera sido aprobada. 

En fin, basta. Sé que estoy hablando solo y que ningún cubano de la isla comentará esta reflexión. A menudo soy tan negro que no se me ve en la noche. No se me ve ni quieren verme.

lunes, 25 de marzo de 2013

Sillón de barbero

Recuerdo bien cómo, de pequeño, no gustaba de hacerme cortar el cabello y solía dilatar las visitas al barbero. Lo atribuyo al prejuicio, tan arraigado en cualquier hombre, de poner la cabeza en manos ajenas: el peligro de dar la espalda a quien sostiene tu cabeza, imaginar que las tijeras te estropean la piel. He recordado aquel miedo al hallar este sillón de barbero, que parece una máquina de tortura. Los sillones de mi infancia eran más elegantes. Las barberías decadentes conservaban entonces su mobiliario republicano, decorado con follajes gruesos.

Ante este sillón he sentido miedo de todo; han vuelto aquellos terrores antiquísimos, invencibles. Lo más trágico de este retorno acaso sea que ya no hay barbero: yo mismo me destrozo con unas tijeras negras.

En mis delirios de la duermevela soy un pequeño fracasado que se da muerte.

Confieso, lúcido ahora, que no temo darme muerte. Yo mismo quise cortarme el cabello una vez.

Hace poco hice un viaje que no he querido referir aquí. Fue un viaje a las montañas, peligrosísimo, a expensas de un cicerone perturbado que amenazaba con despeñarme. Lloviznaba y era la nube que nos envolvía; le debo gratitud por eso al infeliz guía.

La humedad de aquel viaje inhóspito todavía me cala; la disputa de ayer por causa de un intruso que no existe; el nonsense de estos días amordazados; no sé cómo articularlo todo para que yo pueda vivir sin amargura y dormir tranquilo. Por eso le dije un día a alguien que la última justificación del arte es ordenar las circunstancias e imágenes trastocadas, vertebrar relatos más o menos coherentes que alejen la certeza del galimatías, al menos por un tiempo. Por eso escucho esta noche a Gabriel Fauré y me siento a escribir en el sillón del barbero.


Cuánto necesito rematarla. A la muerte bellísima.

Para cuidar la cabeza tuya de la ciudad,
yo trazaba una orla
que era un laurel o un cardo -una corona honorable-
y no conseguía cerrar el círculo de la incompletez mía,
esa iracunda necesidad.

He roto la línea -¿porque no consigo disponer
el carácter de la orla, el adorno, la ciudad?-.

He roto el trazo
que esbozaba sobre tu cabeza destrozada
para recomponerte la buena voluntad y restituírmela.

lunes, 25 de febrero de 2013

Miguel Strogoff


Hace años que no leo a Julio Verne. Carlos Alejandro, que no lo ha leído nunca, me pregunta por qué tengo tanta nostalgia de aquellas ingenuas novelas, si las erráticas peripecias del siglo XX demuestran que la realización humana no depende de la ciencia ni de las máquinas.  ¿Volverías a leerlas? –preguntó-. Es cierto: el siglo XX fue el verdadero siglo nihilista. Por eso algunos, como yo mismo, frecuentan la melancolía de no haber compartido el espíritu decimonónico, cuando todo parecía posible y se confiaba en las inexistentes verdades apodícticas. Traté de explicar a Carlos Alejandro que el Verne amigo mío ni siquiera es el profético o el envidioso de los robinsones; de todos aquellos hombres –dicen que el novelista era misógino- perdidos en mundos exóticos, el único que quise de veras fue Miguel Strogoff. Cuando iba a hablar de Miguel Strogoff apareció un taxi para Sagua, y ante la urgencia de mi viaje no pude decir más. Mi propia Siberia me aguardaba: Hatillo, Sin Nombre, Cifuentes, Sitiecito y Sagua la Grande, en lugar de Nijni-Novgorod, Krasnoyark, Omsk e Irkustk.  Porque no me resigno a la pausa que abrió ese viaje en nuestra conversación, le contaré ahora lo que sé sobre Miguel Strogoff.

Miguel Strogoff era un correo del zar. Todo empieza durante un baile áulico, en la Rusia europea. Un inglés y un francés, corresponsales extranjeros, observan la escena. Ellos son apenas un par pintoresco que servirá de recurso para aligerar las graves peripecias. En la mayoría de las novelas vernianas hay, al menos, un francés, encarnación del buen humor y la originalidad.

Para abreviar: Rusia, invadida por los kirguises y traicionada por Iván Ogareff, requiere enviar una nota al hermano del zar. Miguel Strogoff, el correo designado, debe atravesar de incógnito miles de verstas. Por el camino aparece Nadia, una joven livonia que también viaja a Irkustk para encontrar a su padre, un desterrado. Strogoff y ella deciden hacerse pasar por hermanos. Recuerdo, vagamente, a una cíngara –una gitana-, espía del traidor Ogareff. Recuerdo, con más nitidez, cómo Miguel desconoce a su madre en una taberna siberiana para no traicionar la encomienda. Mientras se adentran en Siberia aparecen los estragos de la guerra, el viaje se torna oneroso. Hay un momento en que todo parece perdido: Miguel es descubierto; la misión resulta abortada; Ogareff asume la identidad del correo para vengarse del hermano del zar.  Yo leía y luego señalaba las escalas de Strogoff en un atlas impreso en Alemania Democrática. Después de tantas aventuras, impregnado del olor de la estepa arrasada, también llegué a Irkustsk. Nunca he olvidado el nombre de esa ciudad, en las costas del lago Baikal. Miguel Strogoff, el invencible, cumple la misión, a pesar de la carta perdida y de sus ojos chamuscados por una espada ardiente.

Es probable que la causa del zar no fuera justa. He pensado que los kirguises de Feofar Khan se rebelaron con razón. Estos juicios no importan, sin embargo. El gran tema de la novela es la voluntad de Miguel, la palabra empeñada, el coraje que se impone a la derrota ya consumada y consigue rebasarla. Por eso dije, antes de tomar el taxi, que estas novelas ingenuas contribuyeron a configurarme. Porque uno se edifica volitivamente, según surgen sus devociones, y esas lecturas antiquísimas me hicieron un hombre del siglo XIX, verniano nostálgico. Creo que  pude decir todo eso antes de irme a Siberia, en el taxi. La explicación se tardó, mas hela aquí.  


sábado, 16 de febrero de 2013

Mar interior




La mayor prueba ha sido el tránsito
por la escarpada boca que se abre a un mar interior.

Me atizó la turbación de exponerte
a la pleamar que disimula las restingas
de mi carácter
y me exime de la piedad
que obsequian al súbito pez.

Llueve desde anoche sobre estas aguas miserables.

...


Túneles

Los senderos de mi ánimo
se adentran en la montaña
y conducen a los túneles desafiantes
que prometen la guerra.

Abatía recorrer mi propio extravío
hasta la sala cruenta donde un animal roe los escalones
y las luces mortecinas del mundo superior
alumbran un insulto consignado en la pared.

Las bóvedas exhalaban la húmeda prueba de la realidad.

Al fondo del corredor se articulaban
las siluetas obscenas de mi teatro de sombras.

Me detuve a verlas, remotas y ágiles,
encajadas entre sí, pues la amplitud
del túnel  alejaba mi deseo de ellas
y las desnudaba memorablemente, sin disponerme
más que a la serenidad, 
y conseguía ahuyentar así de mi ánimo
el temor de la guerra.

...

Niño feral

A menudo resurge el rictus del niño feral.

Dijo que no le tomáramos juramento:
la historia suya era terrible,
como la floresta desquiciada que le acogió
en la peor estación
supone luengos y atroces misterios. 

Se miente acaso para velar la ignominia,
pero nadie encubre la desnudez de la razón
con una invención inútil. 

Poseía manos predecibles, de palmas hoscas
y  líneas anudadas por su misantropía.