lunes, 15 de septiembre de 2008

Al dorso de una foto, esto escribo

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La tía-bisabuela, eso es… Y ¿cómo sería? Dicen que era la mujer más bella de su tiempo, y que tenía un ojo de distinto color que el otro; un ojo más azul y otro más verde.
(…) Era un poco rara y murió joven. Unos dicen que la envenenaron con zumo de adelfas, y otro insinuó que ella misma se había clavado en el corazón el alfiler de oro de su sombrero.

Dulce María Loynaz: Jardín

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Todavía sueño con su rostro; la veo sonriente, aunque hierática, mirándome desde la pared cual misteriosa Gioconda. Para los que entrábamos distraídos al cuarto que le destinaron luego de sucesivas mudanzas, tenía fisonomía de fantasma, muy serena, como suelen ser los fantasmas antiguos, los definitivamente desasidos. Mis hermanos tenían miedo, sobre todo, de mirarla de frente, a los ojos. La habitación presidida por ella a la cabeza de una cama de barrotes, tenía un halo fantasmagórico; las gavetas estaban colmadas de recuerdos; la costra de otra época se nos pegaba en los dedos pero no cesábamos de revolver. Buscábamos tal vez una pista sobre la mujer del retrato. Ellos cejaron, pero yo he indagado todavía, obsedido hasta hoy por descifrarle el gesto.

Lydia González Toledo, la tercera de mis tías abuelas por línea paterna, posó para el fotógrafo, delante de una tramoya romántica, el mismo año de su muerte. Llevaba pasador y pulsera de brillantes, una pequeña hebilla en la faja, discreto collar y un anillo de oro fino como una cinta sin ornamentos. Tenía veinte años. En la boca, un carmín purpúreo acentúa el enigma de la sonrisa que no lo parece tanto, como si Lydia se propusiera desorientar cualquier afición escrutadora, como si quisiera, aún ahora, burlarse de mí. Me siento culpable de no haber vivido antes, en la época correcta –los felices años del veinte- cuando hubiese podido tratarla. A ella debo, en la instancia más antigua de mi pasión, la nostalgia extemporánea por las muchachas con cabellos garçon, el art decó de las obras maestras –jamás el de circunstancias-, los tranvías y el cine silente.

(Lydia, sólo se salvó una foto. Tu escueta inmortalidad es la mía: una mirada con rara dedicatoria al dorso, la música del Liceo aquella noche, mi nariz recortada sobre la tuya, el abandono clásico en una mesa de mármol, el novio que no te esperó. Por eso te toca encabezar esta genealogía, por misteriosa y vital, porque el edificio más alto de esta ciudad fue construido en 1920 y nos imagino, juntos en la azotea, adivinando el rumbo de las nubes sobre la llanura: contigo terminó aquella belle époque.)

Ya no puedo interrogar a nadie. Mis tías Angélica (Nené), Julia Lutgarda (Lila), Silvia Valentina (Silvia) y Antolina (América) también enmudecieron, octogenarias, hace mucho, rendidas por el siglo XX, que las rebasó. ¿A quién acudir? Ninguna escribió memorias, ni siquiera notas al margen; sólo unos misales, catecismos y hagiografías -impresos viejos- me legaron. Mi abuela no sabe nada; le correspondió nacer muy tarde y en otro vecindario; es inútil que la interrogue, mucho más cuando me consta que no tuvo gran devoción por la familia de su marido, deslumbrada siempre por los méritos y merecimientos de su propia casta. Elvira Violeta –la matriarca- siempre describe a su suegro, el padre de Lydia, como un sujeto dispendioso y poco dado a la faena que lo perdió todo y se convirtió al final de sus días en una especie de avaro de poco relieve, muy lejos de Harpagón pero tan cercano, sin embargo, al conmovedor Euclión de la comedia de Plauto. Para mi abuela, los González Toledo –su propio esposo- y sus descendientes –yo mismo- fueron dotados de una languidez improcedente en gentes emprendedoras y enérgicas, como ella misma; hace tiempo desistí de persuadirla; no pudo conocer a Lydia, pues nació el mismo año de su muerte; a mí, a pesar del último cuarto de siglo de compañía, tampoco me conoce; el juicio está, por consiguiente, incompleto.

(Lydia, ¿adónde te llevaron? Si el abuelo –el tuyo- compró en 1914 una parcela, muy cerca de la avenida principal del cementerio nuevo, para tumba de los nuestros, ¿por qué no estás allí? ¿Dónde estás? Espera, debo saber lo que sucedió antes, para comprender lo que sobrevino después. ¿A quién amaste? El tácito voto de tus hermanas te disgustaba. No querías permanecer, como ellas, en una devota soltería semejante a la clausura monacal. No querías envejecer sin hijos, ni vivir a expensas de los dos únicos sobrinos que nacerían en la mitad del siglo… ¿Es eso? ¿Intuías el tedio de un siglo muy largo, la extinción del optimismo? ¿Por eso te moriste? Dejar una foto, sin embargo, fue la garantía de permanecer. ¿Sonríes ahora? ¿Has vencido, arrebolada, en la penumbra? Yo lo creo.)

El mismo año de su muerte, comenzó la decadencia de la familia y la ruina del país. Ninguna de las hermanas se casó en los próximos cincuenta años -esa es otra historia-; se avecinaba una revolución: la del treinta. Ya contaré lo que sucedió entonces. Ella querría saberlo; se lo debo a Lydia González Toledo, la tercera de las tías de mi padre, que murió de fiebre tifoidea -según es tradición familiar- en el verano de 1929.
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5 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustan las genealogías, bueno, eso lo sabes, porque hay hasta una promesa pendiente, más de una, sobre estos temas.

Las fotos familiares, (que sí las cartas ) no las enterré puesto que las imágenes del pasado atrapadas en papel y quimicos, no pesan demasiado, a menos que no vengan de amores contrariados. Tengo una de mi bisabuela en el Hospital de tuberculosos, en la Habana, rodeada de monjas. recuerda, el retrato, al cuadro aquel de Ponce. Hay otra de mi tatarabuelo junto un equipo de Baseball, el de Remedios. Me hace mucha gracias porque a los pies hay un niño, la mascota del equipo, con la misma cara que el chicuelo de Charlot, aquel que rompía cristales y que me hizo llorar, como en todos los filmes del genio.

Ayer nos visitó un fantasma, a los pies de la cama, mi paje y yo nos despertamos a la vez, nos asustamos pensando era un ladrón que se colaba en casa, pero se esfumó con el mismo silencio con que llegó. Es primera vez que mi paje y yo compartimos una visión. Por eso se asustó tanto porque creía que era apariciones de sus sueños y solo para él y era tan sólido como los muros de esta casa donde te escribo, en esta ciudad tan antigua... ¿Serán fantasmas propios? No lo creo. Yo me he despedido de todos ya. Dice una hermana del centro a la que acabo de escribir contándole que no hay que entretenerse en las visiones, (eso lo sé, producto de ellas me daban muchas pastillas en mi isla, creyéndome enfermo del "Gran Mal". ) pero ¿qué hacer con las visiones compartidas?

En todo caso, le rezaremos una oración, como hacían mis parientes, los de fotos amarillas.

Gracias por abrir una ventana a tu pasado, y perdona el sacrilegio del entierro y gracias por comprenderlo.

Estoy solo en estas tierras, amigo mío, mi paje no es de mi sangre aunque me sea fiel.... si el día de mañana me llevasen al cementerio como alita de cucaracha, no quisiera que mis diarios y los familiares, tampoco mis oráculos, fuesen a parar a manos de algún escritor, créeme, conozco los de nuestra raza.. y yo no quiero dejar huellas para no tener que regresar a este mundo a despedirme ni que se alimenten de mis recuerdos.

Te beso,

Libélula

Anónimo dijo...

Debo admitir que me da un poco de envidia que sepas el pasado y el árbol genealógico de tu familia...en más de una ocasión he pensado hacer lo mismo pero los pocos resultados me desaniman...mi madre ha llevado una vida bastante dura y cuando le pregunto por el pasado es muy poco lo que revela;supongo que algunos recuerdos le hacen daño...Sé poco de mis abuelos maternos,murieron ya hace años y fue poco lo que con ellos pude convivir..supongo que la historia de la familia debe tener algo de interesante,pues sé que mi bisabuela era española...debe ser interesante saber como "cruzó el charco" =)

Un beso y gracias por compartirnos algo tan íntimo...y claro que logro imaginarte en la azotea con ella..dale también un beso a Lydia de mi parte.

Yolanda Molina Pérez dijo...

Conozco el aroma de esas fotos, la fijacin por los retratos en la pared y el placer de la evocación mientras mi abuela abría viejas latas de galleta y desgranaba fotos y recuerdos sobrte su regazo.
Casualmente por estos días de conjunto con una prima empezamos la protección del patrimonio fotográfico de la familia, ella se ocupa de acercármelas en soporte digital y después la historia particular de cada una de ellas, por suerte los longevos y ya novenarios abuelos, conservan la memoria y les resulta grata, tenemos fotos hasta de los tatarabuelos.Viene en ellas un halo del misterio de lo que no quedó, las pequeñas "verguenzas" de lo que no se habló...
¿Deberíamos incluso de voltear nuestras imágenes en el photosop y dejar una nota al dorso? ¿O nuestros bisnietos no precisarán genealogías?
Compartir a Lydia ha sido generoso, un abrazo y gracias por la invitación,

Maykel dijo...

Amigos, les cuento que esta pasión genealógica está muy arraigada en mí; es muy antigua, y no se limita ni mucho menos al árbol de los vínculos sanguíneos. Las genealogías también incluyen, para mí, el pasado infinito que nos sostiene: las genealogías intelectuales y espirituales.
Gracias a ustedes por leerme siempre con tan excelente disposición para las cosas que voy urdiendo...
Un beso para todos.

Reinaldo Cedeño Pineda (EL POLEMISTA) dijo...

rendido a tus letras... una vez más
Reinaldo