lunes, 28 de noviembre de 2011

Como el Nipón lejano

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Abundan las analogías temporales; la más frecuente se refiere al año de 1959. Cómo éramos antes y qué hubo después; el examen –unas veces lúcido, otras mistificador- es un tópico. Por vocación de inmanencia, yo prefiero descubrir qué permanece intocado a pesar del tiempo, qué sitios y qué gentes profesan una misteriosa actitud de eternidad.

Estuve en Isabela ayer. Entre las ruinas del puerto, al atardecer, advertí la sobrevida de una exótica semejanza. Isabela, con sus rústicas glorietas sobre el mar, se parece al Japón de las novelas de Pierre Loti.

Jorge Mañach razonaba en 1923 que una singular sensación de juguetona audacia suscitan esas estructuras a flor de agua. Sin demasiado esfuerzo imaginativo se piensa en el Nipón lejano, con sus arrozales, sus bambúes, y sus tabiques de papel. Loti, Lafcadio Hearn, Carrillo, reviven íntimamente en el recuerdo.

La gente compara para entender: países, ciudades, épocas, todo es susceptible de ser examinado a partir de semejanzas. Pienso que la analogía, sin embargo, estropea la mirada prístina. Un isabelino en Japón de seguro evocaría a Isabela de Sagua, tan desprovista de arrozales, y no se le podría tachar de inexacto.

Isabela aguarda por su Pierre Loti. Un antiguo ejemplar de Madama Crisantemo me espera en el anaquel. Solo el hombre que alza la red en la costa de Sagua no espera nada; se ignora a sí mismo. Cocinará el pescado de esta noche y descansará entre sedas.
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Fotos: Isabela de Sagua, 27 de noviembre de 2011.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La revolución de Arturo

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Debí ser Arturo III. Mi abuelo se llamó Arturo, mi papá también. Conmigo abandonaron el patronímico para hacer honor a cierta moda pop. El abuelo nunca pronunció bien el nombre que me dieron: faltaba quizás la ele, acaso una vocal confundía su naturaleza abierta… No me gustaba besar a mi abuelo; su rostro me pinchaba. Me quedan pocos recuerdos de él. Vivíamos en otra ciudad cuando nos despertaron en la madrugada. El abuelo de ustedes murió –dijo Arturo II-, nos vamos a Sagua. Mi hermana, muy pequeña, vestía una saya plisada. Es lo único que recuerdo de la partida. Fue la primera vez que entramos en la funeraria.

Mi abuelo tenía fama de hombre simple. De viejo disfrutaba observar el garbo de las mujeres desde el portal para consolarse quizás de la amargura de mi abuela. Parecía desprovisto de criterios, no tenía nada que decir. Se quedaba dormido en el sillón con la charla familiar de fondo como un grato rumor; las veladas siempre acababan temprano para él.

La vida de mi abuelo fue apacible y acabó como un adagio: enrojeció de pronto, en la noche, y antes de que pidieran socorro había muerto. Hasta aquí parece una existencia demasiado anodina para merecer una reseña, pero hace un año supe algo que me ha conmocionado: sencillo como era, obediente en la vida doméstica, mi abuelo fue héroe de su pequeña revolución.

Sucedió en la década de 1950. La familia estaba arruinada. El último lienzo de tierra lo vendieron para irse a la ciudad; la zafra se portaba onerosa. Les alcanzó el dinero para construir un par de casas en unos antiguos jardines de Carmen Ribalta, la encomiada viuda de Oña. No se hallaban en los jardines de Kensington: la familia era numerosa; las casas, pequeñas. Mi abuelo, que antes trabajaba para sí mismo, se empleó en el central Santa Teresa. Pasaba el tiempo muerto en el portal, aguardando por alguna labor de ocasión. Quizás ya escrutaba a las mujeres que iban deliciosamente calladas mientras mi abuela le reñía.

El abuelo, unido a otros peones azucareros, asaltó el Sagua Yacht Club un buen día, cuando todos creían que seguía en el portal. No sé con exactitud qué reclamaban ni por qué fueron a tomar una sociedad burguesa en lugar de incinerar un cañaveral o, en el colmo de la audacia, secuestrar el penacho del ingenio y apagar una fogata que los asfixiaba. Tal vez solo tenían ganas de rendir algo. Mi abuela aseguraba que se incorporó a los revoltosos con gran ingenuidad, sin saber a dónde iba, embriagado por la humareda de aquella ínfima revolución y acuciado por una inoportuna vocación de justicia.

Los socios del Yacht Club se burlaron de los asaltantes y la ciudad se encogió de hombros. Mi abuelo estuvo preso apenas un día. Un muchacho que presenció la incursión de los guajiros, cantando su Marsellesa desafinada, lo reconoció entre las huestes y dijo para sí: ¿este qué hace aquí?

Así fue la revolución de Arturo –me contó aquel testigo, que luego se casó con mi tía-.

Mi abuelo era tan simple que se descubrió ante unas damas al entrar.

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Foto: Sagua Yacht Club.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Un libro intonso

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Intacto sigue -impedido de palparse-,
con la acritud de un libro intonso.

Se arropa con los paños de un muro
-va de púrpura, tremola una túnica-
y sale a pregonarse numen,
a mentir
con su verdad inaudita,
mientras los animales esquivan el rastro de su hedor.

De cuando agitaba la pernera
para aligerarse quedó un puñado de calderilla.
También dejó caer unas tijeras
con la trompeta del Juicio
grabada junto al tornillo que articula ambos filos.

Por la cisura se fue la noción de cualquier dictamen diáfano.

El clamor de la trompeta
–su verdad inaudita- me ensordeció.

Él seguía a salvo, malogrado para el mundo,
como un libro intonso.

martes, 1 de noviembre de 2011

Quasimodo ama a los hombres

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La araña desciende sobre Patsy Ruth Miller,
consigue el señuelo de su hombro.
El crimen que le cumplo me devuelve
a las calles como un vengador suyo,
pagado con su gesto de huida.

Desciendo sobre el señuelo
que me impongo
para merecer la gracia de su perdón.

Gusto de las mañanas verticales.
Cualquier albura me devuelve el placer de la sangre
vertida por mi mano
y el hervor de mi falta se despeña
y aturde.

Quasimodo ama a los hombres,
los ama y se somete a ellos.
Lo mismo que Patsy, gusta de las mañanas verticales
y danza a recaudo
-ensordecido por los badajos de su ardor-
cuando los soles de su sangre
alumbran mi crimen de no amarlo,
a él,
hermoso y asimétrico.

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Ilustración: Quasimodo, óleo de Antoine Wiertz (1806-1865)