jueves, 11 de diciembre de 2008

El ángel del parque de los muertos


Esta noche he vuelto a verlos. Ocupan el mismo banco, de frente a los muertos. Siempre experimento la noción del parque con el mismo estupor: hay una tumba al centro, una cripta con puertas de hierro y montones de nombres, honores, grados y comillas. Ha muerto mucha más gente desde que se concibió este homenaje y no hay suficientes parques para abonar con los despojos de cada héroe. También tenemos demasiados héroes. El parque ha perdido su nombre. Lo llaman “el Mausoleo”. Me gustaría creer que es el imperio de la Muerte dejándonos su marca en el centro de la ciudad, su ángel de vacías cuencas; pero no decaeré otra vez en la afición de referir lo ideal: mausoleo es aquí moneda de curso corriente. Al parque vienen los amantes, vienen los druidas a dejar sus impurezas al pie de las ceibas y las palmas. Por todos lados hay monedas, huevos cascados, velas apagadas por un golpe de tedio. La cafetería de la esquina también tiene nombre de tumba. Nadie menciona el nombre de la Muerte. Todos sonríen a la naturaleza apacible del parque, se tienden en los bancos a esperar la noche, no saben dónde se cuece el misterio. Yo también vengo. Es inevitable. Por aquí pasa el camino para volver a mi casa. Las calles son demasiado rectas, un universo ortogonal es el inmenso calabozo de la ciudad. Pero hoy he vuelto a verlos, el viejo y el chico juntos, sentados a los pies del ángel. Tengo que saber con qué fin vuelven a cruzarse nuestras miradas precisamente ahora, cuando el ángel del ala trunca, erguido sobre la cripta, me bendice, y pienso en otra noche, más lejana y extraña.

Al viejo lo conozco. Coincidimos hace mucho en alguna parte. Pertenece a esa clase de gente obligada a una taimada medianía. Lo creo capaz de cualquier pacto, así sea oneroso. Aunque reticente, el viejo canjearía lo más virtuoso que tiene por la dádiva de creerse aceptado, por un sitio amable para urdir sus pequeños placeres de hilandera sin rueca. Pertenece a esa clase torpe, sin refinamiento, que acaba maniatándose con su propio hilo. Encima, lo creo desprovisto de audacia, mucho menos ahora que ya está demasiado viejo. Pero no descarto que hay placeres innombrados e imperiosos. Por alguna razón de esa índole será que atraviesa la mitad de la ciudad para venir cada noche a este parque. El muchacho es muy bello. El viejo se ha convertido en su preceptor, casi puedo asegurarlo; todavía no he podido sorprender un ademán definitivo. Sí me consta que es el viejo quien gesticula, el que escudriña mi paso; el chico es tímido: baja la mirada y escucha. ¿De dónde conozco al chico?

Hay un sitio sórdido, el Hotel T… Las habitaciones del centro están ahumadas por la chimenea que asciende tras las ventanas. La escalera, con peldaños y pasamanos de mármol, está demasiado empinada, casi vertical, como para favorecer el despeñamiento de alguien. Se dice que ahí durmió Sarah Bernhardt, la divina, en 1918. El carpetero del Hotel T… es famoso por su mitomanía, y por su fealdad. Cuando miente, rezuma odio. Es retador y cobarde.

¿De dónde conozco al chico?

Una noche lo vieron bajar la escalera, llorando. Nunca regresó; no se pudo reconstruir nada de lo acaecido arriba. Se supone que el carpetero sórdido lo deseaba. El muchacho es muy bello. Un espía de los míos me ha referido cómo, durante una fiesta callejera, el carpetero se esforzaba en obsequiar al chico con una sonrisa raída y comestibles baratos. Este informante bienintencionado acaba de hacerme recordar que el muchacho bello se llama Héctor. La inmunda, por supuesto, se llama Gorgona. En el Hotel T… se fraguan menudas intrigas, risibles traiciones. Sé que me odian en el Hotel T… y me enorgullezco de suscitar rencor en la jauría.

Esta noche, en el parque de los muertos, creo que el chico me ha reconocido. Hubiera querido llamarlo por su nombre, corroborar que recuerda aquella noche, cuando él penetraba en un país inhóspito y yo quise ser amable. Entonces imperaba la Gorgona; no pude salvarlo.

-Oye.
-…

Muchacho, ni el viejo me intimida, ni la serenidad del parque me reduce a rehén de los muertos. Si te dicen que ya muero, no hagas caso. Si oyes que contengo en mis venas un sorbo de muerte, escúpeles. Mis cuencas no están vacías. La costumbre para mí es el gesto desvaído de lo que fue una ceremonia.


El viejo y el chico
en medio de las palmas,
sentados por duplicación de afectos.
El rumor de las palabras participa
de la naturaleza vergonzante del miedo.

Los miro cada noche repetirse,
reproducir el mismo temblor a mi paso de bestia.

Soy un ángel malo.
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domingo, 7 de diciembre de 2008

El último amolador de tijeras

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Es leyenda que Abuela cosía y cantaba mientras yo jugaba al prisionero resignado, en un corral de madera, hasta que tuve dos años. No recuerdo nada de lo que cantaba, sólo el sonido de las tijeras rasgando la tela.

La casa de mis abuelos tenía un pasillo por cada lado y al fondo un patio grande, donde un pequeño puede perderse. Había muchos árboles. Todavía se describen con nostalgia aquellos aguacates: grandes, amarillos, con la semilla mínima para no quitarle espacio a la carne. No recuerdo qué clase de muros establecían la frontera de este patio. Han pasado veinte años y por eso, tal vez, aquel mundo se me antoja infinito. También había un cafeto. ¿Aguacates con café?

Abuela cosía batas en una máquina Singer. Artesanía, de la calle Martí, le pagaba unos pesos. Las batas eran rosadas y tenían unos botones inmensos de un plástico ambarino.

-Niño, ensártame este hilo.

Entonces lo corto, lo muerdo y mojo con saliva. El procedimiento no ha variado: sólo una hebra bien mojada y tiesa puede pasar al otro lado, al sitio donde se redime la inutilidad de las cosas inertes.

Evangelio según San Mateo: más fácil pasará un camello por el ojo de una aguja. Mi abuela sin duda fue una mujer opulenta: nació en una finca junto al río, entre dos puentes; fue pastora de cerdos: se le describe jinete sobre los lomos del animal más grueso de la piara; tuvo quince hermanos, de los cuales sólo sobrevivieron siete, y le tocó criar a los más jóvenes; estudió hasta el tercer grado de la primaria, pero sigue siendo muy sagaz. Se salvará.

-Abuela, ¿cómo dice aquel verso que aprendías en la escuela?

Sólo quiero escuchárselo, otra vez. Que lo dibuje la voz:

-Yo he visto un cangrejo arando y un puerco tocando un pito; morir de risa un mosquito al ver un burro estudiando; y un buey viejo regañando sentado en una butaca a una ternerita flaca, que de risa estaba muerta, al ver una chiva tuerta remendando unas hamacas.

Hice que lo copiara en la hoja blanca al final del cuaderno de Renée Potts, la maestra cubana que escribía romances y adivinanzas en verso. La página está amarilla; hace años que Abuela no cose. La casa grande fue permutada por un apartamento, paredes de hormigón. Nosotros también hemos mudado la casa y las costumbres.

Hay tijeras en la memoria, filosas, hirientes tijeras. Antes se anunciaban los amoladores con una armónica en los labios. ¿Veinte o cuarenta centavos por dejarlas relucientes? Se cambian tijeras viejas por nuevas tijeras, se trueca el orín por la plata…




Esta mañana ha pasado el último amolador de tijeras. Ni siquiera pude fotografiarlo. Iba con prisa. Recordé el asunto de una litografía de Grandville: en una vitrina, embalsamada, alza una de sus patas para saludar al cazador la última liebre de Europa. El amolador ha sido cazado. En el trino de su armónica el tiempo hace arabescos. El amolador se mueve rápido, calle abajo, impulsando la piedra, el monociclo: sabe que nadie traerá sus tijeras. Las últimas costureras por encargo abandonaron la ciudad rumbo al olvido. La armónica del amolador suena, cuesta abajo. Ha venido a afilar las tijeras; sin querer lo cortan las tijeras del tiempo.
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jueves, 4 de diciembre de 2008

San Juan de los Remedios

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El retorno a Remedios debe transcurrir sobre el camino de hierro, a la manera antigua. El alma en los rieles, balanceándose, dormida pero atenta al sueño de los pueblos pequeños. Así he ido a San Juan de los Remedios, la octava villa de Cuba, como un peregrino medieval.

Ya he descrito el encanto de aventurarse por el camino abierto en 1890: el puente más alto de Cuba hace un siglo, las aldeas casi inaccesibles, el paisaje verdeoscuro que se ilumina a contraluz porque vamos hacia el oriente. Remedios queda donde se levanta el sol.

Hay que salir bajo la noche cerrada. El tren llega a su destino con el alba. Es un viaje proustiano: subyugan los carteles de los viejos pueblos con nombres desusados y misteriosos: Canoa, El Indio, Vega Alta, Encrucijada, La Quinta, Constancia, La Luz, Vega de Palma, Mata, Corazón de Jesús... Finalmente, Remedios. En los andenes se bebe café, ofrecen cucuruchos de maní por un peso, caramelos rompedientes, melcochas. Los viajeros transportan secretos bajo el brazo, en cajas anudadas. Por Camajuaní venden pizzas. Donde no hay estaciones, la gente se abre paso en los trillos con un farol: nadie quiere perder el tren. Los puentes crujen; la vía, resbaladiza por el rocío, como un tobogán, obliga a retroceder algunos tramos.

¿Cuál es el encanto de Remedios? ¿Por qué me aventuro, cada año, al menos una vez?

A la concisión de estas preguntas sólo puedo ofrecer una respuesta sutil: por una atmósfera. El espíritu de Remedios se trasunta en una atmósfera incórporea como un olor, perceptible únicamente al llegar a la plaza mayor después de haber sopesado, desde la ventanilla del tren, las torres de las iglesias, de espaldas al amanecer. Estos son mis campanarios de Martinville. Los que obsedían a Marcel desde el estribo de una calesa en aquel paraje de "Por el camino de Swann". Las torres lejanas y cercanas a un tiempo unívoco.

Tuve excelente cicerone en Remedios. Fui a los aposentos de Caturla, el gran compositor vanguardista; vi el piano con candelabros para las noches del siglo XIX. En el suelo del templo, la losa del presbítero Loyola, el mismo que recibió los elogios de Morell de Santa Cruz, el obispo criptojudío, en 1756.
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Esta iglesia es una fantasía barroca en dorados retablos. En el techo mudéjar hay flores talladas por una mano del siglo XVIII. Los altares, genuinamente churriguerescos, conservan la Mater Dolorosa del llanto perlífero, el cráneo de un olvidado prelado, el Jesucristo yacente, sepultado entre lienzos, un carrillón de campanillas plateadas a la diestra de la genuina Virgen del Buenviaje. La Parroquial Mayor de Remedios es la fantasía de Eutimio Falla Bonet, el benefactor que pagó estos fastos, millonario barroquista.


Cuando a la bahía de Nipe todavía no pensaba navegar Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la patrona de Cuba, ya los remedianos, desafiando la cercanía de los corsarios, habían acogido en la villa a la Virgen del Buenviaje, otra naúfraga. Debe investigarse mejor aquella cosmovisión temprana de los cubanos, el horror por el mar de donde llegaban piratas y huracanes, el consuelo de las vírgenes. No es casual que ambas hayan arribado por el mismo camino, con tanto desamparo, dispuestas a amparar a los desolados insulares. La de Buenviaje mereció un gran templo de sus devotos remedianos, construido a un extremo de la plaza. Sobre la cabeza, aún más alto que la auréola, lleva el escudo de la ciudad. Es la virgen remediana. Por azares de la historia no es también la patrona de Cuba, a la que precedió.


Tan vieja como Trinidad, que presume de añeja, Remedios se densifica en un pasado claroscuro, el más apasionante que pueda exhibir cualquier villa cubana. Fue en Remedios donde se abrió una boca del Infierno por el Mil Seiscientos... Aquí ejerció Joseph González de la Cruz, el gran exorcista que sacó numerosas legiones del cuerpo de la negra Leonarda. Hablo de la famosa pelea cubana contra los demonios, que todavía en el siglo XX ocasionaría un libro de Fernando Ortiz y una película de Tomás Gutiérrez Alea. Remedios es la patria del célebre Güije de La Bajada, terrible criatura que solamente se deja cazar por siete Juanes en la noche de Navidad; por Remedios sale la Llorona del Seborucal, cuyo grito hiela el corazón para siempre.

Más allá de Remedios está Caibarién, la ciudad que le sirve de puerto, donde los barcos no pueden llegar a causa del fondo, tan bajo que se puede caminar entre las islas. De ahí sale el tren que me devolverá a la Villa del Undoso, la Sagua querida del río inmenso. En la playa de Caibarién hay una piedra belicosa que es un cangrejo, una caracola donde se oye el rumor del tiempo...

Voy a Remedios, vengo a escucharlo.
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