lunes, 7 de diciembre de 2009

Las piedras amadas

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Estas son las piedras amadas. Esta es mi patria, el único sitio mío en una tierra tan ancha. Si un día fuera a encarnar la pena en algún muro de las lamentaciones, vendría a este muro. Si la pena me sepultara en un río, sería otro ahogado del Undoso. Cuando pienso en el gótico de las gárgolas de fauces tutelares, vengo a la Iglesia del Sagrado Corazón, donde el Señor de las Tiñosas bendice la perennidad de cada piedra. Si oigo elogios sobre la perfección de la acrópolis ateniense, vuelvo al puente del Triunfo, ahí donde se divisan las viejas casas neoclásicas tan altas y ceñidas como una acrópolis.

Esta es mi ciudad. Como decía María Zambrano de Lezama, habanero irreductible, yo he creído en ella. “Todos los iniciados tienen necesidad de una ciudad”, decía María. Ésta es la mía, y añado, con música de Marta Valdés: “Yo sé que hay en el mundo palacios y castillos, no me lo digan más; otro paisaje crece con este sol, frente a este mar.”

El mar, no importa cuál mar de un orbe salobre -el Mar por antonomasia-, todo el mar es gris como el mar de la Isabela, en cuyas oscuridades crecen los mejores ostiones del mundo.

Mañana desfilará una muchedumbre hasta la puerta de Wifredo Lam, en el antiguo barrio chino. Habrá sesión solemne de la Asamblea del Poder Popular. Dicen que Sagua la Máxima cumple 197 años. Pepe Hillo, el viejo historiador que se nos fue en 1950, lo negaría. Sagua fue pueblo de indios; aquí recibieron los siboneyes a fray Bartolomé de Las Casas. Ya tuvimos misas oficiadas en el siglo XVIII por los itinerantes curas de San Narciso de Álvarez, aquellos que cabalgaban mulas con la cruz, el hisopo y los latines. En 1812, cuando Napoleón todavía señoreaba en Europa, levantamos una iglesia gracias a don Juan Caballero, el veterano de Trafalgar que se desquitó de la derrota levantando un templo.

Mañana desfilaremos entre los iniciados que fraguan en la polis la argamasa de cada sueño. Lo haremos también por José Cabrera, el primero que erigió una escuela en 1830; por José María de los Heros, paladín silencioso de aquel emporio desde una oficina colonial; iremos, calle de Carmen Ribalta abajo, hasta la casa del pintor cubano más universal, como hubieran querido hacerlo el gobernador Casariego y la partera Bernardina, el general Robau y la morena Narcisa, la antigua esclava que salvó al caudillo cubano del veneno español.

Celebraremos este aniversario de Sagua la Grande como lo hubiera festejado Antonio Miguel Alcover, el historiador que escribió nuestro libro canónico. Por cada ausente haremos votos de eternidad para esta ciudad fluvial, de nombre tan indígena y sagrado como el de Cuba.

Otra vez oiremos la voz de Antonio Machín: “y lo mismo que nací, reposar allí quisiera”. Otra vez, como siempre, recordaremos a Albarrán, el sagüero que de no haber sucumbido a la tisis tal vez sería hoy el único cubano honrado con el Nobel. Y diremos con Jorge Mañach, el escudero de Martí: “esa es la sensación más neta que se guarda de nuestra tierra: la luz”.

Desde un tiempo imposible de fragmentar, unívoco, asistiremos también al regreso de Plácido y de la Avellaneda. Devolveremos al café Ariza el espíritu andaluz de los versos de Lorca. Iremos a ver morir sobre las tablas a Sarah Bernhardt y luego a Margarita Xirgu.

Esta es Sagua, la expedicionaria de dos siglos donde alguna vez recaló Jean Laffite, el corsario del poema de Lord Byron. Sagua, la novelesca, que también figura en textos de Víctor Hugo y Benito Pérez Galdós. Desde aquí escribió Francisco Pobeda, el viejo vate de los versos criollistas, el fundador de una escuela. Sagua, cuyo nombre también fue escrito por Martí. Sagua, que tantas veces apostó por la libertad todo el oro y toda la sangre.

Estas son las piedras amadas. Los iniciados quieren una ciudad –decía María Zambrano-, un sitio tan necesario como la palabra.

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sábado, 5 de diciembre de 2009

Madagascar, ¿estuve lejos?

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Gente que transita: una marea de bicicletas atraviesa el túnel, trenes de incierto itinerario, camiones de mudanza hacia la paz de otro sitio. Gente que escapa. Van a Madagascar.

Fui a ver la película con mis padres poco tiempo después de su estreno, acaso por 1995. Íbamos sugestionados por el título, que creímos apuntaba a peripecias de piratas en el océano Índico. El cine estaba vacío; había tres personas en la sala inmensa.

Madagascar fue impopular, imagino que a causa de su lenguaje decididamente poético. El cine cubano inmediato, salvo algunas cintas solitarias, no nos había preparado para un discurso simbólico de tanta densidad.

¿Cómo percibí la frustración de Madagascar a mis doce años? Con mucho desconcierto. El estado espiritual descrito por Fernando Pérez era tan cercano que las sutilezas sugeridas por cada imagen podían permanecer indescifradas.

Hoy he vuelto a aquel mundo finisecular. Madagascar, azarosamente, fue la película que mostró un profesor amigo a sus alumnos como obra representativa del cine cubano de los 90. Entré de polizonte a la exhibición. Madagascar, ¿estuve lejos?

Laura, una profesora universitaria, narradora y personaje, no sabe cómo se le escapa Laura, la hija, hacia una dimensión utópica, hacia un sitio amable, antagónico de la Isla lironda que le ha correspondido. Otra ínsula, Madagascar, aparece en el mapa, pero también es un sitio que no existe.

¿Cómo llegamos hasta aquí? En la biblioteca dónde se reúne la profesora con sus colegas, más bien un almacén, los libros, todos los manuales, atados en bultos amarillos, son letra muerta. Las sucesivas casas donde pretenden establecerse las tres mujeres de la familia –abuela, madre e hija- son hogares vacíos. La comunión que tienen cuando Laura intenta demostrarle a Laurita cuánto se parecen, qué pasión sienten las dos por los ratones blancos, se ha quemado con la cena, suponemos que el único pollo, y con él, la última oportunidad de conciliación.

En esas perpetuas mudanzas, también van mudándose los credos y las voluntades, en pos de la utopía inalcanzable; la madre es el juez inamovible del caos. Laurita lo mismo lleva luto por Casal y llora ante “Los niños” de Fidelio Ponce, que canta himnos en un templo protestante. El clima, hostil como la ciudad, moja a Laura cada vez que vuelve a casa, por el mismo camino. No he visto Habana más amarga que ésta, y el calificativo sirve para otras películas de Fernando Pérez.

Como no aspiro a crítico, y siento lo mismo que Rilke por la intención crítica, hasta aquí prolongo el juicio. Sólo quería decir que me puso triste, que me devolvió aquella tristeza inveterada de las utopías muertas y que las bicicletas verdes siguen transitando…
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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Estavudina, la proscrita

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Prácticamente se proscribe la estavudina. Lo supe ayer, primero por Reuters, luego por Prensa Latina. De no ser un personaje oficinesco –a lo Pessoa- jamás lo hubiera sabido. Estavudina, según la OMS, deshace los músculos como se desintegra la piedra bajo una ácida nevada. Con el tiempo, además, pone a temblar las manos, les inserta alfilerazos y enrarece el tacto. Estavudina, la cápsula rosada y verde que he tomados dos veces al día durante los últimos cuatro años, es un veneno de colores inconvenientes. Si consigo ver al médico la semana próxima, sé que no me permitirá mudarla ahora mismo, porque estavudina es una barata panacea del tercer mundo, un veneno bienhechor que también salva.

Deliciosa paradoja: ¿qué palabra hay para nombrar lo que cura y envenena? Mentira de los evangelios que la misma fuente no haga manar antagónicas aguas. De la misma mano hemos recibido la dádiva y el tajo. No hablo de obsequios deliberados. Pienso también en “la estrella que ilumina y mata”.

Con respecto a estavudina, la proscrita, nadie desconfíe de su reto. Cuento con las neuronas que siguen alumbrando, con las piernas cada vez más angulosas, las manos para el rezo y para el golpe.

Conviene a veces digerir venenos.

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