martes, 23 de agosto de 2011

Cuba: un algoritmo para quedarse

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Hay una claustrofobia cubana, una especie de neurosis insular. Juan Ramón Jiménez le dijo a Lezama en el famoso coloquio que los insulares, en lugar contemplar desde la costa el paso de los barcos, deben volverse al interior. Y no se trata de renunciar al universo, la Isla también lo contiene en sus extensiones invisibles. Pero queda la fobia al aislamiento y a veces manda. Se piensa en soluciones ultramarinas, en paraísos continentales...

He hallado a muchos que no se explican mi apego a Cuba. Tampoco entienden qué hago en esta ciudad. Esperan que sea claustrofóbico y desee trascender el mar físico. Esperan que marche y yo me resisto a ausentarme.

Mi primera razón me parece trascendental: este es mi sitio especial. Asumo que es una razón afectiva y excuso a quienes no se rigen por estos afectos. Estoy arraigado como otro cuerpo del paisaje. Encima -y esto tampoco lo entienden- me apasiona la paradójica grandeza de Cuba y su infrecuente dignidad. Lo que decía Loynaz: “hay en ti la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas”.

Nada de lo que he aprendido en estos años de búsqueda de mí mismo tiene sentido en otro lado. La educación que he recibido, cuya máxima es compartir, no sirve en el capitalismo. Sería un desterrado, y yo soy un hombre incapaz de sobrevivir en un estado de ausencia de sentido. Hay lecturas que comprometen para siempre, y ya las hice.

Hasta ahora voy resultando sentencioso. El tono molestará a algunos; mi convicción parecerá otra vez ininteligible.

Un amigo muy querido recuerda una expresión campesina que le molestaba en su infancia. Era un remanente de otra Cuba. Cuando un niño tenía buen apetito comentaban: “merece vivir”. Una frase de raíz cruel, dureza de los tiempos de mis abuelos, cuando era afortunado el que hacía sobrevivir a la mitad de sus hijos. Algunos merecen la vida. ¿Y los otros? No apruebo las analogías a ultranza que hacen emular al país de hoy con el precedente. Han pasado muchos años. Sin embargo, ante el drama del mundo, ¿qué decir? Que todos puedan vivir hoy, y que eso parezca ahora mismo un don universal e inexorable, es una de las consecuencias más elementales de la Revolución. Otras revoluciones hay que ir haciendo sin extraviar los grandes hallazgos, pero solo pueden hacerse desde adentro. Quiero asistir, por eso me quedo.

Falta hablar de mi ciudad. Mi patria, en el sentido griego. Los hombres de la antigüedad usaban el nombre de la polis como apellido y signo de singularidad; como ellos, la llevo conmigo. Otra fortuna mía fue nacer en un sitio con espíritu propio. He idealizado a mi ciudad a causa de su gradual pobreza, y este servicio que le hago de reconstruirla como un enclave mágico nadie más quiere prestárselo. Complace quedarse en el sitio que otros abandonan: lo que fue consustancial a tantos va extraviándose y se torna secreto propio. Una vez dije a mi mamá: ¡todos se están yendo! Me respondió memorablemente: “cuando todos se hayan ido quedaremos nosotros: tu papá, tú y yo”.

Hay una canción de Marta Valdés que contiene la antítesis de la claustrofobia cubana. Dice: “voy a morir sin ver la nieve, pero te miro cuando llueve”. Si un día veo a Marta tendré que pagarle esa canción con un abrazo. Todos los días llueve para mí. Solo necesito hallar a alguien que me secunde y yo pueda mirar con ese estilo definitivo, como suelo enamorarme.

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Foto: Neptuno 878, La Habana. Enero de 2011.

sábado, 20 de agosto de 2011

Qué atiende, dónde sestea…

-Ocupan las aceras. Traen sillones e improvisan una tertulia al atardecer. Sucede en verano. Cuando regrese el frío las calles permanecerán desiertas.

He visto filas de sillas en las aceras en estos días; el centro de la ciudad no se salva de estas salidas. Las casas se vuelcan al camino y a la contemplación del caminante. El calor parece la causa eficiente -Aristóteles no lo desdeñaría-, la humedad de la isla obliga a orear la piel.


Vuelvo a espiar a la vecina. Venerable, ha traído un sillón pequeño. Otros se aproximan a pequeñas reuniones; ella está sola. Atiende a los transeúntes, ensimismada, como si la prisa que llevan fuera ilusoria, otra brisa que viene del sur. Alguien se preguntará qué atiende, en qué praderas sestea su demencia…

Se cree que ocupan las aceras para aliviar la canícula. A mí me parece un disculpa tácita para conciliar. El hábito de ir aprisa se fragmenta. La familia hurga en sí y en el pasado con más vocación que en otras estaciones. La anticuada teoría del trópico que enerva se torna en benéfico reconocimiento familiar.


Multiplicadlos

Compré una cesta de pescado. Hay un animal dorado. La muerte del pez es espléndida, vigilante como una vida remanente y dedicada al reposo escrutador.

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miércoles, 10 de agosto de 2011

Romeo Dionesi, niño prodigio


La luz encandilaba, el público gruñía encadenado a las butacas, pero Romeo era un gallito. No retrocedía. Tenía cinco años y ya había hecho carrera en el teatro. Pronto aprendió que una muerte resuelta y bien articulada hace las delicias de los espectadores simples. La única resurrección ocurre en la escena y puede ser gloriosa si se sabe morir.

Cuando Romeo cantaba el aria de la calumnia de Rossini parecía increpar a cierto enemigo despreciable. La gente se reía de la figura que hacía vestido con sotana y sombrero de teja. Él no entendía que pudieran reír ante palabras tan graves.

En Nueva York se criticó a Mademoiselle Aimée por incluir al pequeño Romeo en los entreactos de sus operetas: ¡no es circo, señorita! La Habana, condescendiente, le obsequió un reloj de oro y un juego de botones de perlas. En México se le compadeció por su trabajo de fantoche. Parecía un títere operático cuando repartía bendiciones en la sotana de don Basilio. Las damas se apiadaron. A todas pareció cruel que un niño tuviese que servir de diversión a los ociosos que frecuentan los teatros para ganarse la vida y mantener a su familia. Los padres de Romeo advirtieron esta compasión y le hicieron actuar en beneficio de los niños pobres, con el pretexto de conseguir que leyesen gratis un periódico para párvulos. El público no les favoreció.

Al llegar a Sagua los Dionesi habían vendido sus perlas habaneras. El signore solo conservaba su violín tramposo. La signora arrastraba un baulito con los trajes operísticos de Romeo. Antes de la función concertaron los versos de siempre. Donde antes dijo granadinas, limeñas, cariocas y porteñas, el gallito insertaría otro apelativo:

Dice el mundo, sagüeras,
que á los hombres volvéis locos;
niño soy y ya me gustan
las niñas de vuestros ojos.
Para cantaros ¡oh bellas!
mis años son poca cosa,
mas si llego á veinticinco
ya les cantaré otras coplas.

Aquella noche todos acudieron al teatro para averiguar si de veras cantaba óperas el niño que había desembarcado con sus padres, un par de bohemios italianos. El signore Pietro Dionesi aburría con su violín mediocre al principio del concierto. Florentina Morini, su mujer, pellizcaba las cuerdas de una guitarra robusta. Romeo, con traje de aldeano, cantó luego la famosa romanza de Martha, de von Flotow. Los concurrentes advirtieron que se trataba de un gallito.

Al principio de uno de aquellos desvaídos espectáculos se presentó un adolescente ante el matrimonio Dionesi. Se confesó flautista, como si revelara un pecado; era tímido. Vino empujado por su maestro, un severo catalán. Una vez, de niño, había ejecutado en público unas variaciones sobre una pieza de Donizetti. Pietro reparó en su juventud y apenas sin interrogarlo le hizo salir a la escena. Su interpretación fue portentosa. A Romeo lo recibían con risas, era una atracción menor, propia de auditorios pueblerinos, pero este joven parecía capaz de conmocionar a los diletantes más exquisitos de Europa. El signore calculó. He aquí un diamante malogrado. A la salida del teatro se hizo conducir a la casa del joven y adoptó una estudiada bonhomía, un candor de desinteresado bienhechor. Ofreció costearle estudios en Europa. Aseguró que se portaría como un padre y ante aquella gente de maneras sencillas enfatizó que semejante talento no debería malograrse. Pietro los subestimó. El progenitor del genio desconfió de la cortesía del italiano. También era músico y jamás expuso a su vástago –niño prodigio en su hora- al cruel examen de los públicos. Ninguna maña lo persuadió. Ramón Solís fue enviado al Real Conservatorio de Madrid gracias a los donativos de sus parientes y admiradores y se convirtió en uno de los flautistas más celebrados del mundo. Fue una presa arrancada a los insaciables Dionesi, que se marcharon a mostrar a Romeo ante los ingenuos de otras comarcas. El encanto del niño se agotaba; lo efímero de su éxito obligaba a trashumar.

Antonino Fabre, el gran pedagogo sagüero, creyó que Romeo Dionesi creció hasta convertirse en “uno de los primeros divos de Italia”. El antiguo prodigio jamás alcanzó tal notoriedad. Su voz se estropeó, como sucede con tanto genio precoz. De regreso a su patria se inscribió en el conservatorio de Nápoles y allí le instruyeron como compositor. Gustaba de urdir partituras de complejidad matemática: fugas y contrapuntos, que no emocionaban. También compuso una opereta de capa y espada titulada D’Artagnan. Era la reminiscencia de su niñez malograda.

Algunos años después se le vio por la antigua ruta de sus padres, acompañando a su hermana, la virtuosa violinista Giulietta Dionesi. La niña tenía diez años y se le destinó el mismo oficio de prodigio diminuto. Entonces se decía que Romeo, mentor de la pequeña, era un compositor promisorio. Casi nadie recordaba al infante que cantaba arias de ópera y esgrimía una espada de atrezzo. Los padres vivían en Livorno, desde allí gobernaban la voluntad de sus vástagos y les hacían fatigarse para pagar el alquiler de una villa frente al mar de Liguria.

Un periódico francés se refería, en las postrimerías del siglo, al intento de suicidio de un músico que se apellidaba Dionesi en un pueblo intrincado de Brasil, cerca de la frontera uruguaya. Si era Romeo y sobrevivió, no hay más noticias. No se ha confirmado que repitiese la tentativa. Acaso ahí acabó su carrera de gallito amargo que articuló con resolución las últimas palabras, para que enmudeciera la muchedumbre de simples que esa noche no acudió a presenciar su resurrección.

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Viñetas: Las cruzadas, Gustavo Doré.