viernes, 31 de octubre de 2008

Samhain


Un hechizo donde se infiere lo que sigue pareciendo impronunciable: la revelación enterrada en el yermo sagrado de mis sueños, donde duerme el basilisco que cierta vez me caló el pecho; cuando tú no habías llegado yo lo vislumbré y dejé de ser la carne soñada por ese miedo a veces dubitativo de la brevedad, Samhain.
Ahora dime, cómo se me permite ir a la cama de Maya, tal si pareciese ínfima esta ceguera matinal de las aldeas muy endebles, de los amores mínimos, de la escasa paz que velan mis oscuridades angostas…
Samhain, he aquí mi hechizo:
Si vengo de blanco también sea por los muertos, por la intemperie de la vida nictálope, por el secreto de la Muerte que me clava las manos y sella mi lengua hasta la próxima luna.
Y si enciendo un candil, sea por ayudarme a mirar la Noche.
Y si lo apago, sea por quedarme a solas con él.
Donde yo sea lo oscuro imposible de tornar a la mañana de las muchedumbres nunca.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Últimas calesas de Las Villas

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Se construían estos coches según sendos modelos de aristocrática denominación: Milord y Duquesa. Como signo indiscutible de buen tono fue considerada la posesión de los nuevos carruajes en la segunda mitad del siglo XIX. Las primeras calesas debieron importarse de Europa; al menos de allá vinieron los pioneros constructores. El vehículo típico de las Antillas había sido hasta entonces la volanta, con dos inmensas ruedas que hacían estremecer el empedrado. Mucha gracia causaron a Fanny Erskine Inglis, marquesa Calderón de la Barca, que conoció la comodidad criolla en aquellos asientos de 1839:

(…) el volante es un vehículo muy chistoso, que por detrás parece un insecto negro con altos hombros y cuyo postillón es un negrito montado en un caballo o mula, con un enorme par de botas y uniforme de fantasía.

¿Hubo volantas en Sagua la Grande? Consta que sí: Alcover las menciona algunas veces en su voluminosa crónica de episodios decimonónicos. Sin embargo, fueron sus sucesores de cuatro ruedas, capota plegadiza, asiento inferior para la servidumbre y silla para el conductor, los destinados a trascender durante mucho más de un siglo con rango de símbolo para la Villa del Undoso.

Las grandes ciudades cubanas de las postrimerías del último siglo colonial adoptaron estas calesas para el uso privado de las familias opulentas y para el transporte público de alquiler. Más pesados en Cárdenas, algo ligeros en las comarcas centrales, de ortodoxo diseño los bayameses, hubo coches en las principales urbes; los directorios comerciales de la época demuestran cómo cada una poseyó sus propias fábricas de carruajes. Hasta el advenimiento del siglo XX se prolongó la predilección por las bestias de tiro. Los modelos ni siquiera fueron alterados a causa de la abolición de la esclavitud; siguió usándose el asiento pequeño a espaldas del cochero; las ciudades viejas siguieron aferradas a sus añejos carruajes por unas décadas todavía.

En Sagua la Grande sobreviven, con la misma popularidad de antaño, los últimos coches de Las Villas. Más de un centenar transita todos los días por las mismas calles de su florecimiento. ¿Qué pasó en Remedios, Santa Clara, Cienfuegos, Trinidad y Sancti Spiritus? ¿Por qué los románticos vehículos fueron confinados al dominio de las reliquias? Un misterio. Esas ciudades usan hoy mismo carretones rústicos: en Cienfuegos, pequeños e incómodos, con llantas de cementerio de automóviles; los coches de Santa Clara son carretas de largos bancos donde se miran las caras hasta diez personas; un pobre caballo sólo la conduce a causa de los azotes… ¿Quién recuerda la última calesa de Santa Clara? Iba muy decorada, pobre extinta, destinada a alquiler de ridículas fiestas.

¿Y los coches de Sagua? ¿Por qué esta ciudad, que inauguró su primer servicio de ómnibus urbanos en 1947, sigue aferrada a los últimos coches coloniales legítimos de Las Villas? Es otro misterio cuya razón poética tal vez ya aparezca enunciada en una crónica de Jorge Mañach (Sagua la Grande, 1898-Puerto Rico, 1961) escrita durante la visita que hiciera el escritor a su villa natal en 1923:

Gracias a Dios estamos aquí libres de los bocinazos capitalinos; el ford es rara avis; apenas hay sino estos viejos vehículos, de hules y correajes que el sol ha vuelto pardos; cocheros de arbitrario indumento; timbres inefablemente discretos, íntimos, como los píos de los gorriones tras la lluvia.

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sábado, 25 de octubre de 2008

Un caballero del siglo diez y nueve



He tratado desde hace años a un bibliómano auténtico. Roberto H. no cejó hasta devenir bibliotecario en las barbas del Manco. Hay una efigie en el vestíbulo de la biblioteca municipal, un busto donde –oh crueldad de turcos- pareciera que rebanaron en Lepanto ambos brazos a Miguel de Cervantes.

El empeño de la vocación ha investido de peregrina solemnidad el cómico trote de Roberto H. Mi amigo encubre la torpeza con ceremoniosos pasos entre los frágiles anaqueles: un gordo en el laberinto de la biblioteca es otro elefante inmóvil al centro de la cristalería: un codazo basta para echar por tierra –literalmente al polvo de los mosaicos- la labor secular de otro Apolonio de Rodas. Cuando Roberto H. se abre paso esforzadamente sobre una nube de polillas, el lector experimenta de antemano la fatiga posterior a la lectura de un volumen muy grueso.

Este recinto que describo, de arquitectura finita, nada envidia a la biblioteca borgeana de los hexágonos superpuestos. Nuestra biblioteca fue confinada a un almacén en los bajos del edificio Beguiristaín, mole ecléctica del año 1926. Las columnas que sostienen los pisos de arriba se suceden en sucesivos tramos y confieren al salón cierto aire de infinitud.

Roberto H. cifra en la acumulación su eternidad: “El capital” marxista junto al “Doctor Zhivago” de Borís Pasternak, Maquiavelo y Dante, una reliquia clerical de Matilde Troncoso de Oíz, Osvaldo Spengler y el “Mein kampf”… El bibliómano no hace distinciones de índole estilística ni estética: aspira a la totalidad. Una vez, enterado de mi reciente adquisición de un tomo de poesía de Lezama, vino a canjearme otro ejemplar de la misma edición por una presunta colección lezamiana que, sencillamente, no existe. Me atribuía la posesión de un libro imaginario: Roberto H. padece delirios bibliográficos, que ya es el colmo en la paranoia de un bibliotecario, y es mal que no tiene remedio fuera de la ficción como bien lo supo Jorge Luis Borges.



La mujer

El libro más antiguo de mi colección es un curioso tratado sobre la condición femenina escrito a sus veinticuatro años por Adolfo Llanos Alcaraz (Cartagena, España, 1841-México?, ¿?), literato petimetre con vocación de psicólogo: “La mujer en el siglo diez y nueve. Hojas de un libro”, cuya tercera edición fue impresa en México por el autor en el año de 1876.

Adquirí esta rareza en los anaqueles de una vecina afanosa por aligerar de polvo sus libreros. Acuciada por una súbita neurosis depurativa, la señora decidió vender primero la biblioteca de su abuela, convencida de que un día corresponderá a otro heredero subastar la suya propia, mucho menos valiosa. El libro me costó cinco pesos. También compré libros españoles y franceses de las postrimerías del siglo XIX: una volumen muy lujoso –la cubierta art nouveau- de “La perfecta casada” de fray Luis de León; “Atala” y “René”, manifiestos de exótico romanticismo del vizconde de Chateaubriand; las poesías de Omar Khayyam, encuadernadas con bordes dorados por una casa de Barcelona; la única edición que hiciera Sol Doré, misteriosa escritora sagüera, de su traducción de “La mare au diable”, novela de George Sand, publicada por la tipografía habanera de “Los Niños Huérfanos” en 1891…

La obra de Llanos pretende pasar por ingeniosa e ilustrativa, se vale de anécdotas y filosofías de salón; dice estar dedicada a las mujeres, como si ellas inevitablemente necesitasen el concurso masculino para explorarse a sí mismas. En cuanto al estilo, Llanos puede ser llanísimo, sobre todo cuando escribe sentencias; he aquí una perla:

Muchas son las causas de los malos desposorios. La principal de ellas consiste en el flujo de casarse, sea como sea, en la hambre de marido que es la gran desgracia de la mujer.

(…)

Vosotras, jóvenes lectoras, que os horrorizais á la sola idea de quedar solteras; vosotras que temblais ante la posibilidad de semejante ignominia, tened presente que casi todas las que se casan á la fuerza por no sufrir ese bochorno, suelen tener en lo sucesivo muchos motivos para avergonzarse.

Reflexionad; reflexionad con calma sobre ese paso que es el saldo de Léucades de vuestra felicidad. Pero no reflexioneis con el raciocinio arrebatado del corazón, sino con el frío y tranquilo de la cabeza. (…)

Sin embargo, sobre las solteras añejas dice en otra parte:

He aquí lo que propiamente puede llamarse un mal engendro. Aborto de la naturaleza. Capricho de Lucifer. La polilla más grande la sociedad. La cócora más encocoradora de todas las cócoras conocidas.

(…)

Doña Robustiana es una doncellita de cuarenta y ocho abriles, que ha tenido la desventura de quedarse para vestir imágenes. Pero quien la escuche sabrá que la han sobrado proporciones, faltándole sólo la voluntad.

Además, si la ve mirando al suelo, oir media docena de misas los días de fiesta, y no salir de a iglesia en los de trabajo, cualquiera creerá que doña Robustiana es una santa mujer.

No obstante, si profundizamos un poco en el carácter de esa digna señora, y vemos que ha quedado célibe por falta de quien la quiera, que mira al suelo por si encuentra algo, y que va a los templos para observar, y oye misas por distracción, todos convendrán que esa mujer no tiene nada de santa.

Todas las mujeres se deleitan en averiguar y en hacer crítica de las averiguaciones; pero en la solterona ese deleite es flujo continuo. Para ella no hay misterio que no oculte una falta, reputación que no sea ambigua, ni honra que carezca de punto vulnerable. (…) Aborrece á los hombres porque ninguno la ha querido. Aborrece á las mujeres porque son sus semejantes. Se burla de las feas. Envidia á las hermosas. (…)

Yo creo que existen brujas desde que he visto solteronas.

(…)

¿No quereis que sea mujer? Enhorabuena. Será un sátiro. Un centauro. Una alimaña. Cualquier cosa.

Y punto final, para alivio de la escarnecida mujer del siglo diez y nueve. A dormir otra vez el sueño de aquella centuria, Adolfo Llanos y Alcaraz, gentleman.


El caballero

Antes de cerrar el libro durante otro siglo, he copiado el retrato del caballero decimónico que atribuye Llanos a las aspiraciones de las damas de entonces. Porque me concierne directamente he vuelto al texto, irónicos los dedos sobre cada línea… ¿Soy un caballero en la opinión de mi siglo? He querido serlo: soy un caballero; pero, ¿lo soy según los códigos de esta época?

Releo a Adolfo Llanos:

¿Y qué es un caballero?

Un compuesto de partes distintas y heterogéneas, que constituyen un todo homogéneo y compacto.

Esto es: un sombrero de Aimable: una camisa de Dubost: una corbata de Clement: un chaleco, un frac y un pantalón de Bodé: unas botas de Reinaldo: y unos guantes de Lafin:

Esto es: 100 reales + 140 + 50 + 800 + 120 + 30 = 1240 rs.

Esto es: 1240 reales = un caballero del siglo XIX.

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martes, 21 de octubre de 2008

La chismosa de balcón ruinoso





Anda apostada en su atalaya, acechándote. Tras la persiana mira, camuflada en la atmósfera claroscura de las historias que no son suyas, pero acaban perteneciéndole. No es un personaje de carne; es un arquetipo: la chismosa perfecta, astuta y locuaz; una especie inmortal de todos los tiempos…

Cuando Chicha pelea con la nieta, una chica común y díscola, sube la voz hasta el aposento de la chismosa de balcón; cuando M. recibe a hurtadillas a un muchacho demasiado apuesto, también lo saben arriba y ya lo comentará la señora de marras, francotiradora con ojos de halcón, ave de rapiña en el antepecho ruinoso. Dirá que M. tiene muy buen gusto.

La chismosa por excelencia siempre es una profesional en su oficio; el chisme amateur, ocasional, no tiene mucho eco para ella: apenas será un desliz del discurso, aderezo leve para su infinita capacidad de urdir y relacionar; tampoco se caracteriza por una predilección temática: a la chismosa todo le sirve, nada le sobra. La chismosa es una artista: no hay materia que se le resista.

¿Es la habladuría de esquina un fenómeno exclusivo de las aldeas? Esto no es una de mis frecuentes interrogaciones retóricas, sino una pregunta muy científica, apropiada para encabezar una investigación seria. Los pequeños pueblos han sido confinados al estereotipo de figurar como la única patria de las chismosas heroicas de todas las épocas.

Esto que escribo, a pesar del tono crítico de ciertos pasajes, es una vindicación de la chismosa. Ay del barrio que no tenga la suya, cordial y bien compuesta, madrugadora y vespertina, carcomida como las tejas lloviznadas por un torrente de palabras bien liadas…

La chismosa es una creadora que exige mucho a sí misma: donde no hay certezas, suple con conjeturas. Si se le ocurriese escribir novelas, podría emular ventajosamente con la fama de algunos escritores que yo conozco. La chismosa distorsiona, baraja situaciones, las comunica; en fin, hace literatura.

La chismosa maneja archivos, expedientes, esquelas olvidadas, papeles que arrastra el viento, palabras que nunca salieron a la luz. Conoce los métodos historiográficos y los usa en beneficio de la ficción. ¿Qué fue Madame de Sevigné sino una chismosa muy estilizada?

Otro portento de la chismosa es la ubicuidad: está en la acera, en la oficina, en la bodega, en el portal de enfrente, en todos los parques. Es una gran humanista empapada en la vocación de Erasmo: nada como el hombre para solaz del hombre. La chismosa ejerce una filosofía propia que nunca es nihilista, si acaso filantrópica. Ama la gente, ama las rarezas y las aficiones cotidianas.

La chismosa, salvo que esté ocupada por esta vez en recomponer la historia clínica de alguien, es alegre, muy histriónica: da gusto tratarla. Es capaz de elaborar increíbles síntesis, selladas con la fórmula solemne: “no digas que te lo he dicho yo”.

Conservo una galería de chismosas entrañables, pero ahora sólo me ocuparé de Z., la que lleva el cetro de su estirpe en mi calle. Hoy la veo desde mi ventana. Se ocupa de escudriñar una conversación. La puerta entreabierta de la familia R. deja escapar un murmullo que la música de los vecinos inmediatos torna aún más nebuloso. Z. se esfuerza. Lleva décadas entrenando el oído. Ah, je ris de me voir. Me acompaña Gounod. Experimento cierto gozo en hacerle contraespionaje a Z.

Eh, Z. psss… -la chismosa me descubre y no sabe disimular la perplejidad.

Hago un gesto cómplice: un guiño, un ademán oblicuo hacia el territorio donde se originan las voces…

-¿Cómo anda, Z.?

Ella sonríe. Comprende mi insinuación. Vislumbra un cliente. Se regocija. Que me verá luego parece decir. Para disimular, asume un tono fatigado y calcula un recurso para que todos conozcan su inocencia: habla del sol, de la lluvia en ciernes, de la mala salud… Se santigua. Bajo sus pies crujen las vigas de un balcón ruinoso.


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viernes, 17 de octubre de 2008

Bajo los puentes de otro siglo…



Bajo los puentes de otro siglo corren aguas pútridas. El Leteo convida a olvidar cada letargo soportado por estos sillares. Al atardecer he venido a mirarme bajo los arcos, a ver cómo las aguas oscuras llevan nuestra impureza a los confines del mundo. Quiero olvidarme de ti, y cruzar el puentecillo desde la comarca a tientas explorada hacia el poniente; quiero olvidar el rostro de la gente sobre los puentes, los absortos transeúntes, la vieja letárgica, las manos asidas a la baranda rota, ese gesto conmovedor de sobreviviente que –según dicen- tan bien me sienta…

Señora –una mujer, tras la verja, barre el hollín de un pequeño atrio-, ¿podemos bajar al patio?

Un seto de bambúes no deja ver el río; más allá se pierden las aguas en una línea sinuosa y verde; aguas negras. A mirar los arcos del puente hemos venido. ¿Qué tienen de singular esos pilares húmedos? Pero ella consiente.


desde la comarca a tientas explorada

Isla Verde es ninguna parte, un sitio que no existe; ni siquiera es una verdadera isla: lengua de tierra ceñida por el río, es el abrazo de un meandro. Para llegar hasta ahí levantaron un puente. Sucedió. ¿En 1823?

En la Historia de la villa de Sagua la Grande… de Alcover, no aparece más sobre el puentecillo de Isla Verde. Sólo que fue la primera obra pública. Con el tiempo, la ciudad desbordó sus ejidos, e Isla Verde quedó al centro, semejante al principio, abandonada. Nadie recuerda que aquí estuvo la casa fundacional donde celebraron misa por primera vez en 1796. El puentecillo conduce a ningún sitio: es camino de muerte que acaba frente a las aguas. Nadie lo transita; no tiene pretiles. Es un puente maldito que resiste con esa terquedad propia de las reliquias negadas a desmoronarse bajo el peso de las lianas.

Leteo convida a olvidar

Eso me ha dicho alguien: “Leteo convida a olvidar”. He pensado en lo conveniente: Leteo es un lenitivo para los despojados de la heredad, los enemigos de Mnemosyne.
El pasado es el dominio irreductible de la ficción.

Por otra parte, hay indicios que me torturan, me niegan el alivio de las aguas escanciadas por mi propia mano. La memoria es el aljibe de los siglos, donde se vierten todas las aguas; en el fondo, como polvo asentado, hay reminiscencias que han sido llamadas “intrahistóricas” por Miguel de Unamuno.

Dame de las aguas negras, para olvidarme de ti, Leteo. Para olvidarme de olvidar.

Hay indicios: en los hierros del puente, una cifra.


los absortos transeúntes

Para ir de puente a puente basta con tomar una calle: Colón, la calle de mi casa. Vivo entre dos puentes, uno de ellos sepultado bajo el pavimento: el de Isabel II; otro, eterno de ciento cincuenta años sobrevividos, es el puente del Príncipe Alfonso. Fue concluido en 1859. Al advenir la República limaron el recuerdo de Alfonso XII de la poderosa herrería; se le conoció a partir de entonces como puente de La Concordia.

Hay varios kilómetros de un puente al otro. Más allá estaba la Alameda de Cocosolo, un extinto paseo de la villa colonial. Ayer recorrí todo el camino paralelo al río.

Unos muchachos pescaban en el Undoso, donde los árboles son catedrales de hojas, según la exacta definición de José Lezama Lima.

Hasta la vecindad del puente del Príncipe Alfonso pueden verse las casas neoclásicas de pesados guardapolvos y rejas fundidas con arte. Mi calle parece infinita de puente a puente, delimitada por las aguas, entre un acto deliberado de olvido y un olvido tácito.

¿Pican los peces? ¿Hay filo en los anzuelos, carnada apetecible? ¿Es que somos buena carnada para el pez?

Un niño desconocido me pide que lo fotografíe en una de las esquinas de mi propia calle, bien lejos de mi casa: mi calle es infinita. Yo acepto. El niño sonríe, descalzo. Detrás, las rocas en un muro me sugieren que podríamos, si fuésemos lo bastante nostálgicos, venerar nuestro propio Muro de las Lamentaciones.

Seguimos: Adrián viene conmigo; él prepara un texto sobre los puentes y se ha encomendado a mí para las fotos. Ninguno de los dos imagina que yo también terminaré escribiendo sobre los puentes encima del Leteo.

ese gesto conmovedor de sobreviviente

Unos viejos me escudriñan; un perro posa despreocupado a pesar de mi contrariedad. Sobre el puente de La Concordia pienso en el cataclismo que acaecería si se quebrasen estos arcos: sólo el puente permanece: ambas mitades de la ciudad se hunden en el Leteo. Quiero suponer -proclamar- que el arco es firme, que los sillares me soportan a mí, a los viejos, a la jauría de animales en vilo sobre las aguas negras de nuestra impureza.

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domingo, 12 de octubre de 2008

La pequeña mujer más triste del mundo






Podía viajar en una maleta, ir de compras dentro la cesta, escalar sólo arbolitos navideños, vivir en la casa de las muñecas: Lucía Zárate era la mujer más pequeña del mundo. Nada mínimo estuvo vedado a su dimensión de apenas cincuenta centímetros, pero le encomendaron una grande hazaña: salir de los bolsillos de su madre a los escenarios donde se triunfa a costa de cualquier expediente, donde la misma dignidad es mero recurso escénico, donde una enana triste es la muñeca que baila para el zar de Rusia, y en una aldea miserable de una isla remota irán a verla, con sus trajes domingueros, los gigantes implacables.

Así lo anunciaron los voceadores de periódicos:

-¡Desde Liliput, Lucía Zárate!
-¡Véala hoy en el teatro de Lazcano!
-¡En el coliseo de la calle Oriente, una enana!
-¡Lucía Zárate, del circo Barnum, esta noche vea a la mujer más pequeña del mundo!

Era el 2 de mayo de 1880. Ese día salió al proscenio, luego de una larga travesía de amarguras, Lucía Zárate, la mujercita de medio metro y cinco libras de cuerpo, la benjamina de toda la humanidad ínfima, ilustre huésped de la Villa de Sagua la Grande.

De los periódicos

La Srita. Lucía Zárate, la persona más pequeña y de menos peso del mundo, nació en San Carlos, pueblecillo á 6 leguas al norte de Veracruz (México) á 2 de Enero de 1864.

A su nacimiento medía 7 pulgadas, ningún hombre de ciencia la juzgó viable. Sin embargo, vivió y creció hasta la edad de ocho años, desde cuya fecha permanece en el estado actual. Es de un génio apacible: alegre y risueña siempre, gusta mucho de los niños, de los juguetes y de la música.

Jamás ha estado enferma, y ni aún el cambio de la adolescencia a la edad núbil, le originó malestar alguno. Sus padres son bien proporcionados y robustos, pesando respectivamente 180 y 160 libras.

En cuantas ciudades ha recorrido en los Estados Unidos y Méjico, se ha declarado no existir en el mundo ningún ser humano que sea más pequeño que ella, ni que aún siendo mayor esté mejor proporcionado.

¡Es lo que puede llamarse una verdadera maravilla![1]

La carrera de la estrella

A Lucía se le murió Miguel -el hermano- muy jovencito. En muchos años no podría mirarle la cara a nadie de su tamaño. A sus padres ocasionó abundantes quebraderos de cabeza. Que sobreviviese a la infancia, tan minúscula, fue un verdadero milagro. Ninguna pitonisa de su pueblo fue consultada sobre el destino de Lucía: la enana de los Zárate vivía de préstamo. ¿Quién habría de suponer, siquiera en un delirio, que se convertiría en la estrella circense mejor pagada de los Estados Unidos?

Fue la sagacidad política el detonante de la carrera de Lucía. Teodoro Dehesa, futuro gobernador de Veracruz, no cabía en el gozo del hallazgo.

-Llévenla a México –sentenció-, será famosa.

Es que Lucía Zárate, aunque nadie se lo hubiese declarado todavía, era una gloria nacional. El respetable Porfirio, que no perdía el tiempo en frivolidades, la recibió en el despacho presidencial; la hizo sentar a la mesa de palacio; mejor dicho –vale la pena dejarlo claro-, la sentó sobre la mesa y le obsequió su conversación de hombre de mundo. Lucía asentía; callaba; le costaba mucho sonreír. No lo aprendería en muchos años de estrellato circense la estrella más pequeña del mundo.

Fue un americano el que la llevó a la Feria del Centenario, en Filadelfia. Los Estados Unidos cumplían un siglo, y entre tanta euforia de máquinas y vanidades técnicas se presentaba, en su desconcertado mutismo, Lucía Zárate. Pronto se acostumbraría a ser escrutada. Cuatro años después ingresaría en el circo de Barnum.

Las fotos de la tristeza

Tomasa, la madre, tiene cara de villana. Dios la perdone: dicen que se resistió a aprobar que su hija fuese saltimbanqui de los circos yanquis. Injusto no querría parecer, pero muy bien aprovecharon estos Zárate de talla normal y buenos lomos los dineros de la enana de la casa. Un rancho en Chihuahua y otro en Veracruz. Buen saldo.

En ninguna de las fotos conocidas Lucía sonríe. Ni siquiera cuando aparece junto al General Mite. Fue una mujer triste. La propaganda la describía como una muñequita alegre. Entiendo que nadie iría nunca al teatro para ver una miniatura que se enjuga lágrimas imperceptibles, sollozando a la intemperie como una gatita desolada.

El espectáculo parecía sencillo, improvisado. Pero de seguro fue una gran actriz la pequeña Lucía Zárate. Fingirse alegre es un mérito exclusivo de los tristes. La felicidad no genera filosofías ni produce grandes artistas.

Reality show de Lucía Zárate

En aquel circo no hubo espectáculo más sobrio que este de Lucía Zárate. El gran embustero que fue P. T. Barnum –el ingenioso “creador” de la enfermera sesquicentenaria de George Washington y de la sirena de Fiji- no tuvo que mover demasiada tramoya para garantizar público a Lucía. La enana se bastaba a sí misma. Aparecía en una salita, haciendo vida hogareña con el General Mite. Otras veces, por lo grotesco del contraste, salía a la escena junto a Chang, un chino de dos metros y ademanes torpes.

Lucía, aparentemente, no interpretaba más que a la misma Lucía. Y esto es cierto: representaba a Lucía como si ésta fuese cualquier hija de vecino con apetecibles pantorrillas. En esta naturalidad –desnaturalizada- residía el éxito del reality show de Lucía Zárate.

El General Mite

Un enano de 22 pulgadas. Le atribuyen un amorío con Lucía Zárate. Fue su único partenaire simétrico. Había armonía física entre ellos. En lo del romance, sin embargo, hay mucho de mito y más de propaganda circense a la manera festinada de un Míster Barnum.

El General Mite fue desbancado de su primacía absoluta en el circo de pigmeos a raíz de la aparición de Lucía, por 1876. Compartió la escena con ella, pero nunca recuperó la condición de mimado que antes ostentaba. La gloria se la mereció Lucía. Tal vez el General Mite nunca se lo perdonó.

Por otra parte, Lucía, aunque diminuta, era una mujer entera. ¿A qué amar un enano si por todos lados había hombres? Suena monstruoso, pero el amor casi siempre descarta a los homólogos.

Sagua se regocija por Lucía



Era domingo. El día anterior desembarcó la Compañía Liliputiense de Ópera. No viajaban tan ligero como pudiera pensarse por las dimensiones del personal: Lucía venía con sus padres, alguno de sus hermanos, su asistente, unas cajas de comida tolerable para su frágil constitución, baulitos de ropas, joyas mínimas.

Don Manuel González Osma, el alcalde de turno, recibió a Lucía y a sus parientes en la casa consistorial. Fueron preparadas las mejores habitaciones del hotel Telégrafo. Sagua se regocijó con la visita de la mujer más pequeña del mundo. Lucía, que ya empezaba a acostumbrarse a la curiosidad ajena, permaneció inconmovible, siempre perpleja. En el teatro “Lazcano” tuvo su apoteosis la noche del domingo 2 de mayo de 1880: cientos de personas pugnaban por entrar. Rebosaron de oro las maletas de Barnum, algo correspondió también a la familia Zárate. Pensaron en grande, otra vez: ese mismo año se llevaron la pequeña a Europa.

Luego llegaron hasta aquí los ecos de la triunfante gira: la reina Victoria recibió a Lucía ante una escalerilla, para no violentar el ceremonial cortesano; anduvo la liliputiense por Francia e Italia; en Rusia, hizo palmotear al zar. Pasaron diez años. La novela se incrementó: hubo intentos de secuestro, viajes fatigosos por ciudades remotas. Nunca volvió a Sagua. Un día se supo -la prensa sensacional de siempre- que había muerto por accidente, en un tren varado en medio de la nieve, la mujer más pequeña del mundo. Casi nadie recordaba su nombre de pila, ni su apellido. Los memoriosos acaso reconstruyeron la silueta de una enana de nariz grande, con los ojos bien abiertos, tristes.

Lucía Zárate murió de hipotermia el 28 de enero de 1890; muy frío se le palpó el corazón bajo la muselina del traje. Hoy se sabe que los anuncios mentían, no jugaba con nadie, ni experimentó un amor verdadero por el otro pigmeo, Mite. Se sabe que vivía apretada en aquel cuerpo, que no le cabía la tristeza en ese cuerpo pequeño a la mujer más triste del mundo.

[1] Antonio Miguel Alcover y Beltrán: Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción, Imprentas Unidas de La Historia y El Correo Español, Sagua la Grande, 1905, p. 313.

Manos del artífice













domingo, 5 de octubre de 2008

El palacio de Arenas Armiñán: ¿otra historia de amor?

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Carmen se llama el fantasma, como la heroína irreductible de Merimée. La buscábamos por los balcones; creímos verla de codos en el antepecho de la torre; veníamos a mirar por el hueco de la luceta; gritábamos su nombre, lo escuchábamos retumbar en las estancias vacías; esperábamos la respuesta de la eterna cautiva; en vano esperábamos. En la oscuridad del palacio la voz se pierde como en un pozo: el secreto es insondable.

Por ahí pasábamos todos los días hacia la escuela. Hablo de sucesos que ocurrieron por 1995, en otro siglo. Surina M., una chica del vecindario, insistía en probarme su condición de iniciada en los secretos de los Arenas Armiñán; decía tener un plano del edificio; aseguraba que eran de oro macizo los aguamaniles; mentía con una veracidad en las maneras que todavía me seduce. Por esa época se habló de un desesperado robo: Marilyn, un famoso andrógino, auxiliada por dos camaradas, tal vez amantes suyos, había escalado uno de los balcones para llevarse los brillantes de doña Mercedes Arenas, la sobreviviente de la familia que todavía habitaba el palacio en un ademán postrero de eternidad. Mercedes agonizaba en su cama con baldaquino y dosel. Se habló de la restitución de las joyas, al parecer muy escasas, despojos de la añeja opulencia. Llegó a comentarse que la capitana de los ladrones ni siquiera aspiraba a revenderlas, sólo había querido poseerlas para su privado lucimiento. Muchos años después corroboré parte de la historia. Me lo contó Ñico el anticuario, heredero de los baúles naufragados; me mostró las gemas: desmontadas de su engarce y agrietadas, parecían el remanente maltrecho de una casta sin esperanza.

El palacio de Arenas Armiñán fue concluido en 1918. En el frontón ostenta la fecha. Han transcurrido noventa años. A la firma del Tratado de Versalles con la vencida Alemania del káiser Guillermo -Europa entera devastada-, Cuba conoció una inaudita prosperidad: el azúcar se pagó a precio de diamantes, la burguesía edificó mansiones eclécticas, se pusieron de moda el exotismo y las ojivas moriscas. Este es el trasfondo, lo que los historiadores saben, pero como todo palacio que respete tal condición, el de Arenas debe tener una legendaria génesis.

Fantina es la última que podría contarme. Nonagenaria, poliomielítica, con pátina de esfinge, es la única del vecindario que trató a los Arenas antes de 1930: tan vieja como el palacio mismo, muy desconfiada, me recibe detrás de un postigo colonial. Recuerdo a Fidelina Hernández Morilla, prima de mi abuela, por añadidura letrada y memoriosa: una vez me contó sobre las arenas que hicieran traer desde Arabia para el alcázar moro, sobre la probable ruina de la familia antes de la conclusión de las obras. Por ahí empiezo mi indagación. Fantina, al principio muy escueta, se dulcifica…

-Ellos pudieron concluir la casa sin que les faltara un céntimo -me asegura. Valentín Arenas negociaba con azúcar y era accionista de la banca. El hijo, nombrado Valentín, lo mismo que el padre, fundó en esta ciudad la Asociación de Caballeros Católicos de Cuba.

Entonces eran una familia católica. Fantina asiente: más que eso, fueron pilares de la Iglesia; siempre encabezaban el Corpus Christi; las hijas bordaban los estandartes de la procesión. ¿Y el origen del palacio? ¿Católicos empedernidos y aficionados al fasto? ¿Y el despiadado encierro de Carmen Arenas Armiñán? ¿Por qué? No quiero provocar a mi interlocutora; le bastaría un gesto para cerrarme el postigo en las narices. Fantina es disciplicente, agria y ermitaña. Tengo que moderarme, conquistarla. Es la última que trató a los ultramontanos Arenas Armiñán y mañana mismo podría morirse de vieja. Mi estrategia cambia: voy por un atajo: la vida de la propia Fantina. Cualquiera se deja subyugar por la posibilidad de hablar de sí mismo.

-¿Y usted, cuándo fue que vino a vivir aquí?

-En 1922 –la memoria de la vieja es un portento. Mis padres compraron esta casa y nunca he vuelto a salir de aquí –lo dice con alguna amargura-. Todavía llamaban a la calle por su nombre viejo: calle de la Cruz.

No me atrevo a preguntarle más. ¿En qué año nació? Es escabroso, me expongo a su furia: la vieja es coqueta a pesar de su tez apergaminada. Educada en antiguos usos, debe detestar la inconveniencia de que una dama sea interpelada sobre su edad. Voy al grano: los Arenas. Me valgo del personaje más anodino de la familia, doña Florinda, cuyo nombre encontré en una lista de filántropos ocupados en socorrer a los reconcentrados de 1897.

-¿Usted conoció a la señora de Arenas? Florinda, creo, se llamaba –me finjo despistado-. Fantina no vacila.

-Florinda Armiñán de Arenas –suena enfática-, a causa suya don Valentín hizo construir ese palacio.

Excelente dato acaba de revelarse. Semejante a Nabucodonosor, rey de Babilonia, Arenas erigió una extravagancia arquitectónica en honor de su esposa. Imagino un idilio, el romance arrasador culmina en la erección de un palacio. Tal vez Florinda Armiñán no fuese tan corriente como la deduje antes. Quiero saber más, pero no lo hago evidente. Estoy frente al postigo. Pudiera echar una mano por la verja y retener a la esquiva Fantina. Me domino. Pronto viene la vieja a hacerme añicos la intuición del pasado...

-Parece que doña Florinda perdió un bebé, fue un accidente.

Estoy decepcionado, no lo digo en alta voz, pero no esperaba esto. De cualquier manera, cuénteme, Fantina, cómo fue...

-La niña se ahogó, era muy pequeña -la vieja parece lamentarlo todavía, al cabo de un siglo. Don Valentín, para distraer a la señora, quiso regalarle un palacio. Y ahí está...


Lo miro. No fue precisamente la historia de amor que yo había imaginado. El palacio es una sustitución: vino a resarcir con su esplendor el vacío de una pérdida indecible. Florinda, de súbito enloquecida, madre sin objeto, tuvo que conformarse con habitar un palacio de decorados art nouveau con cenefas tan irregulares como su ánimo de aquellos días. Pero sí alentaron estos muros una historia de amor: Carmen, la prisionera, la prófuga nocturna que se descolgó por uno de los balcones; Carmen, tan vituperada, que conoció a Federico García Lorca en estos salones y tal vez le obsequió una pieza cubana en el piano Érard de la sala de estar; Carmita Arenas Armiñán, a quien el pueblo consideraba ninfómana peligrosa para los hombres.

Me atrevo a preguntar.

-Fantina -la vieja, desde su postigo entreabierto, me sonríe-, ¿y Carmen? ¿qué pasó en realidad con Carmen Arenas Armiñán?
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La serenidad es una virtud que no tengo; si lo sabré; por mi culpa, Carmen se difumina, se extingue en la mueca de Fantina. Intento persuadir con toda mi elocuencia, pero es tarde. La vieja, de un portazo, me ha dejado en la acera, de cara al zócalo. La veleta, en la esquina del palacio, está empotrada desde siempre. No sé adónde me conduce el viento. Es mediodía.
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