martes, 28 de mayo de 2013

La familia invisible


Carlos Alejandro y yo somos una familia invisible. El Estado desconoce nuestro vínculo; sus padres y los míos, aunque saben que somos una pareja, nos niegan la condición de familia. A un año y medio de habernos unido, estas enemistades tácitas podrían resultarnos indiferentes, pues la invisibilidad que nos adjudican no consigue debilitar la voluntad de andar juntos. Ante el velo echado sobre los cuerpos y el proyecto de vida en común, la respuesta más elemental sería encogernos de hombros. Una familia, podríamos pensar, se constituye en una entidad tan monolítica que parece por momentos indestructible. Se quebraría desde dentro –continúa el argumento consolador-, pero ninguna influencia externa puede socavarla. Lamentablemente Carlos Alejandro y yo, además de invisibles, también somos una familia agredida. Ante la urgencia del reclamo y la necesidad de discurrir con tino, sin el lastre de la ira, solemos olvidar que la negación de un derecho es una agresión, un gesto beligerante.

A menudo me atormentan contingencias amenazadoras para mi familia. Si Carlos Alejandro enfermara, ¿no tienen sus padres potestad para impedirme al acceso al hospital o a cualquier decisión relacionada con el tratamiento médico?  Si yo muriera, ¿no impedirán mis padres que él acceda a algunos de los bienes que le corresponden?

Hasta aquí he supuesto circunstancias extremas. Mi familia invisible resulta agredida también en la cotidianidad: por besarnos fuimos expulsados hace unos meses del monumento de la Loma del Capiro. Aquí hay niños, ¡vayan a otra parte! –dijo el custodio-. Otras parejas afectuosas no fueron molestadas. Eran las privilegiadas familias que el Estado reconoce y la sociedad alienta.

Mi padre considera que Carlos Alejandro y yo no somos una familia, encarnamos más bien –expresó sin un temblor en la voz- una amenaza para la verdadera familia. Mi madre supuestamente acepta nuestro vínculo como legítimo, pero en la práctica lo asume con menos seriedad que los matrimonios de mis hermanos. Nunca nos convidan a las reuniones hogareñas ni a los paseos familiares, incluso estuvieron a punto de despojarme del derecho a la herencia de mi abuela. Así me han negado el reconocimiento que la mayoría recibe desde la constitución de su familia.

El Estado, históricamente homófobo, no acaba de fijar en las leyes su tímido posicionamiento a favor de los derechos LGBT. Demasiado comprometidos con instituciones estatales, los activistas llevan sus banderas a las calles de algunas ciudades y a los campos deportivos, pero no se atreven a ponerlas ante el parlamento moroso que ignora, y por consiguiente agrede, a nuestras familias. Un derecho demorado, decía el lúcido Martin Luther King, es un derecho negado. Los poderes confían en que toleraremos la tardanza y aguardaremos mejores tiempos para disfrutar de la gracia que quizás nos otorguen. Esperan de nosotros una docilidad incompatible con las tradiciones cubanas.

Por defender, desde este blog, mi derecho a formar una familia, he tenido que soportar la suspicacia de burócratas políticos y periodísticos. Sutiles amenazas de ostracismo me llegan cada vez que reincido en la defensa de mi familia y mis derechos. Han ocasionado, sin querer, el efecto contraproducente: cada reflexión sobre el tema adquiere, sin proponérmelo, el tono de una acusación. La gente que no me  perdona esta resistencia es incapaz de encararme y discutir conmigo la pertinencia de mi reclamo. Son contrarrevolucionarios en el sentido neto del término: no admiten, en lo que perjudica a los poderes, que alguien arguya y denuncie, siquiera sea con el universal derecho de defender a su familia de la invisibilidad.

Estuve hace unos meses en Ecuador. Un amigo me convidó a un coloquio acerca de la despenalización de la homosexualidad en ese país, hoy mismo favorecido por su pueblo con una de las constituciones más avanzadas de América Latina. Eché de menos que instituciones como el CENESEX, historiadores y activistas LGBT cubanos no sólo hayan eludido cualquier investigación seria sobre las UMAP, sino que tampoco hayan convocado ningún debate público para examinar la trayectoria de la homofobia de Estado en Cuba. Diseñar eficazmente la campaña por los derechos civiles de las minorías sexuales obliga a conocer cómo ha evolucionado la represión y qué mecanismos permitieron la derogación de la penalización. Sorprende que nadie se interese por historiar esas batallas. A la fiscal que me acompañó en un reciente programa radial sonaba mal que yo hablara del tema. Penalizar es un término demasiado fuerte, dijo. Ante estas reticencias es muy difícil llevar adelante una campaña eficaz. Apenas podremos plantar la bandera del arcoiris en el juego de pelota.

El último recurso de la homofobia, el postrer y desesperado expediente, es que ya no existe la discriminación, o al menos que no es tan relevante como para obligar a tanta “exhibición” de las personas LGBT. Cercanos a cierta ideología burguesa, los últimos homófobos  se disfrazan de progresistas y dicen admitir a los homosexuales siempre que sean discretos. Lo siento, señores compañeros. No los complaceremos. Nuestra familia invisible sí es revolucionaria.

lunes, 13 de mayo de 2013

Silvia



Silvia tenía una mano incompleta. ¿La izquierda? El antebrazo acababa en un muñón cónico rematado por un incipiente dedo. La mano de mi tía abuela era una verdadera pezuña.

Casi no recuerdo los modales de Silvia. Vivió con nosotros sólo hasta finales de la década de 1980, poco después mis padres se mudaron y llevaron consigo a América, la menor. El resto de las hermanas solteras de mi abuelo, todas octogenarias, pactaron recluirse en un asilo. Allá íbamos a verlas. Nos recibían en el jardín para impedir que los viejos nos besaran.

Se me ocurre que Silvia Valentina González Toledo nació en noviembre, pues el tres de ese mes la Iglesia festeja a Santa Silvia de Roma o acaso de Sicilia, la madre de San Gregorio Magno. Mi tía debió nacer en la primera década del siglo XX, en algún paraje rural. Fue madre de los sobrinos y escolta de los santos. La evocan con una alcancía y una imagen de altar a cuestas, ceñido el santo a su cuerpo maduro gracias al brazo del muñón, solicitando limosna para alguna cofradía. El catolicismo de Silvia tenía visos medievales: llegó a sugerir, por fe en los curas, que los adolescentes de la familia –mi padre y su hermana- huyeran de Cuba en la estampida de la Operación Peter Pan. Hasta un arresto le acarreó su devoción en los disturbios entre católicos y comunistas.

Durante la República mi tía abuela desempeñó un cargo menor en el ayuntamiento. Me cuentan, sin aclarar el porqué, que recibió durante algún tiempo una de aquellas botellas republicanas, una prebenda obsequiosa. No sé cómo se portó durante los episodios trágicos de la época. En su condición de transeúnte inveterada y escolta sacra no descarto que Silvia haya marchado contra los tiranos, compelida por las muchedumbres. Al menos dio fe de una épica familiar: se decía descendiente de un mambí muerto en los campos cuando la guerra de 1895.   

Guardo unas fotos que muestran a Silvia ocultando la pezuña en la palma de su única mano. El escamoteo del muñón, decidido a no revelarse a la posteridad, corrobora que ella vivió inconforme con la presunta imperfección, aunque siempre destacó por su eficiencia en las labores domésticas, incluso en las tareas que requerían el uso de la mano ausente. Nadie sugirió jamás que hubiera abrazado la suerte de la solterona por causa de aquella manquedad. Mis tías abuelas pactaron una soltería misteriosa, inexplicable para la lógica de mi siglo, que no fue el suyo; ellas se formaron según los moldes del siglo diecinueve. Ninguna protestó el celibato. América, la tardía casada, celebró sus nupcias cuando quiso, con más de setenta años.

Bien anciana, Silvia adquirió la manía de colectar objetos inservibles. Gran conmoción le ocasionó una limpieza forzosa de su habitación: sus tesoros quedaron expuestos, la despojaron de esas posesiones; yo, entonces pequeño, pude apropiarme de un par de maravillosas baratijas: una campanilla de hierro y unas tijeras con una trompeta grabada. Sendas piezas que me adjudiqué y he devuelto en algún poema.

De las facultades de Silvia recuerdo su pasión por las matemáticas, la extraordinaria precisión con que recitaba las tablas de multiplicar. Poníamos a prueba aquel don, solíamos examinarla en las cifras más dificultosas y nunca la vimos en apuros. Cuatro por seis, seis por ocho, ocho por nueve. No era muy locuaz al final de su vida, pero admitía que la probáramos, segura de atinar.  Cuatro por seis, la lozanía lejanísima. La nostalgia de una familia propia, la pezuña en el aire, fueron iguales a seis por ocho. El tesoro secreto: ocho por nueve, cifra fantástica, beso rechazado de los viejos.

lunes, 6 de mayo de 2013

Un tren hacia la plusvalía


Me fui a Camagüey en tren. La aventura casi duró nueve horas en un coche precario, tercermundista. Se acentuó la noción marginal del viaje cuando pasamos frente al Monumento del Tren Blindado, sitio de peregrinación en la Santa Clara guevariana: los turistas, de seguro europeos, perdieron interés en el histórico tren que descarriló el Che y empezaron a fotografiar, en frenesí de flashes, el perfil de mi tren desbordado de pasajeros. Era un tren de estudiantes, un transporte gratuito que la universidad dispone para devolver a sus becarios a las provincias cercanas. Los europeos, sorprendidos y regocijados, seguían al dinosaurio con miradas y lentes ávidos. Me molesté. Éramos las simpáticas bestias de un zoológico humano -así nos vieron-, y algunos saludaban en respuesta a los adioses que les obsequiaron los pasajeros.  Pronto abandoné el proyecto de escribir una crónica de viaje: más allá de Sancti Spiritus casi no había pueblos, los que cruzamos eran pequeños y miserables. Recuerdo apenas un hotel ecléctico bastante grande, en ruinas frente al parque de Majagua. En Guayacanes –una aldea que desconocía- subsisten unas casas norteamericanas. Piedrecitas posee la única estación de la Cuba Railroad que perdura en el itinerario. Y no tengo nada que referir de Gaspar. Los motivos cronicables de estos pueblos no rinden más de una línea por cada uno. 

A mi regreso conté algunos incidentes del viaje a Esteban, un amigo emigrado hace pocos años a Alemania. Pensé que él pasaría el tema por alto o deploraría el atraso de nuestros medios de transporte y se limitaría a preguntarme por la salud de mi familia en Camagüey. Esteban, sin embargó, se entusiasmó con el tema ferroviario: ¿quedan trenes  en Cuba? ¿cuánto cuestan los pasajes? ¿demora el viaje? Cada pregunta me desconcertaba más. Me describió luego, con amena precisión, el confort y la puntualidad de los trenes germanos, cuyas virtudes pude recrear evocando algo que leí una vez sobre el TGV francés. La pasión ferrocarrilera de Esteban arreciaba, y yo estaba tan desconcertado que lo encaré.  ¿Y por qué te interesan tanto los trenes? –pregunté-. Su respuesta podría figurar en una antología de la enajenación, sobre todo porque viene de un cubano de mi generación, viajero de trenes precarios toda su vida, endeble viajero por naturaleza, que ha tenido que pugnar con los inconvenientes de su otredad en Alemania, pragmática locomotora europea. 

El ferrocarril –razonó Esteban- podría convertirse en un sector muy rentable, un buen destino de inversiones cuando caiga el socialismo en Cuba.

No respondí, cambié de tema. ¿Cómo argüir con mi lógica antigua, ridícula a su juicio? Me reafirmé, eso sí, en mi vocación anticapitalista. Uno de los peores mitos del capital es, precisamente, que todos pueden acceder a la riqueza. La clave para conseguirlo la disimulan hasta dónde pueden: se trata de hallar algún expediente para esquilmar al prójimo, y no suelen confesarlo. Ese método lo asumen algunos ingenuos como razón natural y ética, una buena receta para medrar. Mi viaje tercermundista por pueblos exhaustos no suscitó siquiera una reflexión pesimista o poética, sino la urgencia de reformarlo todo para obtener ganancia. ¿Cuántos más hábiles y adinerados, experimentados ya en estos lances, no aguardan la oportunidad de reconstruir el país para su provecho?

Caramba, Esteban, que la plusvalía de Marx sí existe. Prefiero tener mis manos a salvo y continuar viaje hacia las desiertas planicies.