lunes, 30 de junio de 2008

Deudas

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Hice recuento, y abruman.

He prometido; estoy obligado -¿pudiera intentar siquiera una nómina cronológica de mis deudas?-. Veremos:

A Maylé debo la reescritura de mi ensayo sobre el óleo de Joseph Cornelius Correns; ella cree que si divulgamos el texto -piensa mostrárselo al párroco- tal vez salvemos el cuadro.

Mi hermana, que está en Venezuela por unos meses y anda nostálgica, quiere hacerme escribir sobre nuestra familia -aflora otra vez la manía genealogica-; piensa que no somos tan comunes -es el argumento que usa para convencerme la taimada- y así me convoca a urdir crónicas que -no me parece tan casual- ya venía esbozando.

A Noche, prometí mi propia versión de Alejandra Pizarnik.

Para Animal de Fondo -en esto me va la vida- estoy obligado a revelar la Cuba Secreta que pervive bajo las piedras y es inmanente e inapresable, como creyó Lezama que debe ser la sustancia de la poesía.

Cedeño, el polemista, espera que aporte lo mío a su reciente debate sobre los medios y la diversidad sexual. Personalmente le comenté mis opiniones y ahora tengo que hacerlo por escrito para que la polémica cobre la sazón que el gourmet Reinaldo y sus lectores -yo mismo- tanto disfrutan.

Le dije a Yolanda de una estampa de bateyes que me ronda la memoria; he prometido por hábito, compulsivamente, sin calendarios ni relojes; descreo del tiempo. Rey Mono espera por los viajes que todavía no he podido emprender, de antemano se los prometí, antes de salir por los senderos ignotos.


Xawa-on-wave-river, tal literal y sorprendente como cierto menú de mariscos de fama -seafood-, ha solicitado una fe de lectura que estoy dispuesto a ofrecerle.

Para Astrolabio tengo las genealogías guardadas bajo el colchón, una inmaculada que me obsequian desde el pasado, la isla entera que veo y ando; prometí hacérsela ver y andar como si yo fuese su alter ego insular.


Todos aguardan por la revelación del destino de María Camión.

He prometido. Hoy, mientras paso lista a mis deudas, prometo -no puedo evitarlo, ya ven- satisfacerlas en su momento; probar que las recuerdo minuciosamente es, de cierta manera, empezar a cumplirlas. Recuerdo una promesa a mí mismo: darme una vuelta por el mar, que no veo hace meses. Tanto río me obsede con el axioma de Heráclito y necesito también lo infinito estático y bullente contra su propio torbellino.

Abrumado por estas deudas, asumo el último sentido metafísico que pudieran tener para consuelo de un espíritu tan complaciente como el mío: no he de morir, pues habré de cumplirlas primero. Y en lo que me burlo del tiempo, subo hasta mi azotea preferida a mirar los matices de otro crepúsculo sobre el cielo de Sagua la Grande...

domingo, 15 de junio de 2008

Elegía por María Camión (I)

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Para Reinaldo Cedeño, viajero sagaz,
la fama de nuestra María, en obsequio por su pasión de Sagua la Grande.
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Por 1905, en la conmemoración del tercer aniversario de la República -el 20 de mayo- los prohombres sagüeros, caballeros de levita y bombín, cortaron la cinta inaugural y abrieron al tránsito el gran puente del Triunfo, que luego de bizantinas disputas sobre el sitio más indicado para su emplazamiento comunica -hasta nuestros días- las dos riberas del río hipócrita de Sagua la Grande, que si parece manso a los forasteros, siempre está aguardando una distracción de Dios para abalanzarse sobre la ciudad. Los jesuitas, reverendísimos padres que recién habían comprado un gran lote de tierra en el barrio de San Juan para edificarse un colegio y una iglesia gótica, acudieron al acto con sus hisopos, prestos a bendecir. Para llegarse a la otra orilla, unas damas se adelantaron, las primeras, a despecho del sol, a dejar sus congratulaciones al cónsul de Francia, Monsieur Froides, por la feliz culminación de las obras. Jesuitas y señoras de la feligresía, curiosamente, como si tuvieran el cuello gobernado por una brújula, miraban al norte, donde los flamboyanes entonces ya exhibían toda la obscenidad de su rojo. Era primavera: toda la fauna de ambas orillas se apareaba a la vista de la cautelosa procesión; sólo los caballeros miraban al sur, a la Chorrera, encubriendo, con sus oblicuas miradas, la corrosiva apetencia que los asaltaba un día tan señalado.
Un mes antes de la solemnidad, el periódico "La Patria" comentaba, con la aprobación de las señoras y los jesuitas antedichos, sobre la ofensiva presencia de los prostíbulos de las márgenes del río. "Es que el sitio será muy frecuentado a partir de ahora por damas y señoritas, que no deben verse sometidas al repugnante espectáculo de las mujeres mundanas" -argumentaban los mojigatos y las calambucas. Entre los hombres, muchos que asentían en público, a solas se encogían de hombros y sonreían con cierto sarcasmo. No faltaron algunos -fue vox populi- que se manifestaron inexorables sobre cualquier mudanza del puente a otra calle. Y en cuanto a recolocar a las de "mal vivir" en otro barrio de la villa, ni pensarlo. No tenía Sagua rincón más ventilado que esa calle de la Ribera para ciertas acaloradas peripecias.
Roso Panchales, célebre gacetillero de la prensa satírica, dedicó divertidas coplas a los disturbios ocasionados por el puente. Unos creyeron que si lo ponían en la calle de Colón los burdeles podrían permanecer en su sitio, eternos como pirámides y, sobre todo, florecientes; los curas empeñados en levantar sus edificios precisamente enfrente, ni querían debatir el asunto: en la dicotomía de colegio sin puente y colegio con puente y burdeles, preferían la segunda opción; las cortesanas, mientras tanto, aunque no fueron consultadas por nadie, allí tenían sus raíces: "de aquí no nos saca nadie" -aseguraban. Se entiende, claro, que no querían perder la hermosa vista del río y su puerto fluvial; estaban seguras, además, de que el nuevo puente también avivaría el flujo de clientes y la prosperidad de la calle más añeja, la de más rancia tradición, donde felizmente se habían instalado desde décadas anteriores, poniendo los lechos donde antes dictaba decretos el gobernador de Sagua y su jurisdicción.
El día de la inauguración, las damas sagüeras bajaron los velos para no mirar siquiera el subido tono de la vegetación; las cocottes enarcaron los escotes desde abajo, retadoras se abanicaban como las víctimas de aquella mañana incendiaria; algún caballero perdió el monóculo; un jesuita dejó caer el hisopo al río en un rapto de torpeza que algunos atribuyeron a la insolación.
-De aquí no se va nadie -las mujeres de las márgenes miraban, desdeñosas, la vistosa procesión.
Una flor cayó, silenciosa, desde una anónima solapa hasta los pies de las espectadoras.
-¿Quién dice que nos vamos, si es ahora que acabamos de llegar? -una adolescente frunce el ceño sin dejar de sonreír a los transeúntes del puente, mientras abanica a la que parece, por la dignidad del porte, la matrona de la casa.
-De aquí no nos saca ni una inundación -la jovencita, sentenciosa, se recoge la falda y va a colocarse en el pórtico con arcos de madera, una antigualla de la tenencia de gobierno disuelta antes de su nacimiento. Sabe que allí, absorta en la fluencia de las aguas, la respetará el tiempo. Un día, ella regirá en este lado, de cara a la torre gótica; entregada a la contemplación de las aguas desafiará lo que tiene de efímero el placer de la carne.
Le dicen "güin", "espárrago", "pabilo de yuca seca"; es la más delgada de la dotación. Pero se sabe ambiciosa, un día la respetarán; y no se irá; la desearán; la llamarán señora María y algo que no puede imaginarse le dirán a usted, señora María Camión.
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