viernes, 30 de mayo de 2008

Copos de nieve. Miércoles de Ceniza.

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Obsesionados con la nieve, los poetas cubanos la convirtieron en símbolo de cierta poesía insular afiliada a la alusión y al desconcierto de la otredad, ese misterio de descubrirnos en lo lejano y de acercarlo de pronto al alcance de los dedos. La tropicalidad en pos de su reverso, el invierno crudo, fue un síntoma de la avidez de nuestros poetas por lo ignoto. La afición por la nieve data del romanticismo en el siglo XIX; sería muy fatigoso enumerar aquí todos los ejemplos conocidos. Entre los primeros románticos -tal vez un poco menos refinados- estuvo de moda la analogía de la benignidad del invierno cubano con la reciedumbre de las temperaturas en Europa. Fueron las primeras intenciones, algo ingenuas, de distinguir a Cuba, de enaltecerla; en aquella poesía del primer tercio del siglo, se gestó la conciencia del orgullo criollo por las cosas de la tierra.
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La nostalgia de la nieve, fenómeno tardío, tuvo su pináculo en Julián del Casal, que llegó a titular "Nieve" a su poemario de 1892. En "Nostalgias", texto emblemático del volumen, se manifiesta por primera vez tan explícito en la poesía cubana el regusto por la nieve. De ese mismo libro es "Flores de éter", dedicado a Luis de Baviera, a quien Casal llama en su alabanza "rey misterioso como la nieve". A partir de aquí, larga tradición han tenido las nevadas en nuestra poesía. Nos dice Lezama, en "Muerte de Narciso"(1937), era el círculo en nieve que se abría, refiriéndose a la primera irrupción del súbito, categoría esencial de la cosmología lezamiana de la imago, en toda su obra poética.
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Así la nieve se convierte en asunto recurrente de la poesía cubana de todos los tiempos. Pero he vuelto sobre el tema después de hacer un inusitado hallazgo: la única nevada legítima que nos fue concedida. La paternidad del descubrimiento no es mía, sino de Roberto G. Fernández, narrador cubano nacido en Sagua la Grande que vive desde 1961 en los Estados Unidos y allá ha edificado un singular imaginario sobre la faceta tragicómica y rocambolesca de la cubanidad trasplantada. Hace dos años la editorial Letras Cubanas publicó una antología de sus cuentos, aparecidos originalmente en inglés. A manera de epílogo, los editores decidieron adjuntar una entrevista que le hiciera al escritor la periodista Isabel Álvarez Borland, con el razonable fin de favorecer el conocimiento del autor por sus primeros lectores cubanos. Fue en ese intercambio donde hallé la clave sobre las singulares nevadas de la Isla, las de nuestra otredad, que me suscitaron poderosas reminiscencias. Ante la indagación sobre sus lectores cubanos a secas -no cubanoamericanos- y la posibilidad cada vez más inminente de viajar a la Isla, Roberto respondió:
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-Tengo bastantes lectores en Cuba. Y quizás un día sienta curiosidad por ver de nuevo el lugar donde nací, la Sagua del Río Profundo. Era un sitio tranquilo, un pueblo bucólico situado a orillas de un río que, en profundidad, competía con el Amazonas. Una vez al año la creciente inundaba las fincas y aumentaba el rendimiento de los trigales. Todavía recuerdo las agujas góticas de sus numerosas catedrales, y las calles cubiertas de hollín, y cómo las negras partículas que despedían los centrales azucareros se adherían a las yerbas, los árboles, los techos y las aceras como copos de nieve.
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La foto es de mi calle, este miércoles, cuando después de muchos años asistí a otra caída de "bagacillo", la nieve cenicienta a la que se refiere Roberto G. Fernández. De niño yo preguntaba, y me decían que era el tizne de los centrales; con el tiempo deduje que se trataba del diminutivo de bagazo, lo que queda de la caña después de haber sido exprimida hasta la última gota de su jugo de azúcar. El "bagacillo" es una hilacha de caña triturada y quemada, tan leve, que el viento la dispersa por los cardinales. Antaño fue bendito símbolo, pues había gente que aguardaba la zafra para subsistir, y este cabello negro de la caña anunciaba la plenitud de otra época sobrevivida. Recuerdo, en el blanco y negro de los recuerdos muy viejos, el portal de mi abuela cubierto por esta nevada: los niños jugaban a tiznarse las mejillas.
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Ha pasado mucho tiempo; más ha transcurrido desde que el padre Viñes, antiguo jesuita meteorólogo, asegurase que se había divisado verdadera nieve en la cima de una montaña pinareña por la mitad del siglo XIX. En 1873, según consigna Alcover, cronista también de nuestras extravagancias, los sagüeros opulentos pagaban cinco pesos de oro por una arroba de nieve, sin notar que entonces ciento veinte ingenios les lanzaban encima su furiosa nevada de hollín soplada por miles de esclavos -sacos de carbón- a quienes la nieve oscura sabía muy amarga. En 1932, en corcondancia con la nostálgica tradición, una de las revistas más populares de la Isla, publicó en titulares la escandalosa nueva de una gélida nevada en el Parque Central de La Habana la madrugada del 28 de diciembre. Luego los meteorólogos la pusieron en duda, se encargaron de demostrar que semejante capricho de los elementos era imposible; la fecha además hizo sospechar a todos: era el día de los Santos Inocentes, la jornada para hacer bromas y tomar el pelo de los ingenuos a lo largo de la Isla. De cualquier modo, a la cúpula del Capitolio nunca trajo "bagacillo" la ventisca incendiaria de los cañaverales; es que La Habana nunca conoció la legítima nieve cubana, la que no entrevieron siquiera nuestros poetas.
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Así quedó resuelta para mí la aparente sed por la nieve : en lo oscuro y frágil del bagazo carbonizado que al menor contacto se deshace para fundirse con el polvo incoloro traído por el viento desde los confines del mundo. Ojalá todos los miércoles de mi calle, en remembranza de Julián del Casal y sus epígonos, que no lo supieron, sigan siendo para mi nostalgia de la nieve, otros Miércoles de Ceniza.
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martes, 27 de mayo de 2008

Lezama de los gatos (en la noche no hace trampa)

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A Noche, que sabe de juegos en la tiniebla
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En lo que Cintio Vitier vislumbra semejante a "un ballet", "dentro de la lógica de un argumento que se desconoce" -el carácter épico-descriptivo de cierta poesía de Lezama- el gato no es un personaje tan recurrente como pudiéramos pensar a la primera ojeada; sin embargo, sí encarna suficiente contenido simbólico -a veces dual y enigmático- para que nos ocupemos de su rol en la cosmología del poeta.
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El gamo, el antílope, el ciervo, la abeja, el cangrejo, la serpiente, la hormiga, el tiburón, el caballo, el pez, son las bestias mejor descritas por el naturalista Lezama. Los "animales más finos" ya formaban única sustancia con el paisaje en el poema inaugural de "Enemigo rumor"(1941) . Curiosamente, en ese primer y reducido catálogo no figura el gato, y es que en el último verso se nos presentará como sucédaneo del objeto asediado, el objeto de la poesía:
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(...)
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.
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Según se deduce de un artículo de Vladimir N. Toporov, notable semiólogo de la Escuela de Tartu-Moscú, la naturaleza mitopoética del gato es ambivalente. En numerosas tradiciones mitológicas su imagen está vinculada a la encarnación de divinidades del estrato superior; en otras variantes, sobre todo de la mitología inferior, apenas es una criatura ctónica que sirve de acólito al espíritu del mal y despliega fuerzas sobrenaturales en beneficio de los brujos. A primera vista pensamos en la veneración que consagraron los egipcios al gato y en la persecución medieval de que fue objeto en la supersticiosa Europa. Toporov apunta otros ejemplos: en Egipto fue hipóstasis de Ra -el sol-, a quien solía alabarse con esta fórmula en las inscripciones de las dinastías XIX y XX: "Tú, el gran gato, vencedor de los dioses"; entre los eslavos del Báltico y del Mar Negro, el gato aparece relacionado a los relatos relativos al luchador-contra-la-sierpe como protagonista y/o antagonista de este generalizado modelo folclórico; en la tradición japonesa, también es una criatura maligna, a veces con rasgos de vampirismo; para los chinos, en cambio, el gato posee la capacidad inherente de alejar los malos espíritus. Veamos con cuáles predisposiciones mitopoéticas suele presentarse en la poesía de Lezama.
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En "Cuerpo, caballos" (II), también de "Enemigo rumor", se leen estos versos:
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Se te quemaron las manos. No tenemos agua ni ganas de
olvidar.
Ni ganas de amar si el aire no es agradable.
Si no es agradable la mirada del gato incendiado.
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En la elegíaca "Oda a Julián del Casal", a la condición acechante, poseída por una tácita maldad, añade Lezama cualidades absolutamente espirituales y lúdicas, como si el gato fuese una especie de monstruo ingenuo capaz de engendrar inusitados eventos, perspectiva que luego será desarrollada en otros poemas:
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Los fantasmas resinosos, los gatos
que dormían en el bolsillo de tu chaleco estrellado,
se embriagaban con tus ojos verdes.
Desde entonces, el mayor gato, el peligroso genuflexo,
no ha vuelto a ser acariciado.
Cuando el gato termine la madeja,
le gustará jugar con tu cerquillo,
como las estrías de la tortuga
nos dan la hoja cariciosa de nuestro fin.
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"Fragmentos a su imán"(1977), el poemario póstumo de Lezama, contiene la gran tribu de los gatos. En "Doble noche", texto que Vitier hace emular con el capítulo de las pesadillas de "Paradiso", el gato es el engendro ctónico que inaugura un estado de extrañeza -tema nunca abandonado por Lezama- en la noche, densa como espacio mítico. La atmósfera turbia de esta noche efectivamente recuerda el tránsito de José Cemí por La Habana tenebrosa del penúltimo capítulo de "Paradiso". Aquí el gato, al principio adormecido, propicia un súbito, un develamiento: la noche se transfigura, deja escapar su carácter corriente por un agujero, deja de ser noche para transfigurarse. La tercera parte del poema, ya absolutamente onírica, apunta hacia la imposibilidad de asir y (des)componer eso que llamamos noche, contituido por añicos, fragmentos. El viejo sueño de los filósofos: la inducción; llegar a la generalidad mediante el oficio de las pequeñas conquistas, como quien compone un puzzle. Pero la noche se presenta irrompible, inconquistable. La relación del poeta con la noche vuelve a formular el primer hallazgo metapoético de Lezama ("Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor"). Dice el poema "Era un combate sin término entre lo que yo le quería quitar a la noche y lo que la noche me regalaba". El gato aquí es un agente desviante, un animal del diablo que viene a terciar con el poeta por la posesión de la noche:
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La noche no logra terminar,
malhumorada permanece,
adormeciendo a los gatos y a las hojas.
Estar aprisionada entre dos globos de luces
y mantener, como una cabellera
que se esparce infinitamente,
el oscuro capote de su misterio.
La noche nos agarra un pie,
nos clava en un árbol,
cuando abrimos los ojos
ya no podemos ver el gato dormido.
El gato está escarbando la tierra,
ha fabricado un agujero húmedo.
Lo acariciamos con rapidez,
pero ha tenido tiempo para tapar
el agujero. Hace trampa
y esconde de nuevo la noche.
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En "Aquí llegamos" -también de "Fragmentos a su imán"-, otro gato, esta vez con antifaz, ejerce dominio sobre la pieza de dormir. En "Universalidad del roce", que Vitier considera una versión "imaginativamente fabulosa de la cópula", el coito entre el gato y la marta cebellina "no pare un gato / de piel shakesperiana y estrellada, / ni una marta de ojos fosforecentes. / Engendran el gato volante"; es otra imagen de la vivencia oblicua, una de las singulares categorías del sistema poético de la imago compuesto por Lezama, defendido con fe de teólogo en sus ensayos y probado en la praxis de su poesía.
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Al último poema del libro, que fue también el último que escribiera Lezama, el 1 de abril de 1976, vuelve el gato, en disposición semejante a la del principio. Primero, era como el viento gracioso que no se deja definir; ahora es la ausencia del viento, "el vacío, / como un gato / que nos rodea todo el cuerpo, / con un silencio lleno de luces."
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martes, 20 de mayo de 2008

Carnicer Torres, un cadáver exquisito

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Cuando no esperaba hallar otros indicios de Arturo Carnicer Torres -el hombre más extraordinario de todos los tiempos- encontré un retrato muy singular de las excéntricas maneras de aquel polémico escritor, amigo inseparable de Federico García Lorca por 1930 . Las huellas estaban prácticamente a la vista , sólo bastó un comentario sobre el caso a mi amiga Beatriz Manero para desatar sus influencias en todos los ámbitos de Sagua la Grande y aún más allá de sus fronteras.

Manolo Fernández, un octogenario pintor santaclareño que anduvo por Sagua en los ya lejanos días de la Academia Fidelio Ponce, le contó a Beatriz lo que recuerda de Carnicer. Su memoria hizo el milagro. Era un surrealista -le dijo-, un original. Acostumbraba a inventar palabras y las pronunciaba con convicción. Se decía que había experimentado deslices pasionales y hasta había llegado a matar a alguien. Vestía de blanco siempre y no soportaba que no lo tomaran en serio. Una vez -prosigue el relato de Manolo- durante la crisis ecónomica consiguió trabajo en la fundición MacFarlane y se presentó al trabajo con el habitual traje. Imagínate -Beatriz me dice que en este punto del relato Manolo reía-, fue la rechifla, pero el poeta era muy celoso de su honor y ahí mismo sacó la pistola y empezó a tirar. No tocó a nadie: sólo las calderas estaban llenas de agujeros. Y no volvió.

Juan José Remos, en su "Historia de la literatura cubana" publicada en 1945, describe a Carnicer como un poeta desdichado, perseguido por la fatalidad y el infortunio que ha dado pruebas, en medio de su bohemia, de legítimo talento poético. El resto de los autores que se ocupan de él no han evitado el tono paródico: Nicolás Guillén cita el término "discontorsiones" como propio de su vocabulario; Raúl Roa lo llama estrambótico y Manuel García Verdecia, un poco más acá en el tiempo, no vacila en afirmar que el mismo Lorca le tomó el pelo y lo trata de operático. Se sabe también que durante el propio año de 1930 el ensayista Francisco Ichaso ofreció una conferencia al público de Cienfuegos sólo para denigrar el estilo "carniceresco" cuya nota más difundida parece ser "El epicentro psicógeno y la euforia en la rítmica lorquiana".

En 1966, todavía Carnicer Torres le enviaba una carta a la historiadora Nydia Sarabia para dilucidar el enigma sobre el viaje de Lorca a Santiago. Por esa misma época, Manolo Fernández lo invitó a la Academia Fidelio Ponce, donde disertó sobre su obra y aludió a la intimidad con Federico.

Era delgado y se parecía a Dalí -le comentó Manolo a Beatriz a guisa de confirmación definitiva.

Carnicer Torres era un tipo surrealista.

viernes, 16 de mayo de 2008

A Isabel II: una carta de los sagüeros

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El estudio de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos ha sido etiquetado por nuestros historiadores -con algún eufemismo, por cierto- como "el diferendo". Ha durado la friolera de dos siglos y algo más.
Cuando las trece colonias todavía eran inglesas, los futuros próceres fundadores de la nación ya aludían al deseo de poseer la estratégica isla de Cuba que entonces, según el abate Raynal, "valía tanto como un Reino". Para Thomas Jefferson, por ejemplo, éramos apenas un apéndice natural del continente. Nunca se toleraría que otra potencia europea nos colocase las manos encima; mucho menos Inglaterra, la gran emperatriz de los mares. Monroe utilizó una sugerente alegoría para representar la política de su país con respecto al nuestro: Cuba, la fruta madura. Una linda imagen: la antigua gloria de España vendría residiendo en el carcomido tronco de un árbol que casi no puede sostener la jugosa pera, mientras que el Tío Sam aguarda al pie el momento de la caída para engullírsela completa. No tendrían que mover un dedo. Sólo la gravedad traería la fruta hasta sus fauces. Así, se ocuparon los taimados vecinos de sostener a España hasta su definitiva decadencia, siempre con la certidumbre de que la Isla, a la larga, maduraría para ellos en el vergel de Las Antillas. Ninguno de aquellos estadistas contó con la idea de que alguna vez pudiera surgirle a la fruta de desprenderse, sí, pero dispuesta a sembrar sus propias semillas en el lecho de este mar.
Para un país de comerciantes no había recurso más expedito que una sencilla transacción: Cuba por una bolsa, en el mundo nada hay que no tenga precio en oro bien acuñado en Norteamérica. Cien millones ofreció el presidente Polk en 1848, pero España se aferraba a su última joyita. Por los años cincuenta la situación fue otra vez favorable: en la Isla abundaban los anexionistas, gente ilustrada de casta burguesa que puso en una balanza el mantenimiento de la esclavitud y la liberalidad de la Unión en materia de comercio junto a la mano despótica del gobierno español y sus numerosas rémoras para el fomento de Cuba. Hasta los independentistas confesos anduvieron dispersos; la expedición de Narciso López en 1851 -la primera que enarboló la bandera de la estrella solitaria- fue sufragada por anexionistas. Tuvimos entonces un pensador, José Antonio Saco, que no vaciló en advertir sobre el destino de la Isla si llegara a efectuarse la anexión. Absorbida culturalmente por los Estados Unidos, no sería ya la patria de Heredia y Varela, la Cuba soñada en las utopías de tantas generaciones.
En 1858 fue Buchanan, décimo quinto presidente de los Estados Unidos, quien presentó su propuesta de adquisición, que no sería la última. España, acostumbrada a negarse, se tomaba mucho tiempo en responder la solicitud. Los anexionistas, deslumbrados otra vez, en su fuero interno se sentían ciudadanos de una flamante república esclavista, garante de la prosperidad que añoraban. Los españolistas se indignaron y algunos que no lo eran tanto, por esta vez, estuvieron del lado de España en su afán de permanecer cubanos como quería Saco.
Los sagüeros de entonces, siempre aficionados a hacerse oír, decidieron escribirle sobre el particular a la reina. Tengo que admitir que los habitantes de la villa siempre manifestaron simpatías por Isabel, tal vez porque la sentían muy cercana, desdichada como fue en tantos amores. Había algo en la hija de Fernando VII que se les antojaba muy humano. Nunca tuvo un sólo día de gloria aquí la causa carlista, hace constar el historiador Alcover. Los sagüeros escribieron una carta enardecida a su reina e imagino que en Madrid la recibieron con mucha condescendencia, con la satisfacción que debió deparar la veneración de unos súbditos ultramarinos que jamás vieron, siquiera de pasada, la carroza de la soberana. En el boato de los ministerios debieron suponerlos rústicos e ingenuos; no se les ocurrió imaginar que diez años después, pondrían la misma devoción en iniciar la Guerra de los Diez Años.
La misiva, apasionada y contundente, es en última instancia la expresión de un pueblo empeñado en conservar su nacionalidad. Hela aquí:
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Señora:

Faltaría Sagua la Grande al más grato de sus deberes si no se aprestase á hacer patente a V. M. el sentimiento de justa indignación de que se poseyera así que circuló por medio de los periódicos el mensaje del Presidente de los Estados Unidos, en que sin respeto á una Provincia Española cuyas virtudes desconoce aquel alto funcionario, se apresta a disponer de su nacionalidad intentando la adquisición de esta rica joya de vuestra Corona. Forzoso es que el orgullo nacional heredado de los que abrieron a Europa las puertas del Nuevo Mundo sea el alma de estos leales habitantes, cuando ni en el calor de mil proyectos, de mil empresas que la mano pródiga de V. M. les concede, ha podido pasar desapercibida la deshonrosa idea de que llegase á trocarse por un puñado de oro la condición altamente halagadora de súbdito español. Preciso es que ni la más remota idea del pundonor castellano se haya albergado nunca en la mente del que llegue á suponer asequible tan odiosa transacción. Este Municipio, Señora, que conoce la lealtad y decisión del pueblo cuyos intereses representa, cede hoy a las vivas instancias de sus moradores y con ellos y en público cabildo no encuentra expresiones harto significativas con que manifestar el vivo entusiasmo que les anima. Pobre y de escasa valía parangonada con el resto de esta grande antilla, su actitud sin embargo de altanero desdén ofrece una severa lección á los que en su espíritu meramente comercial, no dudan en reducir á mercancía lo más sagrado que tienen los pueblos, su nacionalidad. Era preciso que tales expresiones fuesen vertidas en el seno de una grande asamblea, por el Jefe de una gran nación para que el pueblo de Sagua se contentara sólo con rechazarlas del modo más enérgico en medio de los sentimientos de cólera y orgullo que ellas excitan. Avivada con tal motivo su acrisolada lealtad ofrece a V. M. sus intereses y sus vidas, en cambio de la conservación de esta nacionalidad, que tan efímera juzgan los que no han alcanzado á conocerla.
El Municipio y vecindario de Sagua la Grande al trasmitir á V. M. este voto general se congratula con que unida á las aclamaciones de cien pueblos llegará á los R. P. de V. M. la expresión sincera, leal y decidida de su eterna adhesión.

Sagua la Grande y Diciembre 21 de 1858.


SEÑORA
A L. R. P. de V. M.

El Teniente Gobernador, Joaquín Fernández Casariego.-El Alcalde Ordinario, Justiniano Cabrera.-El Vocal, Joquín Lavié.-Tomás Ribalta.-Guillermo de Zaldo.-Joaquín Fábregas.-José Robau.-Ramón de Iglesias.-Pedro A. Tosca.-José J. Sureda.-Wenceslao Fernández Arenas.-Francisco Fernández Arenas.-El vocal y Síndico Procurador accidental, Antonio Miguel Alcover y Jaumé.-El Secretario Contador, Manuel García Noriega.-Siguen 620 firmas.
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domingo, 11 de mayo de 2008

El chicherekú

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Las trazas del chichiricú hay que buscarlas hoy en Villa Alegre. Fernando Ortiz se refería en su "pelea cubana contra los demonios" al merodeo que las criaturas africanas mantenían, en tácita complicidad con cierto Lucifer medievalesco, por los alrededores de Remedios. Otros los describen como duendes venidos a la isla de polizontes a bordo de los barcos negreros. Esteban Montejo, el cimarrón biografiado por Miguel Barnet, cuenta cómo se escuchaba en los ingenios el chillido del "chicherekú", "un conguito de nación, que no hablaba español" y nadie quería encontrar en su camino por las noches. Samuel Feijóo no colectó encuentros con chichiricúes en ese formidable catálogo de anécdotas que constituye su "Mitología cubana"; sólo algunas referencias ambiguas parecen haberse colado de contrabando. Julia Calzadilla, a instancias de Feijóo, escribió su ya clásica "Los chichiricú del charco de la Jícara", una novela para niños; ambos, Julia y Samuel, aficionados al estudio del folklore campesino, confundían chichiricú con güije, naturaleza con magia negra, un mito con otro mito. Y es que no vinieron a Villa Alegre, el último refugio conocido de estos diablitos increíbles.
Clara Larrondo fue la primera que me habló de las ofrendas de alimentos que muchos ponen todavía a disposición de la gula de los chichiricúes, en ciertas esquinas de Villa Alegre. Se les teme, y mucho. En La Habana, una mujer muy serena de carácter me pidió que no los mencionara en su presencia; sólo la mención bastaba para amedrentarla. Hice que Clara me concertara una cita con un conocedor que resultó ser su propio padre. Así me fui a Villa Alegre. La frontera parece frágil y al mismo tiempo definitiva: la línea del ferrocarril. Así lo dispusieron los blancos del siglo XIX cuando confinaron los negros libertos a un asentamiento de fronteras bien delimitadas -una suerte de ghetto- donde no hay equívocos sobre la sacralidad de la tierra que se pisa. Para allá, África entera con sus mitos, hechiceros y cabildos; para acá, la ciudadela pavimentada y correctamente cuadriculada, pertrechada en el viejo temor al negro, el recuerdo del Haití llameante. Al centro, el camino de hierro. Viajes a uno y otro lado entre dos mundos en apariencia estáticos. Así fue legislado hace más de un siglo. Yo crucé.
Alexandra David-Néel, la primera mujer europea que llegó a Lhaasa, alude a la creencia tibetana en los cuerpos que andan -cuerpos muertos- a merced de las artes de un brujo. El vodú haitiano se conoce sobre todo por el difundido enigma de los zombies, cadáveres reanimados para diversos fines, algunos tan poco esotéricos como el trabajo manual, la simple servidumbre. El chichiricú, según me revelaron los sabios de Villa Alegre, es una rara criatura invocada por ensalmos -pactos, decían- al servicio de algún avezado palero. Casi siempre operan con misiones bien definidas, nunca a su albedrío; aunque son chistosos y maléficos no se descarta que estas incursiones puedan generar hilaridad. Hay una tradición que los presenta como habitantes de una ceiba antiquísima de la calle América, cuyo suelo está sembrado de prendas de palo. Se les describe rumbeando al son de los tambores del cabildo de San Lázaro, mordiendo los dedos del displicente Chino Poo, vecino del barrio. Se cuenta cómo una vez revolcaron a un galán vestido de dril blanco que intentaba salvar su impoluta indumentaria de los fangales de Villa Alegre. Tal vez el encuentro más comentado y célebre fue el que tuvo un chichiricú con el carretonero Zacarías. Encontré descendientes del viejo dispuestos a atestiguar la veracidad de la anécdota. Hela aquí:
Zacarías volvía de cortar yerba, con la carreta cargada. Así transitaba la periferia de Villa Alegre. Era negro viejo y lo había visto todo. Al menos eso pensaba, mientras masticaba su tabaco, rendido por la jornada y la noche inminente. A la vera del camino descubrió entonces un niño que no paraba de llorar, un negrito chiquito. M'ijo, qué te pasa -Zacarías hizo un ademán-. "Ven, sube que te llevo un tramo". Por el camino no había nadie y se me antoja que la carreta rechinaba como las del poema de Agustín Acosta. Entre un vaivén y otro, el negrito tocó el hombro de Zacarías. El viejo se viró. Su pequeño pasajero tenía un aspecto raro, los ojos algo rojizos. Fue entonces que sonrió, e hizo un guiño maligno. Zacarías, -dijo entre risas- mira mi diente. Y mostró un diente largo como un puñal. El negro echó a correr, dejó la carga en el camino, y casi le lleva la puerta a la vieja Sunsa, donde tuvieron que reanimarlo, regar agua bendita de una taza y prepararle un tilo para atenuar la malicia del chichiricú.
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lunes, 5 de mayo de 2008

De mis cofres. Un poema de Maylé

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Lo pongo aquí para que no se pierda. En el caos de los papeles de mi cuarto, la hoja suelta se expone a extraviarse para siempre; es hoja muerta. Una mujer que conserva cierta rezagada afición al orden -mi madre- de vez en cuando pretende imponer su ley de las armonías universales y viene a repartir mi patrimonio en cajas y gavetas donde difícilmente se salvan estas encomiendas mías. Yo tiemblo. Siempre he desconfiado de la simulación que implica ordenar los espacios físicos -el escritorio, la habitación, la casa- cuando el mundo está sujeto a las espirales del caos. Desconfío de lo simétrico, de lo aséptico, de los libreros donde nadie ha hurgado y los libros exhiben lomos decorativos con el estigma de no haber sido leídos jamás. Obligado a admitir sin embargo que duermo entre polillas, argumento de buen juicio pergeñado para ganarme a la causa del orden, concedo ciertas libertades, súbitas flaquezas. La más reciente de estas debilidades casi me hace perder el manuscrito de Maylé.

Este año me han obsequiado con dos poemas. Uno que alude a la Isla, es la confesión de Yordán Rey Oliva, el testimonio de la pérdida; en el otro, signado también por la experiencia de habitar cierta porción insular, se advierte el sentido ambivalente de la recuperación gravosa que se descubre una vez confirmada la posesión. No voy a juzgarlos. Ni me importa que anden muy lejos -las maneras de cada uno- de ese vórtice centrífugo que uno supone la justificación necesaria de las antologías. Basta que ambos hayan sido depositados en mis cofres para creerlos afines hasta en la caligrafía. Así los he reunido, para no perderlos, para saber luego a dónde acudir por los escuetos fragmentos que se me han encomendado. El acto de preservar siempre implica una concesión al afecto y en ocasiones establece nexos -desde los depósitos- entre las materias disímiles de nuestra heredad. Ahora mismo, yo siento un parentesco de tono en la coda de ambos poemas. Después de todo -no puedo negarlo- tengo latente una vena simétrica, aficionada al orden, que no desmiente mi genealogía y a mi madre le encantará confirmarlo mientras dejo, por esta vez, que me sacuda el polvo de los ojos.

A Maykel.

La ciudad de mis sueños

tiene más puentes,

edificios altos

y aviones.

No se nombra

igual que la mía.

Hay mucha gente

y a nadie conozco.

En mi ciudad,

vivimos juntos,

no estás tan lejos

y alguien duerme

pegado a mi espalda.

Los transeúntes,

se deleitan

con los colores de mi

paleta

en un soleado parque

cualquiera.

Hay más vegetación,

los perros no mueren

y mi mamá no canta

algunas canciones

que me recuerdan

mi soledad tapiada.

Aún vivo donde nací;

pero a la ciudad de mis

sueños

la acecha el mar

y al parque

lo bordea una casa

antigua

que abrió sus puertas

para acogernos.

Sagua, 2008.

(Tal como me lo entregó Maylé, una mañana de febrero en el Museo de la Música, en memoria del primer encuentro).

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