miércoles, 20 de mayo de 2009

El andén

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También quedo atrapado en los sitios para irse. Aferrado al borde de los fierros aguardo los trenes que no volverán. Recién acabo de descubrir esta pasión. Demasiadas miradas sobre el andén. No son los andenes del mundo, sino éste. ¿Por qué vuelvo como si esperase el tren de la medianoche? ¿A quién espero en el andén vacío? ¿Qué fragores vislumbro con la oreja pegada a la tierra? ¿Aguardo por alguien que debe llegar? ¿O son engañosos los pasos que me inducen a marcharme a cualquier parte? Hurgo en mí y en el pasado. Sólo recuerdo llegadas, multitud anónima que viene, jornaleros, dignatarios, gente respetable, vagabundos, poetas…

Jacinto Amar, el pícaro; el pequeño Lamoglia, pintor escenógrafo; Antoñica Otero, la bruja; Gertrudis, la desdichada Tula; monseñor Bernardo Piñol, arzobispo exiliado de Guatemala; White, el músico; Galli-Curci, la soprano; Gómez, el general; Federico y Gabriela… Todos vienen, descienden entre vapores, sonríen, desempacan; pero este es un sitio para irse.

martes, 5 de mayo de 2009

El fantasma Nikolis

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Pienso en el Nikolis cuando sueño con barcos. Una silueta gris que parece moverse hacia al puerto o lejos del puerto, el rumbo depende de los deseos del que mira. Para mí siempre viene; vuelve a la Isabela desde alguna tierra en las antípodas. Alguna vez llegó para despedazarse en este cementerio de naves olvidadas. La bahía de Sagua la Grande retiene más cuerpos sepultados que vivientes. Cuando hice la lista preliminar de los buques perdidos en siglo y medio de travesías, un amigo observó: “es otro triángulo de las Bermudas”. Quizás. Yo creo que nos tocó un puerto difícil, odiseico, plagado de escollos y bancos de arena, insondable por los secretos. La entrada principal, significativamente, es la Boca de Maravillas. La maravilla del llegar a algún lado después de rebasar el Mar de los Sargazos, tantos estrechos de islas y el Atlántico de los monstruos de Colón; la maravilla del cumplimiento, la confirmación de que salimos destinados a llegar.

El Nikolis llegó una tarde de temporal, solicitó entrada, la capitanía respondió que no podía auxiliarlo. El Nikolis se empeñó en entrar; casi era fantasma. Se rumora que detrás de la maniobra hubo una estratagema de los griegos, ávidos por cobrar las primas y los seguros. Fue abandonado a los pocos meses en el puerto. Venía desde Europa a cargar azúcar de Cuba. Era un mercante de buen porte construido durante la II Guerra Mundial en astilleros norteamericanos por encargo británico. Entonces se llamó “Rusell Sage”, como el banquero neoyorkino. Un “Liberty” botado al agua con prisa para sustituir los buques que perdía el Almirantazgo a causa de los submarinos alemanes, navegó durante años bajo diversos pabellones, y a la hora de su destino fantasmal llevaba nombre griego. Iba de un Pireo a otro para morirse, hubiese dicho Jorge Mañach (“Como Atenas tuvo su Pireo, Sagua la Máxima tiene su Isabela, que es su puerto todo el año, su balneario en la canícula.” -Glosario, 1925-).

He revisado el diccionario de mitos y símbolos de la Escuela de Tartu, a ver si hallo razones para mi obsesión por los barcos… El artículo de N. Erofeeva es enjundioso: habla de barcas y de muertos, barcos como representación del vientre materno, barcos para ir y venir de los infiernos, barcos condenados a moverse tripulados por la Muerte. Existe también la creencia del viaje como expiación: Lady Pvensey prometió enviar un exvoto a Tierra Santa en una galera náufraga que no ha dejado de navegar desde entonces; un capitán blasfemo fue condenado al perenne viaje hasta la redención: el Holandés Errante. Ningún puerto que se respete debe carecer de sus propios barcos fantasmas, sierpes marinas y leviatanes. “Conviene darle cuerpo al misterio para conjurar el miedo a lo vago”, se me ocurre inferir.

Muchas veces he ido a la costa a henchirme de aire. El Nikolis es una silueta fantasmagórica que navega hacia mí. Sueño con barcos que navegan hacia adentro.
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Españoles de ultramar

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Recién publicaba España en sus gacetas la nueva ley, alguien pedía “el último” en la cola de los nuevos ultramarinos de La Habana. Nadie leyó la hoja donde figura, inmensa, la cifra 1936 como indicio límite para los solicitantes. La cifra de la Guerra Civil. Miles de descendientes de los emigrados a causa de la desigualdad de oportunidades en la España borbónica también solicitan reivindicarse como españoles de ultramar, nuevos indianos –esta vez sin blanca- quieren hacer el camino de retorno a la Madre Patria de donde nunca hubieran salido, a no ser por culpa del abuelo. Ya se ofrecen turnos para el 2015. Para ese momento la ley habrá perdido vigencia, pero les da igual. No importa la ley. Suponen que España hace justicia.

Algunos parientes andan repasando papeles antiguos. Está claro que el viejo embarcó en El Ferrol para el Nuevo Mundo mucho antes de la República de Azaña, y no entendía de política. Vino apenas para ver si medraba. Hizo carbón en una playita olvidada. Con el tiempo, consiguió hacerse de un bote y fue pescador como los apóstoles. Años después era dueño de una flotilla. Bendita América. Después del 59 lo entregó todo. Pudiera pensarse que despojaron, pero no; él había vivido en una choza allá en España y comprendió los nuevos tiempos que se instauraban. Nunca volvió a Galicia. Tal vez porque no le gustaba Franco, o porque le había conocido el tuétano a la isla. No se sabe.

Ahora se cambian lámparas nuevas por lámparas viejas, como en “Las mil y una noches”.

Hay gente terriblemente claustrofóbica.

sábado, 2 de mayo de 2009

Jugando a la Edad Media

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Antaño fui monárquico. Por ahí queda la dedicatoria que hizo un amigo a la cabeza de un cuento suyo donde ocurren atrocidades en un patio francés: María Antonieta mira de reojo a la Dubarry, sin prever que ambas perderán a cabeza a manos de los jacobinos.

A los nueve años compré una “Historia de la Edad Media”. Lo recuerdo bien: un capitel románico en la cubierta, y detrás, la armadura completa de un caballero medieval. Abarcaba hasta los días de Versalles. Tenía un grabado dorado de Carlomagno como emperador de los francos y otro de Enrique IV de Alemania, descalzo y trajeado de penitente ante las puertas de Canosa. Esa paradoja de la monarquía triunfante y la majestad caída me sorprendió entonces. ¿Cómo se experimentaría –pensé- el vértigo de esa caída desde el poder ilimitado hasta la humillación y el martirio? A mi amigo Alexei, arcipreste, le hace gracia oírme pronunciar el nombre ruso de Yekaterinburg, el sitio donde los bolcheviques liquidaron a la familia del zar. Entiendo que para la historia no significa nada el mujik anónimo que murió de azotes, pero no puedo evitar la compasión por la princesa Anastasia, ni pensar en las últimas joyas que llevaba cosidas en el forro del traje, en su belleza, en el disparo a quemarropa y en el estupor de sus verdugos.


Aquella vieja “Historia…”, hallada por azar en el recodo de una librería, tenía además una lámina que me obsedió y me condujo a intentar una Restauración, una de esas regresiones a las que suelen inclinarse tanto las monarquías. Era la pirámide de las relaciones feudales: arriba, el rey, sentado en un sillón omnicomprensivo, con expresión de santo; en el escalón inferior, los grandes señores feudales: duques, condes, marqueses; debajo los sencillos caballeros vasallos de segunda; al fondo, los campesinos dependientes hartándose de cerveza. Era un régimen lógico, racional, comprensible: todos pagaban al señor sus rentas en especie y en dinero, pero el señor tenía a su vez otro señor, a quien también pagaba, y encima de todos estaba el rey que cuidaba de sus súbditos. Mi rey favorito: Luis IX, el cruzado. Vi una estampa suya al momento de morir en Túnez, místico, con rictus amargo y conformidad piadosa por no haber alcanzado las riberas de Tierra Santa.

Así empezó el juego: mi hermana, duquesa; mi hermano, conde –a veces degradado a caballero si nos disgustábamos, en ocasiones simple palafrenero-; los amiguitos del barrio fueron agraciados también con toda suerte de dignidades francesas o alemanas. Hubo hasta una opulenta landgravesa, lo recuerdo bien. Yo mismo redacté los títulos y los sellé con pegamento de harina pan que denominábamos lacre, hábil amanuense. Para las comidas frugales y las meriendas de agua con azúcar prieta inventamos un grave ceremonial inspirado en los Habsburgo. Quedaba constituida nuestra monarquía. Quisiera decir que me hubo elecciones, una dieta, un incipiente parlamento, pero no sucedió así: fue una monarquía absoluta.

Transcurría el año de 1993. En nuestro edificio todos empezaron a sembrar en cada lienzo de tierra improducta. Los niños nos hicimos apuntar en la iniciativa. Mi papá y yo sembramos dos matas de guayaba; una se malogró, la otra demoró muchos años en dar frutos. Regábamos los sembrados desde los balcones con mangueras conectadas al grifo. Cuando el agua escaseó, empezamos a construir un pozo que hubo que cegar más tarde, por inútil. Había cierta expectativa de peligro en esos días y se construían muchos túneles. En esas galerías subterráneas sesionaba nuestra corte. Por todas las producciones obtenidas inventamos una renta: el que siembra tomates consume algunos y da los otros en concepto de tributo, el que colecta limones o vainas de gandul, igual tributará, en igualdad, para que todos puedan alcanzar. Los tributos se repartirían equitativamente. El régimen duraría siglos. La economía volvía a ser natural y cerrada. El rey solamente no trabajaría; se encargaría de distribuir y consensuar. A veces –muy pocas- se hacia empujar en un triciclo loma abajo para sentir el vértigo en los dedos. También exigía que lo llamaran “Majestad”. Por último, su política de prestigio obligaba a practicar onerosas expediciones en el alcantarillado y los marabuzales.

Todavía no sé por qué me derrocaron.
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