domingo, 28 de noviembre de 2010

Rezaré por Jesucristo. Lo que sucedió en la reunión de los católicos de Sagua la Grande con un grupo de seropositivos al VIH.

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La noche del viernes nos convidaron a una reunión en la iglesia. Fue una emboscada: primero tuvimos que asistir a misa. Una mujer, Gloria, no aceptó arrodillarse al momento de la eucaristía. -¿Por qué, si no creo que ahí esté Dios? –y se sentó-. Yo también permanecí quieto y aproveché para examinar a los concurrentes. Había poco más de una docena de seropositivos. Algunos vinieron acompañados de su familia. Los demás eran feligreses.

La misa rebosó de alusiones: vida eterna, apocalipsis, enfermedad, conciliación. La dicción del sacerdote era pésima. Es maltés, como el halcón de Humprhey Bogart, la noticia más cercana que tenemos de esa isla. Un halcón mudo y oscuro, un cura que bisbisea la liturgia es todo lo que sabemos de Malta, cuya capital es mucho más pequeña que la ciudad del Undoso.

Conozco el ceremonial católico, pero me dio pereza responder las consabidas preguntas. Solo al final me decidí a decir “y con tu espíritu”.

Después de la misa nos invitaron a pasar a la sacristía. Un acólito ofrecía la mano en la puerta con ademán de pésame. Tomamos asiento en una mesa antigua, semejante a la que suelen adjudicarle a la Última Cena, aunque sabemos que no hubo tales muebles en aquellos días. Los que no alcanzaron asiento ocuparon butacas, e incluso un alféizar.

Los convidados conservaron la gravedad litúrgica. Parecían muy desdichados, no sé si debido al “maligno” virus en las venas o al carácter solemne del ambiente.

El cura, vacilante, encaminó su dulce retórica a una idea de unidad y conciliación con la vida, con la eternidad… El mundo no se termina aquí –repetía con su acento desastroso-. Ante la dificultad de seguir hilando en español cedió nuestra dirección espiritual a uno de sus auxiliares. –La iglesia está abierta para ustedes –comenzó-, el apoyo que no encuentren en la sociedad pueden hallarlo aquí. ¿Alguien desea compartir algo?

Nadie habló; alguien empezó a sollozar.

María Francisca, la funcionaria de Salud Pública a cargo de la atención a los seropositivos y la lucha contra el SIDA, recordó que debe su segundo nombre al seráfico santo de Asís. Se congració, efectivamente, con una monja franciscana que asintió, complacida. Pero no se detuvo, mencionó una especie de forum ocurrido en la mañana donde ella tuvo la buena idea de llevar una investigación de “un paciente” suyo. La primera pesquisa –que se sepa- emprendida por un seropositivo en pos de examinar “el problema” desde sí mismo, con la perspectiva de los afectados. Perdón, tal vez no lo dijo con esas palabras, pero no puedo reproducir el estilo de Francisca, errático y sentimental.

A este punto de la conversación tuve que intervenir. Yo soy el autor, el paciente de la enfermera franciscana, su enfermo. Mi trabajo –lo escribí hace dos años para la universidad- versa sobre la cosmovisión de las personas que viven con el VIH, la percepción distorsionada que tienen de su situación por causa de los contenidos simbólicos que la infección ha suscitado desde su origen. Ellos, expuestos al azote de los símbolos, a la enemistad íntima que auspician representaciones negativas propiciadas por los colectivos.

¿Alguien entendió? ¿Alguien añade su experiencia?

Ante el silencio ya no pude detenerme. La condescendencia que degrada, el énfasis en el desvalimiento del compadecido, me colmó. La máscara de los infelices, impedidos de mostrarse completos, se hizo añicos:

- Tengo una preocupación con respecto al rol de la Iglesia en la lucha contra el SIDA –empezé-. ¿Cómo entender que una institución pueda colaborar eficazmente si condena el uso del preservativo?

El maltés sonrió, turbado:

-La Iglesia quiere la humanización del sexo. Promover el condón no resolvería el problema, lo profundizaría. El papa –continuó trabajosamente- ha dicho que si un prostituto comienza a usar preservativos está dando un paso hacia la moralidad.

Hubo un silencio mayor, ya sepulcral. “Promover el condón profundizaría el problema”. ¿Entonces para qué trabajas tú, franciscana Francisca? Difundes condones de la muerte. ¡Qué sutileza de párroco!

Continué:

- Pienso que el primer paso para resolver todos los conflictos en torno al SIDA es el respeto y la aceptación de las diferencias sexuales. Conozco a muchos –algunos están aquí, añadí- que contrajeron el VIH porque sus familias no les proporcionaron una adecuada educación para el sexo y tuvieron que ejercerlo en sitios inadecuados, en un mundo anormal que les devastó la autoestima. La Iglesia –concluí- proscribe las uniones homosexuales y trabaja entonces contra la justicia.

Tal vez no lo dije exactamente así, pero el cura se amilanó. En su articular caótico creí escuchar “Adán y Eva”, “San Pablo”, “Palabra de Dios”… El buen auxiliar vino a socorrerlo. Ahora escuché mejor y sí entendí que dijo “desviaciones sexuales”, y también capté una frase completa: “La Iglesia no condena a las personas sino su pecado. Jamás le niega su caridad a nadie, aunque sea homosexual.”

Me levanté.

- Tengo que trabajar –me excusé-, pero antes de irme les digo que no queremos cielo ni infierno, sino cielo aquí, y esa compasión de la Iglesia que cercena nuestra humanidad no podemos aceptarla.

Dice Eric que todos me tuvieron a mal la intervención. Yo creo que María Francisca –que no cesó de tocarme la espalda mientras intercambié con el párroco- no debió aceptar la invitación de una institución que socava el trabajo de los que combaten el VIH.

Me acordé de un muerto. Le decían Chupeta y una vez dijo, con sabiduría de excéntrico: “el SIDA somos nosotros, ¿cómo combatir contra nosotros mismos?”. Nosotros, los que callamos, los que aceptamos la injusticia sin protestarla.

A la salida, aquella especie de sacristán me obsequió, otra vez, con su compasión:

- Rezaremos por ti.

Y yo por ustedes. Recordé a San Manuel Bueno, el mártir de la novela de Unamuno, y añadí, mentalmente: rezaré por ustedes, y por Jesucristo.

martes, 23 de noviembre de 2010

El divo Hipólito Lázaro

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Hipólito Lázaro (1887-1974) cantó en el teatro Santos y Artigas en 1919. El año anterior había debutado en el Metropolitan Opera House con el mismo personaje: el duque de Mantua –il Duca-, de la ópera Rigoletto. En Nueva York lo secundaron Giuseppe de Luca y María Barrientos. A su turno, el empresario Adolfo Bracale también consiguió un elenco distinguido para otra tournée cubana del divo español. En la Villa del Undoso subió a las tablas junto a Albertina Cassani –discípula de Regina Pacini- y el barítono Giuseppe Danise. Tres años antes, Lázaro probablemente estrenó en Sagua I puritani, ópera ausente de los escenarios insulares durante algunas décadas. En aquella ocasión lo acompañaba Amelita Galli Curci.

Si los sagüeros se dieron el lujo de oír en su coliseo a un tenor que fue aclamado en La Scala y en los grandes teatros europeos tuvieron que pagarlo bien. El abono era exorbitante, incluso para las butacas comunes. Además de Rigoletto, la compañía de Bracale puso La Bohème. Los anuncios se jactaban de la procedencia italiana del vestuario, la utilería y los decorados. Milano, pregonaban.

Hipólito Lázaro mencionó a Sagua en sus memorias. Acaso lo hizo también Bracale, pero no he podido consultar las suyas. El público de la ciudad no olvidó aquellas temporadas, ni siquiera cuando la ópera dejó de ser una industria tan provechosa en Cuba y los divos se marcharon para siempre. La aguja del fonógrafo Edison todavía rasguña la voz de Lázaro en un museo sagüero: “Recondita armonia”, RCA Victor; tan recóndita que ha enmudecido.

Manino Aguilera, periodista y reconocido diletante, guardó el retrato del divo con los atavíos de I puritani. La tarjeta consignaba al dorso los pormenores de las presentaciones en el teatro Santos y Artigas: sendas óperas para aplaudir a Lázaro. Giuseppe Danise, uno de los mejores barítonos de la historia, era una celebridad secundaria. Cassani ni siquiera podía medirse con la grandeza del Duca.


Manino decía que Hipólito Lázaro fue un digno rival de Caruso. Lázaro nunca se consideró tal. Él no vaciló en declarar su superioridad. Yo soy mejor que el italiano –afirmó-. Cuando volvió a España hacía furor Miguel Fleta. Se enfrentaron lazaristas y fletistas. ¿Y por qué? –insinuaba el tono de nuestro Duca-, es evidente que prevalezco sobre Fleta.

La megalomanía de Hipólito Lázaro no empañaba su cortesía con las damas. Fue así, tan galante, que enamoró a la santiaguera Juanita Almeida. La leyenda que difundieron los fanáticos del tenor, aupada por él mismo, atribuye su matrimonio cubano a un legítimo amor a primera vista. Lo confirmó su esposa en una entrevista que les hizo Nydia Sarabia. Con setenta años, el Duca seguía ufanándose de sus dotes extraordinarias:

Recuerdo que en México, en la plaza de toros, canté una vez y pedí que me quitaran los micrófonos. Cuando terminé el público me ovacionó y todo el mundo me escuchó perfectamente.(1)

La periodista viajó hasta la residencia campestre del divo y pasó una tarde con la familia. Conoció el apego de Lázaro por Cuba, su disposición a regresar siempre. Después se interesó por la vigencia de la ópera, y el cantante, poseído por su divino pasado, observó:

Hoy con la televisión, la radio y el cine los verdaderos valores de la ópera usted no sabe si son buenos o malos, pues las grabaciones son superiores. También hoy van a ver a un lindo o a una señorita con líneas más o menos pronunciadas. Figúrese usted si a mí, con esta estatura, me hubieran quitado este pecho de encima. No hubiera servido para cantar ni una sencilla romanza.(2)

Otra vez la superioridad del Duca. El aristócrata de la voz sobrehumana regresa –trepidante- para afincarse en el timbre gallardo que ensordeció en 1919 al auditorio del teatro Santos y Artigas. Sus agudos se oyen todavía en los palcos.

He pasado la tarde escuchando a Hipólito Lázaro. Me suena enfático, demasiado conciente de su grandeza, tan desmesurado en “Celeste Aida” que parece prodigarse un canto a su propia condición celestial. No obstante, estos desmayos que enturbian la vigencia de su arte no impiden que pueda aplicársele el elogio que tuvo para Titta Ruffo:

Cuando Titta Ruffo cantaba no era un río lo que saltaba de su pecho, era un torrente que estremecía a cualquiera.(3)

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Notas:

(1) Nydia Sarabia: Voces en su época, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 75.
(2) Ídem.
(3) Ídem.

Imágenes:

El eminente tenor Hipólito Lázaro. Tarjeta con el programa de sus presentaciones en Sagua la Grande. 1919.
Amelita Galli Curci, como Violetta.
Dorso de la tarjeta promocional de la tournée del divo Hipólito Lázaro con el elenco contratado por Bracale, óperas previstas y precios del abono a las dos funciones.
Hipólito Lázaro en I puritani, de Bellini.
Gran Teatro Santos y Artigas, Céspedes y Libertadores, Sagua la Grande.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Imágenes llovidas

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Aquellas fotos se fueron con la inundación. El siglo XIX fue llovido, río abajo. Los muertos sufrieron lo que sería la muerte segunda: la muerte de la imagen. Por eso me ha sorprendido este retrato. Ellos no estaban aquí en 1894 ni en 1906. Tal vez supieron ponerse a recaudo en el piso alto, como los enfermos del hospital Pocurull, que llevaron paraguas y mantas a la azotea.

De Clara García de Bravo, fotógrafa finisecular, nunca tuve noticias. Infiero que fue una de las siete mujeres registradas en el oficio por el censo de 1899.(1) La viuda de Gregorio Casañas, fotógrafo de Máximo Gómez en Narcisa y autor de un prolijo álbum sobre la Sagua de 1902, también gobernó su propio estudio.

Los primeros que hicieron posar a los sagüeros se sirvieron del daguerrotipo. Fueron el malogrado inventor Tomás González Elías, ingenioso joven que murió de viruelas, y don Francisco Albar. Ambos gabinetes se establecieron en 1854.(2)

Dos años después nació en la jurisdicción de esta ciudad Peter Henry Emerson, artista y teórico de la fotografía naturalista. De mayor, que se sepa, no volvió a Sagua. Residió en Inglaterra y se le considera un pionero en la concepción de la fotografía como arte. Existe una correpondencia de Emerson con su familia en la Villa del Undoso que no he podido consultar. Se conserva entre los papeles del fotógrafo, en los archivos de Norfolk. La relación con su ciudad natal fue más extensa de lo que pudiéramos pensar. A su matrimonio, un periódico británico aludió a la posesión familiar en la comarca sagüera.(3)

Pascual Pérez, a quien sus contemporáneos llamaban Stieglitz, era el fotógrafo favorito de la buena sociedad republicana. Guardo fotos de mis tías abuelas con el membrete de su estudio. El Stieglitz sagüero tuvo a su cargo el desaparecido fotorreportaje dedicado a la visita de Federico García Lorca. Fernando Ortiz también le encargó después algunas estampas del cabildo Kunalumbo, ilustre remanente de la Regla de Palo Monte.

Germán Puig, fotógrafo de la genealogía de Von Gloeden, me mostró algunas fotos familiares que hizo Pascual Pérez; me contó cómo de niño corría a disputarles las revistas que publicaban fotos de las estrellas de cine a las Cabrera, las señoritas de enfrente. Ellas –Herminia, Aurora, Hortensia- eran primas de mi abuelo. Tengo una foto de Herminia coronada por una guirnalda unos años antes del nacimiento de Puig, cuando la consideraban una de las bellezas de la ciudad. Por ahí me toca el apego a las imágenes llovidas y soy otro Germán corriendo a la casa de “las hortensias”: ajusto el rostro de Garbo a los atrezzos neorrománticos de Pascual Pérez; Hedy Lamarr inventa el daguerrotipo junto al inventor picado de viruelas.

Una foto perdida voy inventando.

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Notas:

(1) War Department, Office Director Census of Cuba: Report on the census of Cuba, 1899., Government Printing Office, Washington, 1900, p. 462.

(2) Antonio Miguel Alcover y Beltrán: Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción, Imprentas Unidas de La Historia y El Correo Español, Sagua la Grande, 1905, p. 143.

(3) […] Peter Henry Emerson, Esq., M.R.C.S., etc., of Clare College, Cambridge, eldest son of the late H. E. Emerson, Esq., of the La Palma Estate, Sagua, Cuba […]. American, Cuban, and colonial papers please copy. The British Medical Journal: Births, marriages, and deaths, July 2, 1881, p. 33.


miércoles, 17 de noviembre de 2010

Esteban, Oprah, un sueño quiteño

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Esteban no sabe quién es Oprah Winfrey. Ni yo lo sé.

A Esteban le gustaba Chopin. Pero solo un nocturno, el más delicado. Se sintió culpable cuando le dijeron “¡tú no conoces a Oprah!”. Me reí al oírselo referir. Se consoló cuando le dije que su interlocutora, artesana de fruslerías, tampoco sabe quiénes son Clara Barton, Helen Keller o Amelia Earhart.

Pensé en Esteban cuando alguien intentó hacerse acompañar por mí durante el último paseo de Oprah por la Casa Blanca. Una artesana de galimatías. No lo digo por la Winfrey; insisto: no la conozco. Sí quisiera saber cómo articulaba Helen Keller, cómo podía hablar en público y conquistar muchedumbres si una vez fue muda. La voz de Miss Barton era recia, a diferencia de lo que atribuye la tradición a las chismosas filantrópicas. Amelia Earhart descuidaba su dicción, imprecaba como un contramaestre ebrio precipitándose al fondo del Pacífico.

Esteban Hernández se llama una fábrica de azúcar próxima a Martí, en la carretera de Cárdenas. A Esteban, el que desconoce a Oprah, le disgusta llamarse como un central martiano -¿es el gentilicio correcto?-, como si deshonrase llevar el nombre de una ciudad o un país. Quizás mi tía abuela se enorgullecía de llamarse América. Hubo entonces quien se llamó, con exótica vocación austral, Argentina. También recuerdo a una anciana de nombre cósmico, Universo, aunque no la conocí. Esteban odia a Oprah y reniega del escueto cañaveral que lleva su nombre. Un Hernández es un fulano, por eso Esteban se mudó a Alemania y adoptó el apellido Evermann, tan distinguido a su oído latino. Tampoco sabe que es apelativo de fulanos en las ciudades hanseáticas. ¡Cómo se reiría Oprah!

Este mediodía soñé con Esteban. Los sueños de la siesta siempre son malignos.

Yo estaba en Quito. Me internaba en un edificio con sótano. La conserje acudió y le pasé un papel con las señas de R., a lápiz, con una letra desconocida. Asintió. Salí a la calle y ahí estaba R., el palíndromo, a bordo de un auto descapotable. Es extraño: tenía el cabello largo de Esteban y algo de su porte delicado, como un nocturno de Chopin. Sentí mucha desazón. Me recibió con frialdad germánica y cerró la capota de su auto. Yo sostenía mi bicicleta, vacilante, sin hallar cómo llevarla conmigo. Pensaba en la vuelta a Cuba, en la necesidad de conservar la bicicleta. No acepté el asiento junto a R. y caminé hacia la avenida. Se me ocurrió que él deseaba sentarse en la barra, apretarse contra mí y salir, como antes, loma abajo, hacia la muerte respetuosa que nos dejó ir.

Seguí a pie, por una avenida turbulenta. R. –¿o Esteban?- me seguía. Probablemente fueran ambos, vaciados en una equívoca unidad. Tropecé con la fila a la puerta de un banco. Una señora sostenía un peine parecido a un revólver. Usted me asustó –le reproché-. Ella sonrió y dijo, con expresión de sibila, “mañana espantarás”. Temí perder a R., mi único asidero en la ciudad, por eso hice las paces. Me miró desde la cara de Esteban: estás en el peor sitio –arguyó- y vives frustrado.

Una librería se anunciaba en la misma calle. Entramos. No había libros, los anaqueles estaban vacíos. Solo vendían manuales ilegibles y cestos tejidos, parecidos al que usaba mi mamá para guardar la ropa sucia.

Anoche me caí de la bicicleta. Se zafó el sillín y caí. ¡El momento de la caída es tan efímero! De pronto me vi en el suelo. En mi sueño quiteño dejé la bicicleta en la calle; si ha de matar, que mate a otro. Yo caí al fondo de un cesto tejido. ¿Y R.? No lo sé. No supe más de Esteban.

martes, 16 de noviembre de 2010

El amado inmerso

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Tras el descenso no reparamos en la gola del tiempo.
Íbanse contigo las luces húmedas del barrio inglés,
un sol ahumado por las chimeneas.
El pasamanos me dotaba de vacilación
-¡el soldado de los tableros vence!-
y el dedo turbio de la certeza
apuntaba a mi caída de alfil ceremonioso.

¿Y si no soy el bienamado tuyo a quién darme?

La carga de los dragones, delicados
caballeros de cascos lacios,
parece una escena sumergida.
Examinado desde el salón, sujetando la aridez mía,
todavía podría beberme
el vino quebrado de tus ojos.
Los dragones lloran oblicuamente sus aguas falaces,
empapan el gobelino con lluvia de nortes.

El bienamado hunde su gola bajo aguas negras.
Se oscurece la estación, oscurece bajo mi casco.

¿Si no soy el bienamado tuyo
cómo fijarme, anegado por cuáles aguas,
a la gola de otro tiempo?

Apenas asirme querría
para aguardar por el descenso y afligirte
como un soldado inmerso.

lunes, 15 de noviembre de 2010

El placer de no viajar

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Tengo el placer de no viajar.

De niño fui una vez a cayo Esquivel a bordo de una patana y recuerdo que los delfines eran menos esbeltos de lo que esperaba. Ejerzo el placer de permanecer y me excuso con el plausible argumento de las mitologías: los viajes son semejantes a la muerte.

Tengo mis flaquezas, sin embargo. A veces quiero navegar. No me excitan los aviones ni los carromatos que van a Roma. Lo mío es la navegación. Por eso jugué, dramáticamente, a hundir una barcaza de plástico en la bañadera de mi casa y coleccioné sellos marineros y me pego siempre a la costa de Isabela para ver la silueta de un barco fantasma.

Ahora estoy obsesionado con los vapores que partían de Barcelona o Nueva York y, después de hacer escalas en Canarias, Puerto Rico, Nassau o Arecibo, llegaban a La Habana, Matanzas y Sagua la Grande.

De Barcelona procedían los buques “Pinillos”, “Conde Wifredo” y “Pío IX”. Eran mixtos: llevaban velas y máquina de vapor. Los periódicos catalanes de finales del siglo XIX anunciaban las salidas:

VAPORES TRASATLÁNTICOS
de "Pinillos, Saenz y Compañía"
Para Puerto Rico, Habana, Matanzas y Sagua la Grande
Saldrá á primeros de julio el grandioso vapor de acero
de 4,5oo toneladas, 100 A. I. más deí Lloyd
Miguel M. Pinillos
Admiten carga i flete y pasajeros para dichos puntos
y también para CANARIAS.


Según algunas fuentes esta línea fue la primera naviera de España.

Otra compañía barcelonesa, la de F. Prats, con oficinas en la Rambla de Santa Mónica número 21, destinaba su vapor “Gran Antilla” al itinerario que seguía desde La Habana hasta Sagua, Caibarién y Santiago de Cuba.

Ward Line, Munson Line y Bea Bellido & Co. admitían pasajeros y carga en Nueva York para los puertos de Matanzas, Cárdenas y Sagua la Grande. También hacían escalas en México, Florida y Nassau.


La Ward y la Munson, aunque se expandieron y llegaron a servir las rutas de Montevideo y Buenos Aires, tuvieron a Cuba como un destino especial y bautizaron a sus buques –en el caso de la Ward- con nombres de puertos cubanos.

Adelfa Villar, la antigua jueza de Isabela, me señalaba hace unos años la situación exacta del desaparecido “muelle de la Munson”, que daba a la desembocadura del Undoso. La Munson Line poseía una publicación denominada “The Cuba Review & Bulletin” donde aparecieron fotos del puerto marítimo isabelino y una lista de “business firms of Sagua la Grande” que consigna a Manuel Rasco como agente de la línea de vapores.

Un volante publicitario impreso en 1888 con el título “Ward Line to the tropics” establecía la ruta de los vapores de la compañía de James Ward: Havana, Nassau, Matanzas, Cárdenas, Sagua, Santiago de Cuba and Cienfuegos…

Pasajes, menús, fotos, papeles sueltos han quedado para mostrar el lujo de los buques de la New York and Cuba Mail Steamship Company, nombre oficial de la Ward Line.

Una estampa del vapor “Conde Wifredo” en Málaga y un óleo del “Miguel M. Pinillos” me dejan imaginarlos al momento de atracar en la rada sagüera.

A mi placer de no viajar sucede entonces el hábito de desembarcar desde ningún destino, recién llegado incansable desde el ultramar de mi navegación por aguas imposibles.


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Ilustraciones:
Cartel de la Ward Line, 1883.
Emblema de la Ward Line.
Vapor Miguel M. Pinillos, óleo de J. Pineda.
Folleto de la Ward Line, 1890.
Pasaje de la Munson Line, 1906.
Vapor Cienfuegos, Ward Line.
Cartel de la Munson Line con sus destinos cubanos, 1900.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El invierno en Cuba

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La bondad de nuestro invierno fue un recurso de reafirmación identitaria para los poetas insulares. Ahora mismo no aparece mi ejemplar de Cantos a la naturaleza cubana del siglo XIX, la antología de Samuel Feijoo donde Milanés, Pobeda y otros que no recuerdo arguyen analogías invernales que siempre favorecen a Cuba. Otras frialdades son inclementes; Cuba nunca se hiela. Milanés decía refiriéndose al invierno –cito de memoria-: ¡nada apesadumbra y todo admira! Quisiera suscribir la vieja tesis del invierno idílico que jamás azota el Bóreas –según Pobeda- pero no puedo. El frío se adelantó este año; me suspende detrás de los postigos con una grisura de fieltro gastado y húmedo.

Chicha, en el escalón de su puerta, se parece a Isaac de York. Al verla he pensado en el judío llegando al banquete de Cedric el Sajón. Parecía una alegoría del invierno -apunta Scott- cuando extendía las manos hacia la chimenea del salón grande de Rotherwood. Chicha alegoriza al invierno de Cuba, que no es el mismo que celebraban los poetas decimonónicos. Supongo que ahora sí hiela. En su abrigo raído, en su frazada rota, en su piel vieja.

A diferencia de algunos amigos odio el invierno. No siento la nostalgia del frío; prefiero el verano. La gente andaba casi desnuda, exuberantes. Ahora todo se empobrece. La elegancia de otros inviernos -el gabán y la bufanda bajo la nevada- no se conoce en Cuba. Nuestro frío empapa con su llovizna de nortes.

El invierno obliga a ostentar nuestra pobreza. Quisiera suscribir la tesis origenista de la pobreza idílica pero no hay belleza en las cobijas agujereadas ni en los impermeables rusos y alemanes del siglo pasado. Acabo de recordar una suerte de arcaísmo, huraco, que se aplicaba en mi infancia a los huecos de las colchas.

Chicha se frota las manos en ademán de sacar chispas. Cierra el gran huraco de su puerta y se calienta ejecutando una polka. Esto no será cierto, pero me consuela. Jamás he escuchado una sola pieza de su piano helado.

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Fotos: 9 de noviembre de 2010.

jueves, 4 de noviembre de 2010

El diablo de la piñata

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Esconde su faz, no mira a los ojos. Hace viento y la caja gira sobre sí misma, me burla. No puedo mirar de frente al diablo de la piñata que pende del balcón como un lastre maligno.

La cornucopia contiene la ironía de un paraíso yerto.

A mí me aterrorizan los cumpleaños. Qué miedo a tirar de los hilos y volver a casa sin un lápiz roto. Los niños se debatían en una urdimbre de brazos para arrancar un caramelo a los afortunados peleadores que ocupaban el centro, bajo la súbita y escasa lluvia de tarecos.

Qué miedo al instante que sucede al tirón de hilos. Dura hasta hoy, cuando dilucido el significado de aquellos cumpleaños dramáticos, el sentido que tenía aquel acto vertiginoso de alcanzar algo en el festín de sobrevivir donde alguien sirvió la mesa para unos pocos.

Fui un niño frágil, cansadísimo. A veces me complacía algún hallazgo, en ocasiones cruel, como el deporte de quemar hormigas, oírlas crujir en un estertor bajo la luz centuplicada de una lupa.

Mis hermanos también eran pirómanos. Bajo soles intensos aguardábamos por un verdadero incendio, que se producía a pequeña escala cuando un papel chamuscado de pronto ardía. Eran periódicos con olor de hormigas.

Yo quemaría las piñatas del mundo.

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Foto: Solís y Libertadores, 26 dde septiembre de 2010.

martes, 2 de noviembre de 2010

Un viaje posible

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Puede hacerse también una excursión a Sagua; y
como todo el curso del vapor se hace entre los cayos, la quietud del agua obvia la principal objeción de muchos a un viaje por mar: el mareo. (…) Una muy extensa sabana en las cercanías de Sagua le proporcionará también muchos agradables paseos, si es amante de las flores.

John G. Wurdemann, 1844.



Aún la Enciclopedia Británica define a Sagua la Grande como “ciudad y puerto”. No se refiere a la dársena de la Isabela, pues especifica que la Villa del Undoso posee allí su ocean port. De una edición a otra, el texto ha hecho sobrevivir al antiquísimo puerto fluvial que alguna vez recibió buques ingleses durante el siglo XIX.

Ya no existe el Muelle Real. Alexander Robertson no sabría dónde atracar. No quedan astilleros ni almacenes. Ni huelo la brea que consignó Esteban Pichardo como aroma deleitoso de las riberas.

El puerto fluvial sólo existe en el anacronismo de la Enciclopedia Británica.

Siempre he querido navegar aguas abajo. Desde el puente del Triunfo se cuentan treinta y dos sinuosos kilómetros hasta el mar. Los botes amarrados en la margen derecha, delante de los árboles que circundan la torre gótica del Sagrado Corazón, sugieren un paisaje alegre, sólo que apenas zarpan. El légamo nos ha vencido.

Según la Enciclopedia Británica, todavía puedo acompañar al doctor Wurdemann a la cabaña de una escocesa de Glasgow o Inverness, y aguardar después al pie de la gran escalinata por el vapor de la tarde.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La escapada

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Entenderás que trenzaba
la crinolina con muy pocas hebras
y apenas gemía su laconismo
como un tejedor de capullos cerrados.
Semejante a la semilla del silencio era
su música inhóspita,
país donde nadie acude a las puertas
con un puñado de sal para el viandante ilusionado
por devolverse al amor de la propia casa.
Imagínate un oboe estentóreo y un saxo infame
como la melodía de quien colige
una traición de los suyos.
Los caballos de la escapada trajeron la bruma fría
a la intemperie callada de mi abandono.

...

Canción goliarda

Amenazadme con una canción espantosa.
Gritad los decires blancos del anochecer
malogrado por viento
de lluvias y recuerdos jubilosos que empiezan
a remontar la escalinata interrumpida por siete cerrojos.
Por piedad, ¿quién me sujeta las sienes?
¿quién embrida los agujeros de enhebrar
dolores luego de la fiesta?
Matadme con una orgía de meditaciones vacilantes
antes de que muera con mi naturaleza confinada
a un limbo de árboles tenues,
como moriría cualquier niño plúmbeo.
Castigadme después, consoladme del tedio.
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