viernes, 17 de julio de 2009

Cada diez en Matanzas

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En verdad escribí un texto retórico para acompañar este álbum, una crónica a la manera decimonónica, decorada con nombres de poetas antiguos como orlas; ahora, decido, tal vez con sospechosa complacencia, que el encanto de Matanzas no debe ser profanado por mis palabras después de haber suscitado tanta poesía. He optado entonces por un compilación de imágenes apresuradas, tomadas desde la ventanilla durante los escasos diez minutos que se detiene el ómnibus de Sagua en la Atenas de Cuba. De diez en diez, voy sumando años en Matanzas; voy quedándome...


¡Tierra! claman; ansiosos miramos

el confín del sereno horizonte,

y a lo lejos descúbrese un monte…

Le conozco… ¡Ojos tristes, llorad!

Heredia

(Himno del desterrado, 1825)

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Los vivientes que algún día

triscaban en tu espesura,

hoy salen como las hadas

al resplandor de la Luna.

Plácido

(Al Pan de Matanzas)


Selva, montaña, campesina sombra

cedieron a la hoz y al hacha dura,

dejando un pueblo donde muerte había.

Manzano

(A la ciudad de Matanzas

después de una larga ausencia)


¡oh, Matanzas! ciudad adorada

que en dobles corrientes el rostro te ves […]

Milanés

(De codos en el puente, 1842)


Llevad mi canto y los recuerdos míos

A la bella ciudad de los dos ríos.

Delmonte

(A Matanzas)

Te quiero porque eres triste,

triste como la tristeza

Carilda

(Canto a Matanzas)


Y el coche oscuro se ha ido!

Cintio

(De mi provincia, 1945)


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Good job, María

Puedo escribir, al fin me dejan solo. El ventilador cruje su monótona ronda, avienta los pliegues de la sábana, en vano intento disimular el calor. Lo que se me ocurre para sobrevivir a la fatiga mental que también produce la canícula es una reflexión sobre el subdesarrollo que no sé si acabará en el sarcasmo o la apología. Me entrego al placer de discurrir; con el permiso de Titón voy componiendo mis propias memorias como transpiración del cerebro caliente sobre el tegumento de la hoja.

Antier llegaron los tíos de la Florida. Se hicieron esperar tres años, respetuosos de los interdictos. Dejaron a los viejos con bastón y los hallaron a gatas; el hermano ha comenzado a perder los dientes –oh, delirio de la aprehensión- ¿por morder el aire?; los que eran adolescentes ya se aparean como animales felices: uno de ellos, cuerpo grueso de reciente padre de familia, ha traído a la esposa, y no se sabe, a causa de la hinchazón de los vientres, cuál de los dos está encinta; la pequeña también se casa en el transiberiano Camagüey con un muchacho “feo y bueno”. Esta es una característica muy propia del subdesarrollo: la predictibilidad. Después de tres años todos siguen en la misma casa, dedicados al oficio siempre noble de sobrevivir, cetrinos por la cicatriz que deja el sol. En el subdesarrollo el sol nunca broncea como en los balnearios, amarillea y cala hasta los huesos.

La tía llegó tarde. La esperábamos a las once y apareció después de la una, en la madrugada. Comentó con satisfacción que “las calles están iluminadas”, y “han arreglado algunos parques”, y por último, que “hace calor, pero no hay apagones”. La tía es una mujer de elegancia natural, vive en Miami sin saber inglés; cuando su jefa, amodorrada, le dice “good job, María”, la tía sonríe y encoje los hombros.

El tío, por su parte, es un viejo lúcido. El fragor de los años ha sido ensordecedor y ahora disfruta la felicidad de escuchar sólo lo que interesa. Diserta sobre las paradojas del desarrollo: hay cerveza pero apenas se puede beber porque, dicen, “hace daño”; cualquier acto banal puede acarrearte una demanda; los impuestos de la gente común se usan para fines sórdidos. “El capitalismo es inhumano”, sentencia el tío, “el socialismo” –añade- “es la piedra trasnochada en el moropo de un visionario”. “Fidel es un genio” –ironiza-, “ha llenado Miami de cubanos productivos y talentosos para atenuar con la plata ganada en el Norte el subdesarrollo antiguo de la Isla”. El tío conoce bien el subdesarrollo y añora la ingenuidad del bon sauvage. Los hijos, cultivados antaño en escuelitas públicas bajo el juramento de “ser como el Che”, educan hoy a sus vástagos en escuelas privadas. Los hijos le reprochan que ande sin camisa, descalzo, o que use palabras como “moropo” y otros cubanismos incomprensibles. Los nietos apenas entienden su pintoresco lenguaje. El tío, jubilado por los yanquis, quiere volver a Cuba en unos años, a morirse aquí. Hay una sutil amargura en lo que dice, en lo que bromea mientras progresa la tertulia de los cubanos de ambos lados del estrecho.

El subdesarrollo es una planta amarga, parásita, que a veces crece en el tallo de la nostalgia; el desarrollo, por su parte, no es tal más que de nombre: nunca equivale a un estado de plenitud espiritual.

Al día siguiente, el subdesarrollo todavía me duele más. Como una vena impenitente me late en la sien. En contraste, todos andan jubilosos: ha llegado el instante paroxístico de recibir los regalos, la tómbola miamense de la compasión neoburguesa hacia la parentela pobre.

La Pequeña Ingeniera, flamante casadera, modela nueve o diez blusas, propone canjes, no cesa de repetir “lindo, lindo, lindo” y “qué toque me voy a dar”, muestra los tesoros a la amiga, a la prima, y a la mejor amiga de la amiga; el Nuevo Papá se frota las manos, frota las de su esposa, frota los brazos del sillón: hay una ropa de bautismo primorosa ahí, el bebé no carecerá de nada, bendita providencia que provee…

Todos charlan, beben, sueñan.

El subdesarrollo es un éter costumbrista que calienta el moropo mío y me trastorna con “un toque” tan ambivalente que no sé si escribir una diatriba o un panegírico, pero lo escribo. Good job.

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sábado, 11 de julio de 2009

El Palacio del Segundo Cabo. Una filigrana apócrifa para Libélula.


Ha venido, Libélula, tu emisario al palacio tardo barroco, dicen que herreriano, y se ha topado en el pórtico con el indecente Fernando, alias “El Deseado”, séptimo de su nombre. De frente, es el mismo reyezuelo; de perfil, aplatanado como parece hallarse, amenaza con aligerar la vejiga delante de los viandantes; o exhibir sus reales atributos ante las risueñas habaneras que tanto nubio han contemplado ya. ¡Ridículo destino! Fijaos, Libélula mía, como sostiene este infeliz el cetro de su entrepierna bajo el mediodía insular. ¡Cuánto bochorno!

He cumplido la misión encomendada; traspuse la portada ceñida por el escudo de las Españas; me introduje en el patio, que había creído más ancho; fui a escudriñar las librerías y los almacenes. Por bagatelas venden todo, en comparación con los ducados que me exigen los libreros de la plaza. ¡Quién lo diría: vale más ahora hacerse a la costumbre áulica!

¿Raudal decíais? No he podido hallarlo. Una nariz como griega que bajaba, parsimoniosa, ¿sería la princesa Basilisa Papastamatía? Jaque mate para mí: no era la Papastamota, pero da igual, una prima que hace una sangría en su biblioteca me ha obsequiado con “Paisaje habitual”. Bebamos una copa por ella.

En el patio, a la derecha, hay algo como una lápida cuadriculada o piedra de Roseta; está borrada, nada dice. ¿Qué hacer con un texto tan reticente?

Libélula querida, de una hoja revoltosa que bajaba del cielo he hecho una lengua, digo, un barco de fuego, y lo he puesto en las aguas de la bahía. Confío en que ha de llegarte el mensaje allende el Atlántico: las piedras verdes del palacio soplan donde La Habana quiere…


jueves, 9 de julio de 2009

Por qué no me gusta el capitolio de La Habana


Tenemos capitolio. La Estatua de la República, de facciones masculinas, cuerpo griego y pose de Atenea, preside la primera estancia. A sus pies, empotrado en el mármol, se guarda el diamante que indica el principio de los caminos de la Isla. Empero, yo entré por la puerta trasera, circunstancia que siempre invierte los cristales de mirar y permite percibir cómo lo grande se torna superfluo. Por detrás, el capitolio tiene algo de monasterio en las nervaduras de la bóveda, algo de estancia sórdida que refuerzan tantos emblemas de la nación –los escudos- custodiados por el grifo, animal de uña y pico rapaz. Al centro, en una habitación ocre de estuco desvaído, hay un busto blanco, un Martí sin expresión; este es el sitio donde he experimentado la más tangible ausencia de Martí y toda la tristeza de la República.

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Una vez más he viajado para disentir. Entre tanto guajiro seducido por la majestad “reputicana” –el calificativo pertenece, creo, a la simpática Renée Méndez Capote- quise permanecer inadvertido. Ni una foto consentí, nada que parezca un souvenir costumbrista. Un amigo me llevó hasta el Ángel Rebelde de uno de los patios, pero el ángel me pareció demasiado oscuro y próximo a la cúpula.

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Tenemos un capitolio inhumano. Nótese que no he dicho sobrehumano. Sobrehumana es la acrópolis ateniense porque se sabe exacta. La reflexión me la sugiere, por supuesto, algún texto de Animal de Fondo. El capitolio de La Habana es el palacio hipertrófico del país del terrón de azúcar -la islita del corcho-, el benjamín de otra mole legislativa de Washington que según el medidor de la fatuidad es un par de metros más bajo que el nuestro. Dice el amigo que me acompaña que este Salón de los Pasos Perdidos es mucho más hermoso que el vestíbulo del capitolio norteamericano. Ha visitado ambos y me confía su preferencia por el habanero. A mí me domina el hastío de la República, el ala de los senadores y el ala de los representantes, los salones neoclasicistas para honrar a las visitas ilustres. Nunca me ha gustado el mobiliario de estilo Imperio.

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¿Acaso fue la nuestra una república como griega, capaz de encarnarse en una mujer áurea, una república de la Razón? ¿Y el grifo? ¿Por qué custodia al escudo en todos los dinteles?

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Tenemos capitolio, ¿pero tuvimos una república? A la salida, una escalinata que da vértigo me devuelve a La Habana de los pedestres.

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miércoles, 1 de julio de 2009

La aurora en la nieve

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A Ron Silver, por la certidumbre de
esta aurora entrevista hace dos siglos
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Difícilmente podrían imaginarse los tejados sagüeros cubiertos de nieve. Las nieves tropicales, como apuntaba con lucidez el escritor Roberto Fernández, son las cenizas de caña que despiden los centrales azucareros. De esa nieve negra sí pueden hablar los sagüeros de todos los tiempos. Como buenos insulares, sin embargo, en corcondancia con la obsesión por el blanco que se manifestó en nuestros poetas desde el romanticismo, la gente del Undoso hizo nevar sobre la villa, y para mayor asombro de la posteridad, consignaron la aparición de una aurora boreal.
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A mediados del siglo XIX se vendía nieve en Sagua como artículo de lujo. Sólo podían adquirirla los adinerados, pues era transportada con las consabidas pérdidas ocasionadas por el sol tropical. Cinco pesos de oro costaba la arroba de nieve. Se pagaba en oro, por blanca y por fría, para mitigar el abrasamiento de la canícula.
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Los poetas de la época hablaban del Bóreas, el viento gélido del norte, y entre tanta añoranza de nevadas y ventiscas ocurrió lo que hasta hace poco consideraba una especie de alucinación colectiva: la aurora boreal del verano de 1859. Cuentan que fue avistada por la madrugada y era un hermoso resplandor que se extendía de este a oeste sobre el cielo de la ciudad. Muchos se alarmaron, encomendaron sus almas a Dios y pensaron en el fin del mundo.
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Hace poco un astrónomo me aseguró que, si bien el fenómeno es raro en estas latitudes, no deliraban nuestros antepasados al hablar de una aurora boreal. Ya se ve cómo el deseo de paliar el calor puede producir hasta una aurora mágica, que si se sazona con la nieve de la época, pagada en oro, alcanza para crear una ilusión de frescor que dura siglo y medio .
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Se lo digo a mi astrónomo con esta fe de hombre del pasado, casi parafraseando la divisa de los marqueses de La Habana, y él me echa de menos, renuncia a los pronósticos de tormentas solares, y asiente: una buena aurora vale para toda la vida.
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