martes, 30 de septiembre de 2008

De Werther a Wilhelm: la carta que no consignó Goethe

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Quemarás este pliego, amigo mío. Para ellos habré muerto, nadie invocará mi fantasma; eso he querido: escapar de todos; parto, para que no sepan que me quedo a salvo de las miradas y confinen de una vez esta memoria al desván donde fui sometido por aquella presencia sutil, el sitio donde ninguna muchedumbre me estorba las lecturas épicas, donde yo soy Werther y nadie espera que salga de héroe a ensartar dragones de otro tiempo, donde soy el espadachín de la hoja rota y el miedo inmenso. Este es mi ruego: cállate. Si consientes en admitir que nada me conviene mejor que el incógnito, satisfaré tu sed de epopeyas; sólo con esa certidumbre –tu discreción inexorable- me atrevo a referirte esta desolación mía…

Anoche estuve en la casa de Goethe. No creo que lo sepas bien, por eso voy a describirte la sordidez de sus habitaciones. Ojalá no me creas predispuesto al crimen, y mis ímpetus hallen justificación al menos en tu opinión, querido hermano.

Goethe vive en uno de esos edificios de parvo concepto estético que han obtenido la equívoca nomenclatura de “racionalistas”. No hay razón para tanta desnudez; te hablo de una casa recia y torpe, con aspecto de cubo; los balcones son oblongos; la calle, a oscuras, es el mejor marco para el escenario torvo donde me entrevisté con el escritor y empecé a escribir de mi propia mano este epílogo.

Mi narración empieza con un grito, pues en la puerta no había campanilla: Goetheeeeeee… El viejo se asomó, sonriente, y agitó una de sus manos. -Soy Werther –me identifiqué-. Él asintió; me había reconocido al instante. Mientras abría la puerta principal, yo lo escuchaba hurgar la cerradura, me inquietaba por echar abajo aquel obstáculo, entrar, y contarle. Cuando vi la escalera ante mí, tan alta, me desanimé y quise salir otra vez a la acera. Goethe, con ese andar satisfecho que le imaginaba, me precedió en el ascenso. En su cámara, muy cordial, me invitó a ocupar una comadrita frente a su silla, junto al anaquel de sus libros. Tanta hoja impresa me devolvió de pronto a la naturaleza de mi mal, a mi afición libresca; por momentos desatendía el rostro de mi anfitrión y me inclinaba hacia los lomos para descifrar el título de cada libro; el sillón sin brazos –la comadrita de marras- favorecía la inestabilidad de mi postura; sentí que no me alcanzaba la voluntad para sostenerme; se lo dije. Goethe me ofreció un té. –Es un excelente tónico –dijo-. Aproveché su ausencia del cuarto para mirar mi propio rostro en el espejo de enfrente. Estoy muy pálido, pero lo diré todo. Y lo dije, Wilhelm. Sucedió así:

-Nunca me visitas, joven Werther –empezó Goethe-. ¿A qué debo el honor?
-He recibido una carta, señor –no quise sonar vacilante-. Goethe me miró.
-¿Y qué clase de carta, jovencito, si se puede saber?
-Mírela usted mismo, von Goethe –se la extendí-.

Te copio la carta, Wilhelm. Al momento de recibirla anduve más sorprendido que tú ahora: es la primera carta de esta índole que he recibido en muchos años. Me conoces bien: voy a cumplir veinticinco, me he vuelto un escéptico. Hay quien me atribuye maneras de adolescente, pero tú sabes, amigo, que mi fiebre de antes se ha disipado en noches de sexo sin implicaciones y fatiga infinita del alma.

La carta, hela aquí. Goethe leyó para sí; yo espié su rictus, el entrecejo torcido. Todavía humeaba el té…

Querido Wert,

El motivo principal de esta carta puede parecer locura, así como que he enfermado, cual Quijote, tras leer tanta novela romántica. Sin embargo, responde a tus consejos.

Hace poco más de un mes, me has dicho que no debía “condenar al silencio las palabras que pugnaban por dejarse ver”. Así que aquí están. Creo que ya has tenido indicios de que al hablar de “ese chico” me refería a ti (espero no estar dándote una sorpresa realmente grande)… me sucede últimamente que me la paso pensando en ti y lo maravilloso que sería compartir mi tiempo contigo… podríamos pasear viendo viejos edificios, respirando el olor a lluvia, revolviendo los estantes de las librerías de viejo, mirando la Luna juntos, internándonos por los laberintos de la ciudad (…) Yo en realidad tengo poco que ofrecerte, pero no sabes lo mucho que me agradaría tener a alguien como tú…

Sólo quería seguir tu consejo. Y espero no haberte molestado de alguna manera ni perder tan preciada amistad.

Tuyo,

Ne.

Sólo he omitido breves pasajes y la legítima inicial del que suscribe. No quiero exponerlo a la curiosidad de nadie, Wilhelm. Esta carta me ha devuelto mi antigua percepción. No preví que alguien pudiera resucitar de un golpe a mi ángel muerto; estoy muy expuesto; hay mucho que callar, para que no me asedien los enemigos de siempre: la duda, el vacío, la incertidumbre.

Goethe sonrió al final de la lectura. Con algún sarcasmo lo hizo, me consta. Lo vi en sus ojos: miré su envidia. Y es tan ladino, que sonó compasivo, nostálgico…

-Escucha, pequeño Werther –esto es ironía, yo puedo mirarlo por encima del hombro: Goethe es un enano-. Sé que apenas si recuerdas a cierta Lotte de antaño; fue aquel suicidio el único sentido para salvarte de lo trivial que domina tus días. Te olvidaste de ella, al margen la dejaste, de ti sólo obtuvo migajas. Albert apareció para salvarla de tus abandonos. Eres contradictorio, hijo mío –hizo ademán de concluir-, tus amores duran lo mismo que el verano: en el próximo otoño estarás desnudo, y serás, otra vez, campo baldío.

¿Qué dices a esto, Wilhelm?

Quise decirle a Goethe que se equivoca, no me conoce… Lotte fue una víctima de sí misma, de una pasión que me infundió por su empeño. Logró conmoverme, mas no pudo retenerme consigo. Y sí la recuerdo: la veo al pie de una escalinata inmensa, esperándome cada noche con su mejor rubor. A Lotte yo la quise, pero estamos muy lejos de entendernos. Ella es –debo decirlo- demasiado doméstica. Goethe me escuchó; de esta avalancha dije lo que pude, lo que vino a la memoria.

-Y por este Ne. –el viejo es incansable-, ¿cómo puedes sentir tanto apego, si ni siquiera has acariciado su silueta y los separa un océano desconocido?

Goethe, reniego de ti, de esa desconfianza, de esos argumentos. Reniego de ese diabolismo que me atribuyes. Odio que me pienses incapaz. El fracaso de una historia no debe anticipar el perpetuo fracaso. Si quiero abrazar a N. ahora mismo, si ando imaginándolo, será tal vez porque es inasible, porque su nombre contiene el misterio que me subyuga. Soy tu criatura, nacido a tu imagen. Me dotaste para las quimeras más que para lo tangible.

Así le respondí, Wilhelm. He roto con Goethe. No volveré a verlo. La última visión que conservo de él es muy rara: no se veía tan viejo, sino prematuramente envejecido; muy delgado, de espaldas es un adolescente, de frente, un harapo de carnes. Lo mandé al infierno. Muchos que veneran su nombre me tratarán de criminal. Me he quedado sin asidero, sin autor: ya nadie me escribirá los parlamentos, nadie me dirá qué decirle a N., sólo cuento conmigo mismo. Por no soportar el escarnio de mis amigos de juerga, para que nadie se ría porque Werther ama otra vez, he venido a este refugio. Han de creer que me he muerto. Tú desaparecerás esta carta; purificarás mis sentimientos al fuego.

He pensado en contratar a Walter Scott o John Sheridan Le Fanu; no me disgustaría hacer de vampiro o mosquetero si no tuviese a Ne., pero entenderás que ahora lo tengo, y para él sólo puedo ser Werther sin el socorro de otra voz.
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viernes, 26 de septiembre de 2008

¿Y Amelita Galli-Curci? Una cita de incógnito en 1916.

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La RCA Victor hizo publicar hacia 1925 un catálogo de las óperas grabadas en sus placas por las estrellas primo cartello de entonces. En El libro victrola de la ópera –que así fue titulada la compilación- figuran Nellie Melba, Luisa Tetrazzini, Geraldine Farrar, Enrico Caruso, Ernestine Schumann-Heink, et al, fotografiados cada uno según la encarnación escénica que los hiciera célebre: Tetrazzini, muy abundante de carnes, metida en el ropón de dormir de Lucia di Lammermoor; Caruso, de mostachos y espada a la cintura, héroe romántico al estilo de Ernani; Geraldine, con desenfado en el cuerpo de Manón, fue la única beldad de aquellos escenarios… Hay en la nómina, sin embargo, otra mujer que magnetiza. Ataviada exóticamente de Lakmé, con una nariz sobresaliente que no disminuye esa elegancia suya, tan orgánica y natural, me observa Amelita Galli-Curci. Poco antes de dar con este libro en la biblioteca de Conrado Morales, kapellmeister sagüero, mi amigo Diego V. -snob, diletante-, había mencionado ya en cierta divagación de tono operático, no sólo por el tema, sino también por las inflexiones, la existencia de una “maravillosa galigurchi”, “diva de los tiempos ingenuos”, “cuando iban multitudes a la ópera”, etcétera… V. casi siempre es prolijo en los temas que le apasionan.

-Ah, Diego –interrumpí- suelta la prenda y déjame oír a la galiburchi…
-No, no –los diletantes pueden ser muy egoístas con sus hallazgos, lo sé, aunque V. parecía lamentarlo-. Disculpa –se encogía de hombros- pero la última vez que la presté no me la devolvieron y ahora mismo ni sé quién anda con el disco, un original, por cierto –especificó al final. Ah, Diego, pero no cambias. Prefieres un canje. No te gastas una filantropía, un gesto de verdadero desinterés conmigo. Ah, pero qué esquiva eres, Galli-Curci…

En un archivo de grabaciones históricas muy abundante en fonogramas de la Victor, encontré por fin a la célebre soprano con arias de Bellini, Gounod, Donizetti y Verdi. De la sugestión por un nombre, pasé a la reverencia: Amelita Galli-Curci, milanesa radicada en los Estados Unidos, estrella de la Metropolitan Opera House, fue una soprano de increíble porte, airosa intérprete de las arias más laberínticas del bel canto; una excelente actriz, además, en la consideración de sus contemporáneos. A causa de su leyenda de chica descubierta por el azar de una visita de Mascagni, soprano autodidacta que solía grabarse a sí misma para verificar la técnica que iba adquiriendo, diva, en fin, condenada por la enfermedad que estropeó su voz, surgió un texto de tramoyas operísticas que fue inevitable repartir en actos, cual representación; en sus últimas consecuencias, es mi argumento para un remake sobre la gloria y el eclipse de la cantante; otra vez, se trata de un argumento pertinaz de mi nostalgia.

A estas alturas, Amelita parecía perseguirme desde su olvidado pedestal: en la cubierta de Los misterios de la ópera, volumen de Roberto Méndez, Galli-Curci en la escena de la locura de Lucia; la conversación con Diego, a veces circular, hace emerger otra vez el diagnóstico de la tiroides y la consecuente mudez de la cantante; en un libro de Enrique Río Prado que, por casualidad –ahora ya lo dudo- encontré en una librería pequeña de Santa Clara, me entero finalmente de su presencia en Cuba, durante el apogeo de su arte, cuando fue contratada por la Ópera de Bracale. (Amelita Galli-Curci en Cuba, eso oigo; ahora sé que me persigue hasta la misma isla de mi tedio; desde la ventana la veo pasar, a bordo de un ford, la nariz alzada, sempre libera…)

Tengo una sospecha. A Sagua vinieron todos los virtuosos del siglo XIX. Aquí se presentaba la Compañía de Ópera de Napoleone Sieni; en 1893 actuó Salud Othon, a quien el mexicano Gutiérrez Nájera dedicara una graciosa crónica. ¿Y Galli-Curci?

Primo –el kapellmeister es mi pariente- ¿sabe algo de la presentación en Sagua de cierta Amelita Galli-Curci, una soprano vetusta?

A Conrado le hace gracia. –No, hijo –está a punto de reírse, no sé si por el apellido de la dama o por mi insólita pesquisa-. Se manejan los nombres de Brindis de Salas, Lico Jiménez, José White, Ignacio Cervantes. Todos estuvieron en Sagua. Hasta sale a la palestra una olvidada soprano, María de Klaus, acompañada por el pianista Giovanni Galvani. ¿Y Galli-Curci?

Ayer recibí la respuesta. La debo, como tantas referencias sobre los anales teatrales, al investigador Enrique Río Prado, que este año publicará un estudio sobre los empresarios italianos en Cuba. Amelita Galli-Curci, pagada por Bracale, actuó en el Gran Teatro Santos y Artigas, luego Principal, de la entonces muy melómana villa de Sagua la Grande. Hipólito Lázaro, rival de Caruso, compartió la escena.

La encontré; mejor, ella me ha encontrado a mí. En un recodo penumbroso de las cercanías del teatro, en mi propia ciudad, huida de los atrezzos, sin el traje de Lakmé, casi de incógnito me espera en 1916, a espaldas de la multitud que pugna por oírla, Amelita Galli-Curci.
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domingo, 21 de septiembre de 2008

Fusión de almas

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Me han contado un secreto viejo y pueril. De niño –hoy me confiesa S.-, quiso que el mundo tuviese música; quería llevar un violín adentro por cada palabra. S. cree que hay música interior, incomunicable e incorpórea, como creían los griegos: un ritmo sutil por cada ademán, una armonía imperceptible del que observa e intuye la respuesta de la otredad… Yo, que también aspiro a lo tangible, sin negarle el pago de su intuición a S., me declaro inmerso en el espíritu de cierta música con nomenclatura y cuerpo; le pido que me deje probárselo, que me permita mostrarle las cuerdas que por estos días suelen maniatarme en cada corchea. Condesciende S.: acepta abandonar por el momento las teorías; promete olvidarse de Aaron Copland. Creo que es muy generoso de su parte, y yo, ansioso de ponerlo a prueba ante la música de aquel mundo que es el mío, enciendo el fonógrafo del ojo láser, le pido, por favor, que entorne la única oreja estereofónica… S. sonríe al sopesar el entusiasmo en mi petición; sin tiempo para involucrar palabras, de soslayo, escucho.
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La sonata de Vinteuil
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En el segundo libro de Á la recherche du temps perdu (Un amor de Swann), Marcel Proust expone un procedimiento memorioso menos célebre que el episodio de la magdalena pero más susceptible de ocurrirnos a menudo. La sonata de un autor desconocido y -por lo mismo- sumamente idealizado, es el leitmotiv. Si el sabor de un panecillo puede remitirnos a la infancia perdida, a los irremplazables desayunos de antaño, la idea musical que gravita sobre un pasaje del andante escrito por Vinteuil -unos dicen que alter ego de Debussy, otros que de Fauré- es el medio expedito para restaurar, más que un ambiente, el estado mental en que lo percibíamos entonces. Hasta al delirio de recordar lo nunca sucedido -la posibilidad- pueden conducirnos un piano y algunos violines, vehículos de lo inasible:
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(...) de pronto, tras una nota alta largamente sostenida durante dos compases reconoció, vio acercarse, escapando de detrás de aquella sonoridad prolongada y tendida como una cortina sonora para ocultar el misterio de su incubación, toda secreta, susurrante y fragmentada, la frase aérea y perfumada que lo enamoraba. Tan especial era, tan individual e insustituible su encanto, que para Swann aquello fue como si se hubiera encontrado en una casa amiga con una persona que admiró por la calle y que ya no tenía esperanzas de volver a ver. (Proust: Un amor de Swann).
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Esta resurrección del sentido auspiciada por una sonata me ha golpeado de súbito: en estos pliegos nada hay de mi pasión por los andantes y los adagios. Hace años escribo sobre música; recién he corroborado mi admiración por los compositores cubanos del siglo XIX; nada se ha traspapelado hasta ahora, cuando escucho una pieza de Ignacio Cervantes.
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Natalio Galán (1917-1984), ensayista y autor de una ópera, me ha embrollado en la disputa nominativa y cronológica acerca de la danza cubana. Obsedido por la música y los bailes populares, donde sin duda se gestó la singularidad rítmica insular, Galán me ha sugerido el redescubrimiento de Cervantes, a quien "nadie silbó por las calles" -es cierto- pero que fue sin dudas -repito con Alejo Carpentier- "el músico más importante del siglo XIX cubano".
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En una danza inconclusa de Cervantes se halla mi propia "frase de Vinteuil". Antes de reencontrarla, pese a la obsesión por agotar el misterio hasta su última nota, he vuelto muy proustianamente -a expensas de la música- a evocar la genealogía de los románticos cubanos. Que siga la costumbre de trazar los encuentros y dilemas de la sangre. Enhorabuena, Natalio Galán.
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Manuel Saumell (1818-1870)
Allegro

Por temperamento, no era un romántico, asegura Alejo Carpentier. Serafín Ramírez, tan dotado para mirar por encima del hombro, lo considera “un pianista de poca fuerza”. Pero él escribió aquellas contradanzas cubanísimas para el salón de baile y para el oído. También soñó con una ópera.

Saumell, considerado por sus colegas apenas un musiquillo, es el único padre del nacionalismo musical cubano. Preparó el advenimiento del danzón, de la habanera y de la criolla. Es el autor de “Recuerdos tristes”, que nadie ha podido bailar nunca por melancólica, a pesar de considerarse danza.

Si Dolores de Saint Maxent, la pequeña amateur que adoraba interpretar a Schubert apoyada sobre la tapa de un pleyel con las manos crispadas y cubiertas de joyas, hubiese amado a Manuel Saumell, la isla de Cuba tendría su primera ópera nacionalista desde 1839. Pero no sucedió así. La partitura de Antonelli, después de siglo y medio, sigue en el magín de Saumell, donde quiera que se encuentre el más sencillo de nuestros compositores románticos.
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Espadero (1832-1890)
Adagio

No le gustaba dejarse ver en público. Nunca salió de La Habana y cuentan que vivía entre gatos. Tampoco se casó.

¿Cuál es el misterio de Espadero? ¿Sólo fue un enfant du siècle a la usanza de Chateaubriand, que quería estar triste aunque no supiese cómo?

¿Por qué Espadero aceptó, turbado, la impetuosa amistad de Gottschalk? ¿Por qué el habanero casto y ermitaño, se dejó seducir por aquel hombre trotamundos, investido con la gloria de Europa, aficionado a la carne de las negras tropicales y al aroma de los salones?

Han circulado abundantes teorías. La tesis de Carpentier, que fue crítico del ensimismamiento de Espadero, alude al contraste entre ambas personalidades, a la natural atracción que imponen las diferencias. No disiento del todo. Sé que Gottschalk fue un hombre guapo, un hedonista mimado del gran mundo europeo, consagrado en su arte por el elogio de Liszt y Berlioz. Espadero, el tímido, también sucumbió; hace mucho que lo sospecho; de sus contemporáneos, silenciados por la mordaza de la época, ninguno atestiguó la soterrada pasión del habanero.

En el cementerio de Colón hallé, luego de errar leyendo epitafios por tortuosos corredores, la tumba de Nicolás Ruiz Espadero. Se llega por la avenida principal -en el vecindario de una pietà de aspecto vanguardista y a la izquierda- adonde reposa el romántico, a la sombra del suntuoso mármol que esculpiera Vilalta Saavedra para los estudiantes fusilados en 1871.

Ante Espadero, el que cubría su piano con mantas para que los vecinos burgueses no lo delatasen con el padre intransigente, he venido por el secreto; delante de aquel pianista de los gatos, me descubro…
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Cecilia Arizti (1856-1930)
Largo

Fue la alumna favorita de Espadero. Hubiese podido hacerse célebre como virtuosa del piano, pero le correspondió heredarlo todo de su maestro, hasta la introversión. Sólo en 1896, por excepción, aceptó presentarse en el Carnegie Hall.

Todos los diccionarios de la música reconocen a Cecilia Arizti, como primacía culminante, la condición de primera compositora en la historia de la música de concierto en Cuba y la de primera cubana que incursionara en el género cameril.

La obra de Arizti, de un romanticismo esencial, menos influido por el efectismo de los trémolos y escalas cromáticas caras a sus contemporáneos, soporta el tránsito del último siglo. Su Nocturne, comenta Carpentier, “es de una rara delicadeza”.
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Ignacio Cervantes (1847-1905)
Coda

Hace días vengo impregnándome de Cervantes. Tengo el hábito fatigoso de frecuentarlo hasta el agotamiento del sentido. En estas danzas, jubilosas o patéticas, capaces de resucitar a Chopin en ciertas expresiones sobrecogedoras, reside uno de los principales hallazgos de la cubanidad. La musicología se ha ocupado hasta desmenuzarlas, pero nuestra música no ha tenido un criterio decantador de lo cubano, como el que intuyera Cintio Vitier con respecto a la poesía. En tecnicismos sobre ritmos y compases se diluyen los tratados escritos sobre el asunto. Ni Carpentier, ni Natalio Galán. Nadie conoce a fondo el misterio de estas danzas ni dónde está lo cubano que suena en ellas y se oye universal. Me he encariñado especialmente con una, más que danza, adagio de sonata para piano y orquesta de cuerdas. Se llama “Fusión de almas”. El que no la conozca, tal vez disienta. Pese a la forma bipartita y otras cualidades propias de la danza cubana de los cedazos y cadenetas, sobrecoge, como la sonata de Vinteuil, en un plano hondo, de raíz ontológica. Cervantes la dejó inconclusa a su muerte y le tocó terminarla a su hija María, que la tocaba en todos sus conciertos, en recuerdo de su padre. Dicen que Cervantes murió de unos raros agujeros en el cerebro, producidos, según su médico de cabecera, por la costumbre de componer música hasta las más altas horas. Ya lo sé, hay música incisiva como puñales, ruda como trepanación de cráneos. Seré precavido; veré si lo consigo.
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lunes, 15 de septiembre de 2008

Al dorso de una foto, esto escribo

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La tía-bisabuela, eso es… Y ¿cómo sería? Dicen que era la mujer más bella de su tiempo, y que tenía un ojo de distinto color que el otro; un ojo más azul y otro más verde.
(…) Era un poco rara y murió joven. Unos dicen que la envenenaron con zumo de adelfas, y otro insinuó que ella misma se había clavado en el corazón el alfiler de oro de su sombrero.

Dulce María Loynaz: Jardín

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Todavía sueño con su rostro; la veo sonriente, aunque hierática, mirándome desde la pared cual misteriosa Gioconda. Para los que entrábamos distraídos al cuarto que le destinaron luego de sucesivas mudanzas, tenía fisonomía de fantasma, muy serena, como suelen ser los fantasmas antiguos, los definitivamente desasidos. Mis hermanos tenían miedo, sobre todo, de mirarla de frente, a los ojos. La habitación presidida por ella a la cabeza de una cama de barrotes, tenía un halo fantasmagórico; las gavetas estaban colmadas de recuerdos; la costra de otra época se nos pegaba en los dedos pero no cesábamos de revolver. Buscábamos tal vez una pista sobre la mujer del retrato. Ellos cejaron, pero yo he indagado todavía, obsedido hasta hoy por descifrarle el gesto.

Lydia González Toledo, la tercera de mis tías abuelas por línea paterna, posó para el fotógrafo, delante de una tramoya romántica, el mismo año de su muerte. Llevaba pasador y pulsera de brillantes, una pequeña hebilla en la faja, discreto collar y un anillo de oro fino como una cinta sin ornamentos. Tenía veinte años. En la boca, un carmín purpúreo acentúa el enigma de la sonrisa que no lo parece tanto, como si Lydia se propusiera desorientar cualquier afición escrutadora, como si quisiera, aún ahora, burlarse de mí. Me siento culpable de no haber vivido antes, en la época correcta –los felices años del veinte- cuando hubiese podido tratarla. A ella debo, en la instancia más antigua de mi pasión, la nostalgia extemporánea por las muchachas con cabellos garçon, el art decó de las obras maestras –jamás el de circunstancias-, los tranvías y el cine silente.

(Lydia, sólo se salvó una foto. Tu escueta inmortalidad es la mía: una mirada con rara dedicatoria al dorso, la música del Liceo aquella noche, mi nariz recortada sobre la tuya, el abandono clásico en una mesa de mármol, el novio que no te esperó. Por eso te toca encabezar esta genealogía, por misteriosa y vital, porque el edificio más alto de esta ciudad fue construido en 1920 y nos imagino, juntos en la azotea, adivinando el rumbo de las nubes sobre la llanura: contigo terminó aquella belle époque.)

Ya no puedo interrogar a nadie. Mis tías Angélica (Nené), Julia Lutgarda (Lila), Silvia Valentina (Silvia) y Antolina (América) también enmudecieron, octogenarias, hace mucho, rendidas por el siglo XX, que las rebasó. ¿A quién acudir? Ninguna escribió memorias, ni siquiera notas al margen; sólo unos misales, catecismos y hagiografías -impresos viejos- me legaron. Mi abuela no sabe nada; le correspondió nacer muy tarde y en otro vecindario; es inútil que la interrogue, mucho más cuando me consta que no tuvo gran devoción por la familia de su marido, deslumbrada siempre por los méritos y merecimientos de su propia casta. Elvira Violeta –la matriarca- siempre describe a su suegro, el padre de Lydia, como un sujeto dispendioso y poco dado a la faena que lo perdió todo y se convirtió al final de sus días en una especie de avaro de poco relieve, muy lejos de Harpagón pero tan cercano, sin embargo, al conmovedor Euclión de la comedia de Plauto. Para mi abuela, los González Toledo –su propio esposo- y sus descendientes –yo mismo- fueron dotados de una languidez improcedente en gentes emprendedoras y enérgicas, como ella misma; hace tiempo desistí de persuadirla; no pudo conocer a Lydia, pues nació el mismo año de su muerte; a mí, a pesar del último cuarto de siglo de compañía, tampoco me conoce; el juicio está, por consiguiente, incompleto.

(Lydia, ¿adónde te llevaron? Si el abuelo –el tuyo- compró en 1914 una parcela, muy cerca de la avenida principal del cementerio nuevo, para tumba de los nuestros, ¿por qué no estás allí? ¿Dónde estás? Espera, debo saber lo que sucedió antes, para comprender lo que sobrevino después. ¿A quién amaste? El tácito voto de tus hermanas te disgustaba. No querías permanecer, como ellas, en una devota soltería semejante a la clausura monacal. No querías envejecer sin hijos, ni vivir a expensas de los dos únicos sobrinos que nacerían en la mitad del siglo… ¿Es eso? ¿Intuías el tedio de un siglo muy largo, la extinción del optimismo? ¿Por eso te moriste? Dejar una foto, sin embargo, fue la garantía de permanecer. ¿Sonríes ahora? ¿Has vencido, arrebolada, en la penumbra? Yo lo creo.)

El mismo año de su muerte, comenzó la decadencia de la familia y la ruina del país. Ninguna de las hermanas se casó en los próximos cincuenta años -esa es otra historia-; se avecinaba una revolución: la del treinta. Ya contaré lo que sucedió entonces. Ella querría saberlo; se lo debo a Lydia González Toledo, la tercera de las tías de mi padre, que murió de fiebre tifoidea -según es tradición familiar- en el verano de 1929.
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viernes, 12 de septiembre de 2008

Las gárgolas sobrevivientes (a pesar del huracán Ike)

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Hoy hemos visto sol por primera vez desde el tránsito de Ike. Todavía las calles están cubiertas de escombros; esta mañana levantamos la alfombra de hojas y ramas trituradas que el ciclón colocó en el umbral de mi casa. La ciudad resurge; el río nunca sobrepasó los límites de sus riberas.
Fuimos afortunados -todos asienten-. La Villa del Undoso, tan castigada, sólo estuvo en la periferia de la ruta de Ike. A primera vista estamos ilesos. Hasta electricidad tenemos gracias a la central de fuel oil que nos sustenta a pesar de la caída de una torre de alta tensión; localidades tan cercanas como Quemado de Güines y Corralillo permanecen a oscuras. Tenemos mucha suerte los sagüeros, pero no hay demasiado júbilo: con el país devastado, ¿cuántos años tardará la recuperación? Mejor ni intentar el cálculo.
Estoy obligado a abandonar mi tono habitual por otro, casi periodístico. Quisiera embellecerlo todo con un relato épico de la recuperación, del esfuerzo, pero no puedo. Hay centenares de miles de casas mordiendo el polvo desde Guantánamo hasta Pinar del Río: la isla entera sobre las espaldas de todos.
He visto fotos del desastre; las mías, de las calles sagüeras al día siguiente, no son dignas de emular con las imágenes de Baracoa, Gibara o Los Palacios. Prefiero guardarlas y mostrar aquí la luz sobre el campanario neogótico del Sagrado Corazón; no es una luz eufemística, ni un tópico simbólico tan socorrido como la aurora que asociamos a los renacimientos; quiero decir, sencillamente, que no lloverá. Hoy podemos frecuentar, junto a las gárgolas sobrevivientes, el azul donde todavía se alzan las torres de Sagua la Grande.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Ike, un ciclón del siglo XIX

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Entre los dos, viento o fino papel,
el viento, herido viento de esta muerte
magica, una y despedida.

Lezama

I
Empieza a soplar el viento sobre las ideas. Luego vendran las aguas y arrasarán lo que todavía permanezca. Todo volverá a la esencia del principio: la ciudad otra vez será parcela nueva para edificar.
Se ha hecho un poco tarde para él. En la iglesia parroquial, concebida para acoger mil almas, pudiera guarecerse y sobrevivir. Pero no estamos en el siglo XIX. Le toca llegar a destiempo, no sabe si por fatum o por inconfesada elección. Han echado los cerrojos; ahora mismo llueve. Sí están abiertas las puertas de los cielos: duele el viento sobre la piel. La idea del viento se va lejos, se pierde, arrastrada a los antípodas y sólo queda el torbellino demasiado real del aire cercando la casa. Pero no asedia sencillamente los muros de su casa; es la casa quien interesa el odio de los elementos. Él es apenas un deuteragonista, que además agoniza, claustrofóbico, tras las ventanas sujetas por clavos y otros artilugios martirizantes.

¿Hay sitio para él? Mi sitio.

8 de septiembre, 2 y 15 minutos de la tarde.


Huracán, huracán, venir te siento,
y en tu soplo abrasado
respiro entusiasmado
del señor de los aires el aliento.

Heredia
Septiembre de 1822



II

Como las aguas pasan de antiguo por mi casa, he decidido hacerme isla, para que no me toquen.

Kate se llamaba el primer huracán que sobreviví, por mil novecientos ochenta y cinco; ni siquiera lo recuerdo: no tenía entonces certidumbre de las aguas. ¿Luego nos dieron años de asueto o es la memoria que se diluye en las espirales del viento? Para mí, los ciclones pervivían apenas en las crónicas viejas, en el relato de los mayores. Todavía uno me excita la imaginación, por novelesco. Cuentan que hasta el último minuto, bajo las ráfagas, estuvieron circulando trenes entre Sagua y el puerto de la Isabela; se hundía nuestro Pireo y la Villa envidió de veras entonces los muros largos de Atenas. Para colmo de eventos inauditos, un niño fue salvado de las aguas por la mano de una mujer esplendente que caminaba sobre la mar, conjurándola, a pesar de los elementos desquiciados. Tal fue, como dicen los buenos cronistas de antaño, el huracán de septiembre de 1888.

Una de las razones más difundidas de la celebridad universal de Sagua a raíz de las lluvias fueron las inundaciones. De Barcelona llegó el socorro después del huracán de 1894 . El actor Paulino Delgado, a quien los vientos detuvieron acá, ofreció funciones de beneficio para resarcir las pérdidas. Ese año murió un guardia civil español, exhausto, luego de la jornada terrible que vio llegar las aguas al corazón mismo de la ciudad; se le atribuye la salvación de decenas de sagüeros, a horcajadas sobre su cabalgadura. La Villa le dedicó una lápida de mármol con la inscripción de su hazaña y una cruz cubierta de lirios.

En 1906, otra vez el Undoso remontó sin piedad la calle de la Misericordia. Hasta los enfermos del Hospital San José subieron a las azoteas, bajo paraguas, para eludir la inundación. A metro y medio llegaron las aguas en la Plaza de la Iglesia Nueva. Wifredo Lam, nacido en 1902, recordaba a su familia a bordo de un esquife sobre las mismas calles que ayer transitaban.

La cronología de los huracanes, cuya ruta pasa por mi casa, ho ha cesado en tres siglos: 1822, 1856, 1888, 1906, 1933... A la zaga del viento, siempre vienen las aguas. Por suerte en 1912 culminó la construcción del primer dique sobre el río para proteger la ciudad de este sostenido asedio. Hacia 1970, para mayor seguridad, fue represado el torrente en Alacranes, el segundo embalse de Cuba, un lago inmenso. Sepultados quedaron un valle, un pueblo y dos grandes puentes del siglo anterior. Esa ofrenda pagaron los sagüeros al padre de los ríos del norte de Cuba para que la Villa permanezca intocada por las aguas. Aún así recuerdo, como remanente del ciclón Lili de 1996, una catarata vertiéndose sobre el muro, entre las rejas del parque El Pelón.

¿Qué me depara esta vez la providencia?

Mientras aguardo por el rigor de la tormenta, me entretengo escribiendo una narración en tercera persona donde insinúo, sin embargo, que se trata de mí, que soy yo quien anda desamparado a merced del viento, buscando sitio, por las calles arrasadas de una ínsula olvidada por sus ángeles. Calles infinitas donde no hay aldabas ni transeúntes, donde un niño, con ademán inocente, me avisa que va a cerrar la puerta y me quedo solo y a la intemperie...

3 y 30.


Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.

Virgilio Piñera



III



Es de noche. A esta hora siento, en verdad, que hemos vuelto al siglo XIX. El viento embiste las puertas y los muros; crujen los cristales. Agotada la batería de la última lámpara, alumbramos la estancia con velas y uno de aquellos casi extintos quinqués, con el vidrio de la pantalla dibujado de rosas. Hay sombras por las paredes húmedas; son nuestras sombras, aunque no puedo jurar que todas lo sean: es fantasmagórica la noche a expensas del huracán. No puedo evitar que esta crónica salga gótica, con cierto sabor decimonónico. Sería perfecto que alguien contase algo para aliviar el silencio pero todos callan: hasta la conversación erosiona ahora mismo el viento.

El único refugio puede ser éste: sentarme a escribir mi desazón en la vieja máquina alemana que desempolvé esta tarde; escribo a la luz de un candil y algunas velas dispersas por la mesa parecen surgir entre una y otra oscuridad . Mehr licht. También me acuerdo de Goethe.
Quisiera que estuvieras conmigo ahora, para capear juntos la tormenta. . Aquí. Lo último que leí fue aquella carta; no he podido responderla. Si estuvieras ahora. Pero no. Estoy solo en el siglo XIX.

10 y 15.



Respóndeme !Oh Cuba! ¿qué genio, qué hada
Le presta á la noche la pompa del día?

Gertrudis Gómez de Avellaneda



IV



Por la calle todavía pasa alguien; hay gente temeraria. Aprovecho la distracción de mi madre para entreabrir la puerta. Los vientos soplan del oeste. La oscuridad parece simbólica, como el trasunto de un enigma que obliga a cavilar durante horas sin rendir el sentido . El ciclón no cede.


La tarde de hoy, en el preámbulo del huracán, salí a fotografiar las palmas en el parque del Mausoleo, desmelenadas. Ojalá mañana conserven los penachos.

Cuatro o cinco amigos me han llamado desde distintas ciudades del centro de la Isla; compruebo que la red telefónica sigue en servicio. Discutimos sobre la posición exacta del vórtice; hacemos chistes; yo quisiera mirar por ese ojo. Digo que a veces hace falta un huracán para sacudirnos el tedio, el letargo de habitar una aldea donde la gente se enferma de inmovilidad, donde casi nadie muere de muerte apasionante. Se ríen; me llaman loco egoísta, sarcástico incorregible; me recuerdan que mi casa vieja de 1925 es sólida como la antigua Tirinto; me llaman desalmado y lo consiento: Ike me sobrevuela, mas pasará pronto. Con él se irá esta efímera certeza de andar en vilo; el siglo XIX.

El Nictálope, a mi lado, es un animal regresivo.

11 y 57. Medianoche.

jueves, 4 de septiembre de 2008

¿Dar en el blanco nihilista? Justo en el blanco.

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Ya escribo. La tarde convida con sutiles matices nihilistas. ¿Será propicia otra noche húmeda? La lluvia, que todo lo enturbia, torna a la ciudad menos diáfana cada vez.

¿Por qué he tardado tanto en volver aquí? ¿Acaso he sentido el miedo de quien teme repetirse, la pavorosa sensación de andar girando, sin notarlo, por una vía circular y, por ende, infinita? Puede ser, pero no me aventuro siquiera a inventar una respuesta. Tengo miedo de dar en el blanco; las intuiciones son tan peligrosas como los sueños.

He invitado a D. a salir porque sé que acabaremos volviendo sobre los mismos asuntos. Con él me siento en tierra explorada hasta los límites del tedio. En su compañía nunca sabré a dónde conducen las marismas. Amén.

D. se ha ejercitado tradicionalmente en el renunciamiento. Me aventaja sobremanera. El suyo es un estoicismo paralizante, un letargo capaz de hacerlo dormir de pie en una esquina si de pronto yo hiciera silencio y se apagaran, unívocas, las luces de la calle. Rollizo como un franciscano mendicante, D. se vuelve sonámbulo; no sabe cuánto me aburre. Creo, además, que también se aburre de mi fingido júbilo. Al final, callo. Estoy destinado al silencio.


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L'ecriture ou la vie (luego de frecuentar unas memorias de Jorge Semprun)
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Mi hermana tiene una afición de raro esnobismo. Se me antoja ahora que pudiera pasar por inexplicable reminiscencia de la postguerra: ella gusta de coleccionar, con fruición, libros y filmes alusivos al drama de la Segunda Guerra Mundial. No le interesan la Guerra de los Cien Años, el suplicio de Jeanne d'Arc, ni las matanzas de hugonotes a manos católicas. También es indiferente a la épica del conflicto greco-persa y al sacrificio de los batallones inmolados por las infaustas provincias de Alsacia y Lorena. No le conciernen siquiera los tres repartos de Polonia.

Por supuesto, quede claro que la colección de mi hermana sólo incorpora material soviético: Stalingrado imbatible y el mariscal von Paulus mordiendo el polvo estepario, Boris Polévoi reporta los crímenes nazis en el juicio de Nuremberg, la bandera roja sobre el Reichstag. De niños hasta tuvimos un compendio de la historia rusa preparado por la editorial Ráduga, moscovita, con anécdotas y retratos de Suvórov, Zhúkov y Lenine. La Historia Contemporánea, contada a partir de la Revolución Socialista de Octubre, estudiamos en octavo y décimo grados. Nadie me pregunte a estas alturas quién construyó el muro de Berlín; en cambio, creo saber quién lo derribó. Y que estaba condenado desde siempre a caer, quebrada como tenía la piedra angular.

Mi hermana, por su parte, no conoce las memorias de Jorge Semprun, escritas para revivir una atroz estancia en Büchenwald. Tal vez esa ignorancia se deba a que no sabe francés; las circunstancias no sólo prohíben, en ocasiones mandan. Es el caso. Que yo sepa ningún ruso dejó testimonio de la sobrevida en los campos de concentración.

Apenas el libro de Semprun me fue ofrecido a raíz de la dispersión de una biblioteca, me estremecio el dilema del título: L'ecriture ou la vie. Es preciso decidir, tomar partido. Definitivamente, la escritura posee otra naturaleza, más rítmica y lógica que el caos vital. La escritura puede ser impostura o falsificación pero, en cualquier caso, gobernada.

Ruego para que mi escritura, por fragmentaria y deliberada, sea menos inverosímil que mi vida. La vie, encore c'est la vie.


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El Nictálope, ¿monedero falso?
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Hice recuento y me he hallado falto otra vez. Duele pero es cierto y es, además, la paráfrasis de un versículo bíblico que luego denuesta la iniquidad de una de las naciones paganas de la antigüedad. ¿A cuál de los profetas se lo escuché? ¿Isaías? Si entre sus colegas lo he preferido fue por el imperio de sus imágenes. Agradecí la abundancia de mis pecados luego de aquella poética certidumbre: "como la nieve serán emblanquecidos". Hoy me examino, dubitativo: ¿cómo redimirme de una omisión culposa, contumaz y flagrante?

Si bien no he mentido en los pliegos de este blog, tampoco he dicho la verdad. Haya calma, que no es paradoja gratuita.

He ofrecido verdades adulteradas, lenitivas, evitando que la noche donde me asomo se vea turbia. He sido eufemístico y complaciente, comerciante de baratijas, monedero falso.

Cuando empecé a escribir estos pliegos en enero de 2008, no supe dilucidar el secreto de mi sitio. En el intento de eludir la índole pintoresca de la noche gótica y convencional, involuntariamente falsifiqué personajes y contextos. Hurté el sentido legítimo de mis noches descarnadas. Sólo ahora diré lo justo. Sin embargo, mi propósito debe asumirse como un develamiento en lugar de una rectificación. Es necesario conocer el tropiezo para alcanzar otra estancia -agradecer el tropiezo- y esto se llama, según Nietszche, el amor fati.
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