lunes, 30 de septiembre de 2013

Sólo para heterosexuales

Hostal a 150 metros -el cartel señala un callejón enfangado. Allá vamos. El camino se hace rústico y conduce a una casa que no respeta las normas del trazado urbano: cierra la perspectiva de la calle, impide cualquier adelanto a la vía precaria. Al parecer los dueños asumen que el predio nunca progresará.

-Necesitamos alquilarnos –hago evidente que somos una pareja; mi novio, aunque avisado, enrojece.

-¡Qué casualidad! –la señora sonríe-. Efectivamente alquilamos la habitación de la azotea, pero unos muchachos ya pagaron y ahora mismo fueron por sus parejas. 

No entiendo el plural, examino la construcción de los altos y se nota que sólo disponen de un cuarto. ¿Será un recurso para disuadirnos de volver, ante tantas solicitudes simultáneas?  Decido arriesgarme:

-¿Algún problema porque somos una pareja del mismo sexo?

Ella vacila, y yo, sin meditar, abandono mi papel.

-Me han dicho que ustedes no admiten homosexuales. Si es cierto, me gustaría conocer la razón. Le advierto, además, que está violando la ley. 

Acabo de equivocarme. Por desbocado he malogrado el lance. Günther Wallraff abominaría de mí. La señora me dice, después  de carraspear, que no puede explicarme nada. No desmiente que hayan negado servicio a los homosexuales, pero toca a su marido exponerme los motivos. Él se llama Hicler y acaba de salir. Se fue. Nunca está en casa. He vuelto varias veces al callejón enfangado, y hasta el niño me advierte que su padre no ha regresado y que nadie sabe cuándo vendrá a encargarse del negocio…

Supe de estas discriminaciones por Y., un amigo. Él recorrió sin éxito varios hostales de Sagua la Grande: algunos estaban ocupados, dos se negaron a admitirlo con su pareja. Conseguir un sitio adecuado para tener sexo es una empresa difícil en Cuba, donde la mayoría de los jóvenes está impedida de emanciparse de las familias. Para los homosexuales, por supuesto, resulta peor. A la estrechez física de la vivienda familiar se añaden los prejuicios. Hay que ir entonces a solares yermos o edificios ruinosos. Mi amigo, en cambio, destinó un peso convertible para obtener una habitación durante una hora; el costo superaba su jornal, y ni así pudo obtenerla.

Visité un hostal administrado por cristianos, en la calle Padre Varela, el primer sitio donde negaron el servicio a Y. Los dueños negaron haberlo rechazado por homosexual. Apelaron al mismo discurso religioso que ha devenido un lugar común: no rechazamos a las personas sino a las prácticas. Este señor, bastante nervioso, se contradijo muchas veces; dijo, con alguna heterodoxia, comprender a los homosexuales. Si no les franqueó la entrada no hay que atribuirlo a prejuicios religiosos. Me negué a admitirlos para conservar el prestigio que tengo en esta comunidad –explicó-. No sabía que estaba haciendo algo ilegal; si es así reconsideraré continuar con el negocio.

El atropello mayor, de cualquier modo, no lo cometen ellos. Desconocen la ley, ignorancia que no exime del cumplimiento pero las normas jurídicas consideran atenuante. Los que sí la conocen y tienen la obligación de hacerla cumplir me recibieron con tibieza, escucharon serenos, y me despidieron sin la voluntad de enfrentar a los infractores.

Primero me dirigí a la fiscalía. La recepción estaba vacía. Entré sin hacerme anunciar y me dirigí a una señora que ocupaba un buró. Me identifiqué y expuse el caso. Ella dijo ser Patricia, fiscal. Yo llevaba memorizado un pasaje del Código Penal. El Capítulo VIII, artículo 295.1 es categórico cuando describe el Delito contra el derecho de igualdad:

El que discrimine a otra persona o promueva o incite a la discriminación [...] incurre en sanción de privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas o ambas.

La misma constitución desglosa las circunstancias generales donde ejercer la igualdad, y en su Capítulo VI, artículo 43, declara que

El Estado consagra el derecho conquistado por la Revolución de que los ciudadanos, sin distinción de raza, color de la piel, sexo, creencias religiosas, origen nacional y cualquier otra lesiva a la dignidad humana… se domicilian en cualquier sector, zona o barrio de las ciudades y se alojan en cualquier hotel.

Traté de persuadir a la fiscal de la gravedad de la discriminación denunciada: negar el alojamiento a una pareja por causa de la orientación sexual es un delito semejante a no admitir a otra por su condición racial. Cerrar las puertas a los homosexuales equivale a cerrarla ante los negros –enfaticé-. Patricia, imperturbable, me pidió que me calmara y acudiera a la Dirección Municipal de Vivienda, entidad que expide las licencias a esos cuentapropistas. Allí acaso podrían ofrecerme una respuesta. Ella, la fiscal, no haría nada para restituir “la legalidad quebrantada”. No lo dijo; no obstante, lo advertí al instante. Salí de la fiscalía. La funcionaria de Vivienda que debía atenderme no se encontraba. Después de varios días de acudir a la institución pude verla. Era una señora algo mayor. Escuchó mi historia con paciencia, y tan serena como la fiscal –la injusticia y la violencia no las conmocionan- me sugirió que viera a la abogada de la entidad, que trabaja en Santa Clara, a 50 kilómetros. Por esos vericuetos he transitado.

Alguien ha sugerido que esta discriminación sea propia de los hostales sagüeros. He indagado con amigos y me informaron de peculiares modos discriminatorios en otras ciudades. A uno de ellos lo admitieron en un alojamiento de Santa Clara después que los dueños hicieran una especie de junta familiar a puertas cerradas. A otro le insinuaron en Camagüey que debía pagar una tarifa mayor en razón de su sexualidad “irregular”.

Ni Europa se salva de estos episodios. He sabido que aerolíneas, restaurantes, bares, hoteles, han discriminado a parejas homosexuales casi siempre por prejuicios religiosos. En la mayoría de los casos, por fortuna, las leyes han reivindicado a los menospreciados.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Marino Murillo y los viejos de mi país

El aspecto de Marino Murillo incrementa la molestia que ocasionan tantos reclamos suyos de ahorro y laboriosidad. Si el mismo razonamiento fuera presentado por un sujeto magro, bien enteco, la estampa sería coherente. Cuando regaña a los cubanos por los desajustes que otros causaron, Murillo pierde de vista su cuerpo mórbido, olvida su carne indolente de tecnócrata, no advierte que ese porte voluminoso deteriora la credibilidad de su discurso…

Y esta vez ha ido demasiado lejos: anunció que pretenden cobrar la estancia y los servicios de hogares de ancianos y casas de abuelos. Un amigo mío, periodista muy ecuánime, me confesó que hubiera preferido no enterarse. A Murillo no le tembló la voz al avisarnos ni a Leticia Martínez le tembló la mano al escribirlo. Mi amigo explica, con penetración descarnada, que todos los periodistas no somos iguales.

A mí me obsesiona la situación de los viejos de mi país. Reciben atención médica gratuita, pero sus reducidos presupuestos no alcanzan para comprar medicinas y alimentos. Nuestros ancianos se jubilan con pensiones irrisorias, insuficientes para resistir el encarecimiento de la vida. Los que no reciben una remesa suelen ir un poco andrajosos, con ropas que compraron antes de la caída de la URSS. Huelen mal aunque sean aseados, pues no consiguen costear el precio de los cosméticos indispensables.

Cuba está llenándose de mendigos, y la mayoría son viejos. Murillo, acaso por grueso, no conoce las calles de La Habana. La mendicidad, a estas alturas, no sólo prospera en la capital: Santa Clara, Camagüey y Sagua la Grande, las ciudades que conozco mejor, van configurando su propia Corte de los Milagros hugoliana.

Mi papá tiene 66 años y se jubiló después de trabajar desde principios de la década de 1960. Era un adolescente cuando lo emplearon como recadero de una bodega. Con mucho esfuerzo consiguió hacerse profesor y se siente en deuda con la Revolución, como tantos hombres y mujeres de su generación.  Su esfuerzo fue “premiado” con una pensión de 305 pesos, unos 12 CUC. Y yo no puedo socorrerlo con nada. El salario, por más que me castigue escribiendo impertinencias, es insuficiente para costear mis propios alimentos. Todos los meses lidio con un déficit, pese a mi frugalidad. Ojalá mi padre nunca tenga que acudir a una de esas instituciones, generosas y mal servidas hoy, acaso costosas mañana.

¿Quién supone Murillo que pagará? ¿Los ancianos raídos o sus familias abrumadas? ¿Quién pagará?

Una parte de Cuba está endureciéndose. Murillo, el tecnócrata, no sólo pierde de vista la incoherencia del cuerpo mórbido con el discurso: se arriesga peligrosamente a poner al Estado por encima de la gente, a convertirlo en absoluto, en el bien fundamental que debemos proteger en detrimento de nosotros mismos. Hace, con gran torpeza, una pésima jugada política. Ese “socialismo” -digámoslo ya- no es el socialismo libertario e inclusivo que proyectamos una vez y hoy seguimos deseando. Cuando Murillo y sus cofrades afirman que reformaremos el país sin tocar su esencia noble, tengo que dudar. Las reformas van salvando al Estado en sus urgencias económicas, pero nos hunden moralmente cada vez.

Raúl hablaba con preocupación de la baja natalidad. En evidente paradoja, el anteproyecto del Código de Trabajo reduce los beneficios laborales a la maternidad. ¿Cómo conciliar estas circunstancias? Aguardemos a la redacción final de la ley para saber qué resolvieron sobre otros desamparos legislados. En algunos aspectos, el documento encarna un retroceso.

Han pasado algunos meses desde que di con un viejo mendicante y trastornado en la plaza principal de Sagua la Grande. El anciano, indignado, cuestionó la lógica de honrar a Maceo con una corona de flores al pie de un busto mientras tantos se debaten por los alimentos. Gritaba: ¡ese bronce no siente nada! Estaba muy molesto: ¡si Martí renace se muere! La escena perturbaba por su carácter destemplado. El reclamo era grotesco y sobrecogedor sobre todo porque los transeúntes lo tomaban por loco y él tenía razón.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Sheila y yo, ante el Código de Trabajo

Sheila trabaja en un viejo establecimiento que hasta hace poco exhibía una tosca pintura mural con las banderas entrelazadas de Cuba y la URSS. Meses después de borradas la hoz y el martillo apareció ella, recién egresada del Instituto de Economía de Sagua la Grande.  Es discreta, una mujer que no quiere atraer la atención. En esta pequeña ciudad abundan transexuales y transgéneros; una bodeguera tan ensimismada, entonces, no debería sorprender a nadie. Algunos transeúntes, no obstante, se detienen a mirarla y cuestionan su presencia tras el mostrador: ya han visto a mujeres semejantes, pero jamás empleadas por el Estado. Ella les parece una extravagante.

La bodega queda frente a la emisora. Me contaron que una colega mía, discriminada a su turno por pertenecer a otras minorías, se escandalizó ante la ostentación que hace Sheila de su identidad de género: ¡no sé cómo le permiten a ese muchacho que se vista así para trabajar! Alguien replicó, por fortuna, en defensa de la bodeguera.

Después de aquel incidente hablé con Sheila para indagar sobre sus conflictos como mujer transexual y trabajadora. Ella me refirió, sin exaltarse, que la Empresa de Comercio y Gastronomía cuestionó el derecho de manifestar su identidad. En la reunión donde se debatió el asunto, por supuesto, Sheila no pudo defenderse. La administradora, su jefa inmediata, asumió la representación de la trabajadora. Para apuntalar la defensa no pudo invocar ninguna ley, pues hasta ahora ninguna legislación protege a Sheila. Citó los tímidos pronunciamientos políticos, mencionó gestos amables del Estado hacia las personas trans y enarcó la insuficiente gestión del CENESEX con Mariela Castro a la cabeza. Estas razones salvaron el derecho de Sheila a su condición femenina en el espacio laboral.

Cuando estudiaba no tuvo ningún defensor: la escuela, con fuerza de chantaje, hasta le prohibió dejarse el cabello largo. La muchacha no pudo acudir a nadie. Ningún “educador” de la enseñanza general parece conocer siquiera qué es la identidad de género; en la educación superior, según me consta por mi novio y sus amigos, cunden la homofobia y la transfobia. Sheila se considera afortunada: concluyó la enseñanza técnica. La mayoría de las trans que conozco han sido acosadas en las escuelas, no consiguieron culminar ningún nivel profesional, y algunas se dedican hoy a la prostitución. Todas carecen de recursos verbales y jurídicos para defender su transgeneridad. Ni siquiera las favorece la perspectiva patologizante del sistema de salud cubano: no tienen acceso a consultas especializadas ni a cirugías. Sólo los pequeños grupos que apadrina el CENESEX gozan de estas opciones. La Habana, por desgracia, está muy lejos. Sheila se hormona por su cuenta, con pastillas anticonceptivas que expende cualquier farmacia. Así construye precariamente senos y cuerpo femenino, con riesgo para la salud.

La semana pasada discutimos aquí el anteproyecto de Ley del Código de Trabajo, y anoté al margen del documento varias modificaciones. Una de ellas, por supuesto, atañe al artículo 2, inciso a):

toda mujer u hombre en condiciones de trabajar, sin distinción de raza, color de la piel, sexo, religión, opinión política, origen nacional o social, y de cualquier otra lesiva a la dignidad humana, tiene derecho a obtener un empleo con el cual pueda contribuir a los fines de la sociedad y a la satisfacción de sus necesidades y las de su familia, […]

En coincidencia con otros activistas LGBT, sugerí que se explicitara la prohibición de discriminar por orientación sexual, identidad de género y seropositividad al VIH. Acompañé mi propuesta con una reflexión sobre nuestra odiosa historia de discriminaciones y atropellos contra personas homosexuales, transexuales y seropositivas. La mayor parte de mis compañeros respaldó mi solicitud. Unos pocos consideraron que la mención de “sexo” era suficiente, y eso me obligó a explicar la distinción entre sexo y género, e incluso la irrebatible afirmación de Judith Butler de que sexo, en el discurso histórico de Occidente, siempre ha sido sexo generizado.

Cuando mencioné a Sheila la oportunidad de protección que podría ofrecerle el nuevo código, ya era tarde. Se discutió en la Empresa de Comercio, y ella no supo que dejaba pasar un recurso para protegerse. He ahí el límite supremo de violencia: no nos creemos con derecho a defendernos. Ella no arguyó, impedida de hacerlo, simbólicamente violentada diría Pierre Bourdieu; yo hablé a mi turno por ambos.