sábado, 19 de febrero de 2011

Viejos ilustrados

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Para Yuris Nórido

Martín y Mirta llegaban con los ciclones, traían una maleta vieja. Mi abuela les destinaba el cuarto de atrás. Martín hablaba como los sabios, sentenciosamente. Su erudición se reducía a la lectura de un húmedo ejemplar: Desapolillando archivos. Ahí explicaban, por ejemplo, quién era Mazzantini, el torero. Martín pronunciaba “arrchivo”, y yo creía que su áspera erre encubría a un chivo de carne y hueso, muy cornudo, que él mismo –Martín- liberaba de las polillas. Mirta, estirada, muy blanca, asistía en silencio a los ardores eruditos del esposo. La recuerdo hablando de un postre antiguo; ella decía “majarete” y una mano invisible rociaba azúcar en el maíz.

Martín y Mirta venían de La Laguna, un barrio que tiene reputación de sitio hondo. Era el fondo de la laguna de Hoyuelos desecada hace años sin que se hallara rastro de la célebre Madre de Agua. La casita de ellos se inundaba con una llovizna. En balde Martín conjuraba los ciclones trazando rutas imaginarias en un atlas alemán.

Después que Martín murió mientras Mirta achicaba el agua, Abuela conoció el secreto del vetusto equipaje.

-¿Sabes qué encontraron en la maleta de Martín? ¡Más de quince mil pesos!



Me lo dijo Fidelina. ¿Yo salía del baño? ¿Tenía trece años? -Es increíble, tan joven, que estés agotado de vivir -fueron sus palabras de aquel día, cuando todavía la casa de mi abuela era un sitio saludable y yo leía con una consagración que he perdido. ¡Niño, que vas a perder la vista! –advertía Abuela- y no la perdí, pero era inevitable perder algo de aquello que me reprochaba.

Fidelina Hernández Morilla se decía prima de mi abuela. La verdad es que era prima de Obdulia, legítima pariente de Abuela. A Obdulia pertenecía la joroba más atroz que he visto. Fidelina estaba ciega. Los ciegos tienen famas de sagaces; Fidelina lo era. De los jorobados se cuentan impiedades, se les atribuye un alma tan deforme como el cuerpo; esas presunciones no se cumplían en Obdulia.

Obdulia vivía en un caserón de madera, naturalmente arruinado. Mi hermana y yo la visitábamos con mucha ceremonia. Fue nuestra alegre proveedora de adornos navideños. Gracias a ella pusimos el primer arbolito que tuvo mi calle en muchos años. Era una católica preconciliar: un padrenuestro debe ser un paternóster. Recuerdo qué feliz fue cuando le confesé, en un secreto, que quería hacerme cura. Mentí, pero su felicidad de aquel minuto valía una misa.

Tinito, el esposo de Obdulia, apenas un hombre simple. Tuvieron un matrimonio de usos arcaicos. Sorprendía presenciar cómo la anciana jorobada y frágil se inclinaba para ajustarle los zapatos. Cuando salían juntos, él parecía llevarla a rastras. Perdió el juicio antes que ella. No tuvieron hijos.

Fidelina vivía sola. Pasaba días con mi abuela, sobre todo en la en temporada de lluvias. Su tejado estaba húmedo. Ella me regaló un libro oscuro donde aparecía San Jorge y yo tuve lástima del dragón.



Aguedita Landa desertó del catolicismo, se hizo protestante. Abuela la despreció un poco. También le echaba en cara su falta de vocación para las labores domésticas y su origen burgués.

Aguedita estudió con las monjas del Apostolado. Contaba cómo le hicieron usar una chapa sobre el ojo para corregir un estrabismo. Ella se resistió a usarla para eludir las burlas y quedó bizca para siempre. De niña estuvo en el balneario de San Miguel de los Baños y me mostró una foto donde se le veía con una saya a cuadros; también se advertía el ojo distraído. Su abuelo, el alférez Martín Landa, había peleado con el general Robau en la guerra de 1895. Ese alférez bastó para que yo quisiera a Aguedita, que se volvió una vieja solemne, apocalíptica. Siempre he creído que el alférez era bizco y apuntaba al enemigo con el ojo bueno.

Hablé con Aguedita la tarde que enterramos a Abuela.

–Me hizo muchos reproches, pero aquí estoy –dijo y se liberó de la vieja deuda-.

-Háblame otra vez de tu abuelo, el alférez –le pedí-.

-La gente no entiende mi preocupación por las cosas de Cuba, lo atribuyen a la vejez, como si la patria pasara de moda –sonrió- ¡es mambisa mi sangre!

Recordé que Aguedita vio una vez al Diablo. En aquel momento le pregunté “¿cómo es? ¿tiene cola, huele a azufre?” Siempre solemne, contestó: “tiene hocico de cerdo y correteaba hacia la arboleda”.

jueves, 17 de febrero de 2011

Un rey de la esfera que no pudo volar

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En el verano de 1860 llegó a Sagua la Grande un famoso navegante de los aires. Se aventuró en el ferrocarril recién estrenado, a horcajadas sobre la locomotora como había hecho por esos días el enciclopédico De la Sagra. Su bote de surcar los cielos era ingobernable, por eso tomó los rumbos extraordinarios de tierra firme. El camino de hierro, cada vez más cotidiano, todavía propiciaba una entrada mágica a los confines de la isla conocida, la terra incognita que decía otro viajero de aquel tiempo.

Boudrias de Morat, el aeronauta, creyó que esta comarca lo recibiría con asombro, como alguna vez fue acogido en sitios donde nadie sabía que se pudiera volar ni habían asistido al despegar suave de un globo. Acaso fue culpa de su tardanza, debió venir un par de años antes para evitar que se adelantaran sus competidores. Cuando por fin apareció, en 1860, no pudo volar. (1)

En La Habana se había enfrentado a Céfiro, Bóreas, Euro y Noto. Se sabe que tres meses antes de que Matías Pérez se perdiera para siempre, un francés con maneras excéntricas convocó a los habaneros al Campo de Marte. Algún cronista consignó un nombre: monsieur Morad. Ascendió a los cielos –y para fortuna suya, consiguió descender- el 22 de marzo de 1856. Este Morad –en realidad Boudrias de Morat- no era francés. Había nacido en Montreal. Su hermano era un respetable profesor de la Escuela Normal Jacques Cartier y a él, el aventurero de la familia, se le atribuían más de 70 ascensiones en su ciudad natal. (2)

Volar todavía era un arriesgado ejercicio de locos que él desempeñaba con destreza. La fama lo precedía además. ¿Entonces por qué no voló? ¿Hubo mal tiempo? ¿Recordaban los sagüeros al empleado del periódico que subió en una barquilla con dos banderas españolas y apareció luego en cayo Verde sobre su globo náufrago, arropado con jirones como un mendigo de amarillo y gualda?(3) ¿Desdeñaron la audacia de Boudrias de Morat? Son conjeturas. Sí se sabe que el aeronauta había sufrido lo suyo por culpa de los malos vientos: una vez se le escapó el gas y descendió, airado, ante la decepción de los espectadores, en otra ocasión tuvo que devolver el dinero de las entradas a los habaneros enfurecidos… Sus descalabros fueron tan comentados como sus éxitos. Él, que según sus admiradores “asombró al continente”(4), fracasó ante los sagüeros. Nada más se supo. Las razones de su fracaso no se salvaron para los anales de la villa.

Un autor costumbrista se sirvió del aeronauta para ilustrar la necedad de un mal poeta. ¿Quién ignoraba en Cuba que Boudrias de Morat podía llegar más alto que nadie?

[…] Oh! Seguramente yo estoy llamado á ocupar un puesto muy elevado entre los hombres que más se han elevado…
-Mucho más si te sientas á la mesa de Mr. Godard ó Mr Boudrias de Morat.(5)

La chanza funcionaba en la capital. En la Villa del Undoso el rey de las esferas no pudo volar. Pasó de prisa, como llevado por cualquier viento, y hubo quien afirmó que se fue volando a una comarca más lejana donde los globos aerostáticos todavía resultaran nuevos. Iba pensando en el soneto que le obsequió el habanero Enrique Gronlier:

Alzose el genio y con serena frente
surca valiente la región vacía,
y el cielo alegre de la patria mía
derrama flores con placer vehemente.

Y es solo Morat, astro fulgente
que en ciencia brilla como en claro día,
y un rayo de luz el sol le envía
formando mole de carmín luciente.

Viajero sin igual, tuya es la gloria
que Minerva te da con fe sincera;
empuña el pabellón de tal victoria

que cante Cuba con su ley primera,
y en los blasones que te de la historia
el águila tendrás, rey de la esfera.(6)

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Notas:

(1) […] la llegada sin exhibirse, del célebre aeronáuta Mr. Boudrias de Morat […]. Antonio Miguel Alcover y Beltrán: Historia de la villa de Sagua la Grande y su jurisdicción, Imprentas Unidas de La Historia y El Correo Español, Sagua la Grande, 1905, p. 198.

(2) Álvaro de la Iglesia: Tradiciones completas, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 48.

(3) J.-B.-A. Boudrias de Morat (1857), frère d'un professeur de l'École normale Jacques-Cartier, est né à Montréal et y a exécuté plus de 70 ascensions. Jacques M. Clairoux: Le théâtre ambulant et ses amuseurs publics, Cap-aux-Diamants : la revue d'histoire du Québec, n° 35, 1993, p. 49.

(3) Por la tarde se elevó en la Plaza del Recuerdo un hermoso globo aerostático , operación que realizó un empleado de la Hoja, cuyo nombre no se dio á conocer. El globo llevaba en su barquilla un aeronáuta agitando dos hermosos pabellones españoles. Una bonita red tejida por la familia del referido empleado cubría la superficie del globo bajando hasta el borde la barquilla. Ascendió hasta perderse de vista, descendiendo en Cayo-Verde á 7 leguas de Sagua.
Antonio Miguel Alcover y Beltrán: Historia de la villa de Sagua la Grande y su jurisdicción, Imprentas Unidas de La Historia y El Correo Español, Sagua la Grande, 1905, p. 167.

(4) A. Roy: Bulletin des recherches historiques, Volúmenes 51-52, Québec Archives, Société des études historiques, Québec, p. 198.

(5) Juan Francisco Valerio: Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres, Imprenta y librería “El Iris”, La Habana, 1865, p. 106.

(6) Al distinguido aeronauta Mr. A. Boudrias de Morat, en su primera ascensión. Samuel Feijóo: El soneto en Cuba, Dirección de Publicaciones, Universidad Central de las Villas, 1964, p. 90.


sábado, 5 de febrero de 2011

Joaquín Turina, un seductor malogrado

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Vino a Cuba –y a Sagua- en 1929.

La “Danza de la seducción” intenta fascinar con los arpegios desatados tras el cálculo de una pausa. Y sugestiona, pero no seduce. Turina es Falla exento de pathos. Se le recibe con desaliento, por el contraste que hace la templanza con su condición hispalense. Lo que aprendió de Vincent d’Indy no iba contra el credo de Albéniz -su buen oráculo- pero Turina asía la niebla impresionista.

Oigo la “Danza de la seducción”; al centro de sus exabruptos solo seduce el secreto de un viaje a Cuba, que a nadie ha interesado historiar. Turina no presenció la violencia del mar habanero. La inconclusa Sinfonía del Mar no se agita con los huracanes de este lado del mundo. Va, como un pozo calmo, regida por el très lent de los esbozos marinos de Debussy.

El Turina de París, convidado a la mesa de Ravel, y luego dirigiendo la orquesta de los Ballets Rusos de Diághilev, habló en La Habana del “enervamiento de un clima tropical”, argumento de cierta antropología climática en uso que sancionaba la imposibilidad de constituir en Cuba una buena orquesta. Cuando interrogó a la violista Berta Fraga sobre la música popular cubana y ella dijo “no entiendo mucho”, el silencio del compositor sugiere que le satisfizo la negación vacilante. (1) Poco entendía Berta; Turina entendió menos. Entender -como en el francés entendre- también es escuchar. El disciplinado arco de la viola no excluye la libertad de la mano sobre el pellejo del tambor.

De aquel viaje ni siquiera se ha salvado el tema de la conferencia que ofreció en unas pocas ciudades cubanas. La prensa sagüera apenas consignó el paso de “notables conferenciantes nacionales y extranjeros, entre los que se pueden citar a los Dres. Max Enriquez Ureña, Américo Castro, Jorge Mañach, Andrés Belaunde, Ramiro Guerra, Eugenio Noel y Sr. Joaquín Turina.” (2) Entre tantos doctores, un señor -un músico- que acaso tocó alguna pieza para solaz de unos burgueses de aguas calmas.

Todo lo que se sabe de aquella gira apurada por una isla de “paisaje eternamente igual” lo resumió el propio Turina en los trazos de caricatura que publicó el Boletín Musical de Córdoba: “cañas de azúcar, palmeras y, de cuando en cuando, pueblecitos a modo de factorías, con casas de madera y la familia negra a la puerta.”(3)

De la Villa del Undoso apenas advirtió generalidades, circunstancias afines a su nomenclatura de sitios impersonales:

Un ramal lleva a Sagua la Grande, a Caibarién, a San Juan de los Remedios. Son ciudades pequeñas, con su plaza central, la iglesia a un lado, el casino español a otro y, casi siempre, un parque infantil.(4)

A tan escueta crónica correspondió un silencio rotundo sobre su estancia en Cuba, una pausa de tantos años recién interrumpida con sus exabruptos calculados por la “Danza de la seducción”, que no seduce, pero sugestiona con la mano de Turina sobre la guitarra que no trajo. Se le compara con Falla –la gente común suele hallar en la comparación un asidero para los criterios peregrinos- pero su estilo es menos telúrico; es el mismo Falla, exento de pathos, la niebla sostenida por su mano monocorde.

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Notas:

(1) Joaquín Turina: Impresiones de Cuba: Pedro Sanjuán y su Orquesta, Boletín Musical, Año II, No. 16, Córdoba, Junio, 1929.
(2) Las actividades de la Hispano-Cubana de Cultura, El Liberal, Edición extra, Sagua la Grande, 1930.
(3) Joaquín Turina: Viajando por Cuba, Boletín Musical, Año II, No. 16, Córdoba, Junio, 1929.
(4) Ídem.