martes, 15 de mayo de 2012

El perrito de la RCA Victor


Pocas estampas publicitarias conozco tan ingeniosas como aquella de la RCA Victor. El perrito que se asoma al gramófono a la vez parece cándido y sagaz. Es el perrito filarmónico, el animal ávido que hemos sido ante cierta música.

Recuerdo la enigmática casa de madera que habitaban unos viejos desvaídos. He olvidado a la señora, el señor casi era traslúcido. Por las tardes ponían sus discos: Wagner y Chaikovski, creo, se escuchaban; el perrito giraba entonces hasta el vértigo. Quise a Wagner con el tiempo; Chaikovski me parece predecible. Supe por una vecina que los viejos desvaídos no gozaban de gran respeto en el barrio porque nadie comprendía la espesa sopa de Chaikovski que el perrito bebía de la bocina. La casa de madera tenía un muro al fondo y una puerta trasera. No estoy seguro, pero acaso la anciana me dijo una vez algo cariñoso.

El año pasado, a finales del año, Lester y yo encontramos al perrito de la RCA Victor en esa misma calle. Se nos aparecía junto a la tapia de la casa de madera y en la cuadra contigua. Imploraba sus mendrugos de música pero sólo obtenía pan, a causa de su vejez; ninguna música le daban por su mala estrella. Era el mismo perrito de la RCA Victor que, extraviado el gramófono, mendigaba las migas de Wagner y buscaba la bocina que le permitía saciar su hambre de música. 

Freund, le dije, con la obertura de Tannhauser en la mente y la calle cubierta por las nieblas del castillo de Wurtburg.


domingo, 13 de mayo de 2012

El vuelo sobre el camino




Para Alejandro.

Conozco el camino de Santa Clara mejor que ninguno. Poseo las señas de cada árbol. Y el portón de una vieja hacienda con leones en los pilares es una de mis obsesiones de viajero. El caserío colindante se llama Tajadora; yo imaginaba de pequeño que tras las casas se escondía una máquina terrible para tajar carnes, las cuchillas como fauces de león.

El camino que me mantiene atento, sin embargo, es el que los antiguos llamaban “de la Costa”: va desde Sagua hasta el antiguo pueblo de Quemado de Güines, luego pasa el ingenio que perteneció a la familia paterna de Lezama y sigue paralelo al mar hasta Rancho Veloz y Corralillo.


La foto de arriba la hice en el camino de Isabela, frente al cementerio. ¿Alguien se descalzó para visitar las tumbas? Las auras parecían monjes en las estacas de una cerca. La lluvia les empapaba los hábitos y me parecieron respetables. Asustaba la llanura, la indefensión del paisaje contaminaba a los transeúntes. Algo paralizante tenía la estepa desnuda que no conseguía conjurarme porque yo no estaba solo. Sobreviví al campo raso porque no estaba solo y sobre el asfalto, de la mano suya, remontábamos el camino con el coraje de los que pueden volar. Recordé, en el segmento más desolado, que una vez el vuelo sobre el camino fue posible.

El marido de mi tía llevaba un apellido de reminiscencias medievales. Ballestero se apellidaba; lo imaginábamos muy bizarro, el arma en ristre, custodiando unas almenas. Aquel señor, además, era teniente. La tía lo dejó por lúbrico, condición habitual de los hombres de armas de cualquier época.

Una vez el teniente nos hizo volar. Sucedió en el camino de La Rosita, de excursión. No recuerdo a qué íbamos hasta aquel pueblo. La vía era antigua y accidentada; Ballestero manejaba un jeep. Varias cruces evocaban a los muertos cobrados por el camino. Ballestero conocía bien la ruta y nos convidó a volar: una leve altura en el camino sirvió de rampa. Agárrense bien, pidió.  Entonces remontó el montículo y nos hizo volar.

martes, 1 de mayo de 2012

La torre tras la maleza



Algo inquietante hay en la torre tras la maleza. Tampoco es una torre legítima: el edificio sostiene un depósito de agua; el enigmático soto que la hace inaccesible es un cañaveral, tan corriente en la llanura como las torres deshabitadas. Lo que tiene de inquietante lo atribuyo también al desamparo del paisaje: una sabana indistinta, semejante a sí misma en todos los fragmentos de la maleza. Yo, transeúnte casual, he de articular los sentidos que trascienden la materialidad de estas circunstancias. Pero, ¿debo intentarlo? Me resigno a no interpretar. Sí consigno, sin explicarme juiciosamente el porqué, que di con una torre inquietante.

Un amigo, antier, disertaba sobre poética. Todo arte, le dije, aspira a establecer pautas lógicas para lo caótico, quiere organizar el caos. El mundo carece de cualquier dramaturgia comprensible. Unos de manera consciente, otros sin determinar qué intentan, aspiran a una teleología. Revelé a mi amigo otra verdad sabida que a menudo perdemos de vista. Se lo debo a la torre cuya extrañeza no podré explicar.