sábado, 19 de junio de 2010

El último paisaje de Juan Jorge Peoli

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Juan Jorge Peoli fue un viajero que probablemente abordó un vapor con destino a Sagua la Grande, “al pié de Wall street”[1], como pasajero de la línea neoyorkina de James Ward. Iba acompañado por su hijo Juan, que traía los lienzos y pinceles del padre a cuestas. ¿Cuántos años pasaron desde el último viaje de Peoli a su patria? Él, que prefería pintar rostros, venía a retratar el paisaje cubano como si fuera un semblante humano ataviado con palmas.

Giselle Morales me advirtió hace años sobre la existencia de un pintor romántico que murió en la Villa del Undoso por 1893. Así lo consignan las escuetas fichas del Museo Nacional de Bellas Artes, donde “La Dama del Lago”, óleo brumoso que remite al personaje del ciclo artúrico, figura como enigmático exponente de una época que no dejó epígonos.

Juan Jorge Peoli mereció la primera beca que se otorgó a un cubano para estudiar pintura en Europa. Había nacido en los Estados Unidos después que su padre participó en la Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, y descendía de los Paoli de Córcega, legendarios patriotas de otra isla obsedida por la libertad. El pintor fue amigo de José Antonio Páez, Domingo Delmonte, Juan Prim y muchos famosos de su tiempo. Pero Peoli es, sobre todo, aquel manso a quien dijo el maestro Luz “que no podía sentarse a hacer libros, que son cosa fácil [...] y falta el tiempo para lo más difícil, que es hacer hombres”. El mejor retrato que le hicieran no fue obra de un pintor convencional, sino del pintor José Martí:

El arte, con haberle dado días de gloria, y ser su empleo principal, fue lo menos de él. Amó la beldad ardientemente; la respetó, y le enojaba que no la respetasen; reconocía en sí, y en todo, una realidad visible, de fácil copia, y otra espiritual, a que con callada pasión buscó color y símbolo: la fuerza, para él, residía en la gracia, y vio en el universo, aun a pleno sol, como un color nocturno; su pincel, jamás mercenario, desdeñó la fama fácil del retrato, en que sobresalía, y de sus magistrales escenas de la Naturaleza, para fijar en las luces aéreas el alma solemne que se alza de la vida, y cuajar en cuerpos leves y ondulantes la beldad creatriz que flota sobre el mundo. […] Pero de su arte mismo fue lo más bello el carácter manso y puro con que, por el amor y fuerza de él, y por la luz y dicha de su alma, pasó en salvo Peoli por las tentaciones de este mundo. Lo conoció y ahondó, puso de lado toda la impedimenta de él, con que el vulgo humano, en que entra mucho de lo que no quiere pasar por vulgo, se deshonra y aflige; y cultivó en la vida lo que tiene de sustancia y ventura, que es el decoro propio, en el trabajo continuo y la amistad sincera el alivio del dolor del hombre, el rincón de la casa, y la ciencia y fe que vienen del conocimiento y amor de la creación. El hombre, que lleva lo permanente en sí, ha de cultivar lo permanente; o se degrada, y vuelve atrás, en lo que no lo cultive.
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La familia Peoli, a la que también pertenecía Carmen Miyares, la mujer que Martí amó, todavía vive en los Estados Unidos. A ellos me dirigí en esta indagación sobre el asombroso azar que condujo a Juan Jorge a morir en Sagua. Respondió David B. Holcomb, cuyo suegro, de 84 años, todavía espera viajar a Cuba para recobrar la impronta de sus ascendientes.

Dice Holcomb que el pintor salió de Nueva York el 6 de junio para atender “la sucesión de Resulta”. Esta noticia es suficiente. El antiguo ingenio Resulta, atrapado hoy en el crecimiento de la ciudad, era propiedad de los Alfonso, familia política de Peoli. Aquí lo sorprendió una neumonía irremediable.

Juan Jorge Peoli entonces era también el viajero que pagaba su peaje en el andarivel del Undoso. Lo hacía con el pretexto de ir a Resulta, pero desde la balsa iba meditando sobre la singularidad del paisaje sagüero que intercala flamboyanes con palmas. La antítesis del Hudson, pensaba, y ya no lo obsesionaba la estatura del manzano donde lo imaginó Martí cuando conoció su partida:

Murió en el campo, silencioso y solemne, que prefería él a la ciudad fea y vana. Murió en Cuba, la tierra que amó él tanto, la tierra que le premió el mérito, y le dio mujer noble, hijos buenos, ilustres amigos. Murió como las tardes del Hudson, que se sentaba él a ver caer, desde el banco rústico de su manzano solariego, en las colinas de tiniebla y oro por donde baja majestuoso el río.

[1] De ahí salían, en semanas alternas, los buques de la Compañía de Correos de Nueva York y Cuba con destino a Matanzas, Cárdenas y Sagua. Oficina de las Repúblicas Americanas: Manual de las Repúblicas Americanas, Washington, 1891, p. 447.


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3 comentarios:

Reinier Barrios Mesa dijo...

Hace tiempo esperaba esta historia...
Un retrato, un suspiro, una sonrisa.. Otra vez soy Peoli, Sara, Gabriela, Lorca, Palcido.... para recorrer las turbias aguas del Undoso. Tus lineas conmueven, construyen, refundan. Gracias viajero.

Animal de Fondo dijo...

Apenas puedo escribir. Me instan a que abandone la biblioteca. Construyamos cuatro tiendas: una para Martí...

Animal de Fondo dijo...

Ahora estoy en casa. Al leer el artículo desde la paz de un pequeño pueblecito, sentado junto a un anciano labrador, pensé estar en el monte Tabor. A veces, en España, tienen más sabiduría los analfabetos o casi analfabetos que los letrados. Aquéllos conocen las cosas elementales y sencillas de la vida, que son verdaderas. Éstos han sido educados para persistir en el error impuesto. Aquéllos sienten respeto por lo literario. Éstos solamente se escuchan a sí mismos.
Hecha esta digresión, que trata de reflejar mi estado de ánimo al leerte, qué bella prosa, Maykel, qué bello tema. Me parece que es real que nuestra patria común se compone de vivos y otros que parecen muertos, pero con los que sin duda hablamos e intercambiamos afectos más poderosos a veces que con los vivos.
Así que al leer la voz de Martí a través tuya y através tal vez también de nuestros corazones, me emocionaste.
¡Gracias, Maykel!