Mi abuela me obligaba a tomar el elixir que preparaba un viejo boticario para curarme el asma. Murió creyendo que sané gracias a la virtud de aquella misteriosa bebida. He respirado después las estelas más enrarecidas y es cierto que no me ha faltado el aire durante la última década.
Abuela confiaba en los boticarios. De niña jamás fue examinada por un médico. Era Bonifacio, el boticario del pueblo de Sitiecito, quien le recetaba remedios. Bonifacio me parece un nombre excelente para un boticario; es un nombre respetable, casi doctoral. Su gabinete olía a alcanfor, Bonifacio mismo llevaba encima el olor del alcanfor; no hay boticario añejo que no huela a alcanfor. Las antiguas boticas son las catedrales del alcanfor y de las extintas sales que resucitan a los desvanecidos. La gente ha perdido desde entonces la refinada costumbre de desvanecerse.
Algo monumental y enigmático conservaban para mí aquellas boticas añejas. Yo quería saber qué escondían tras la portezuela más alta. En mi infancia ya no se decía “botica”, pero los viejos insistían en la palabra desusada, que conservaba su prestigio.
Fui a la botica francesa del doctor Triolet, el Museo Farmacéutico de Matanzas, como un cliente tardío. Revisé las etiquetas de los frascos como quien busca un elixir presentado con caracteres art nouveau. Confieso ahora que quise poner en un aprieto a la guía: ¿usted sabía que Triolet tuvo otra farmacia? Claro -me respondió-, la primera estuvo en Sagua la Grande.
Dice Alcover y Beltrán que en 1867 se fundó la farmacia Triolet en la esquina de Padre Varela y Solís con el nombre de botica francesa […] . No se sabe nada más de aquel establecimiento. A un amigo que me pidió las señas de la vieja farmacia sólo pude decirle que Triolet preparaba sus fórmulas en algún local cercano al palacio de Arenas Armiñán.
De las boticas elegantes se conserva la de Esparza. Ahí trabaja mi tía Giselda, que tiene nombre de heroína de ópera. Ahí prepararon hace más de un siglo unos polvos para envenenar al general Robau. ¿Sería arsénico? El supuesto envenenador, Antonio Duque, fue ahorcado por los insurrectos. Sus descendientes lo reivindican y afirman todavía que fue un complot de Esparza, el boticario, empeñado en perder a Duque. La disputa entre ambas facciones –los que condenan a Duque y los defensores de su inocencia- está vigente. Me gustaría indagar más, quizás en el escenario de los hechos, el caserío de Malpaís, donde el envenenador también regenteaba su botica.
Para el final he dejado a mi botica preferida, la del doctor Canut. Es un edificio neoclásico que sigue en la esquina de Colón y Maceo. Alguna vez, cansado el dueño de aquella sobriedad ejemplar y de los anticuados portafaroles, colocó en la fachada un par de dragones art nouveau. El letrero que dice “farmacia” arde entre sus llamas.
Fotos: Botica francesa de Triolet, Matanzas, 2010.
Farmacia de Canut, detalle de la fachada, Sagua la Grande, 2011.
5 comentarios:
Los tarros vintage de algunas farmacias nuevas intentan darle ese aire viejo a las boticas hoy en día, pero no lo consiguen, aunque el olor sí que se conserva...
Un abrazo, amigo
Tengo que contar la historia de Valle, el boticario de Violeta, esposo de una prima de mi papá, a la que yo quise mucho. La contaré, claro que no con tanta gracia, tan finamente como lo has hecho tú...
Estas son las crónicas que más me gustan, estas en las que te adentras en un universo romántico que ya casi no existe, o existe apenas en la memoria; o mejor dicho, en ese ámbito inefable donde los poetas guardan sus invenciones...
“La gente ha perdido desde entonces la refinada costumbre de desvanecerse.”
Me encantó esto.
Hay un cubano acá en Santiago que puso una farmacia, fuera de la vorágine y las luchas de poder entre las grandes farmacéuticas chilenas, este pequeño negocio de barrio se llama “La Botica cubana” y como nuestra medicina tiene su fama por estos lados, parece que le va muy bien, te prometo un par de fotos cuando se me de la ocasión, pues está en un barrio alejado del centro.
Abrazo.
La gente ya no se desvanece, aunque no es esa la única costumbre que se ha perdido. El desvanecimiento otrora tenía algo de poético, todo una performance; hoy se ha convertido en suceso asociado a enfermedades vulgares. De todos modos, el pasado es una recreación nuestra, nuestra ficción auténtica.
Tengo un tremendo sentido olfativo, dicen que de perfumista (supongo que para compensar los problemas de visión). Siempre me dieron especial escozor las boticas, con esos olores alcanforados. Tengo la misma sensación con las sacristías, las academias de ajedrez y las bibliotecas antiguas. Y con el aparador de mi bisabuela y el escaparate de mi abuelo y las decenas de imágenes de vírgenes que solía poner en los tabiques de la casa.
Abrazos a todos...
Félix, alguna vez estuve aficionado a las sacristías y las academias de ajedrez.
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