Hostal a 150 metros -el cartel señala un callejón enfangado. Allá vamos. El camino se hace rústico y conduce a una casa que no respeta las normas del trazado urbano: cierra la perspectiva de la calle, impide cualquier adelanto a la vía precaria. Al parecer los dueños asumen que el predio nunca progresará.
-Necesitamos alquilarnos –hago evidente que somos una pareja; mi novio, aunque avisado, enrojece.
-¡Qué casualidad! –la señora sonríe-. Efectivamente alquilamos la habitación de la azotea, pero unos muchachos ya pagaron y ahora mismo fueron por sus parejas.
No entiendo el plural, examino la construcción de los altos y se nota que sólo disponen de un cuarto. ¿Será un recurso para disuadirnos de volver, ante tantas solicitudes simultáneas? Decido arriesgarme:
-¿Algún problema porque somos una pareja del mismo sexo?
Ella vacila, y yo, sin meditar, abandono mi papel.
-Me han dicho que ustedes no admiten homosexuales. Si es cierto, me gustaría conocer la razón. Le advierto, además, que está violando la ley.
Acabo de equivocarme. Por desbocado he malogrado el lance. Günther Wallraff abominaría de mí. La señora me dice, después de carraspear, que no puede explicarme nada. No desmiente que hayan negado servicio a los homosexuales, pero toca a su marido exponerme los motivos. Él se llama Hicler y acaba de salir. Se fue. Nunca está en casa. He vuelto varias veces al callejón enfangado, y hasta el niño me advierte que su padre no ha regresado y que nadie sabe cuándo vendrá a encargarse del negocio…
Supe de estas discriminaciones por Y., un amigo. Él recorrió sin éxito varios hostales de Sagua la Grande: algunos estaban ocupados, dos se negaron a admitirlo con su pareja. Conseguir un sitio adecuado para tener sexo es una empresa difícil en Cuba, donde la mayoría de los jóvenes está impedida de emanciparse de las familias. Para los homosexuales, por supuesto, resulta peor. A la estrechez física de la vivienda familiar se añaden los prejuicios. Hay que ir entonces a solares yermos o edificios ruinosos. Mi amigo, en cambio, destinó un peso convertible para obtener una habitación durante una hora; el costo superaba su jornal, y ni así pudo obtenerla.
Visité un hostal administrado por cristianos, en la calle Padre Varela, el primer sitio donde negaron el servicio a Y. Los dueños negaron haberlo rechazado por homosexual. Apelaron al mismo discurso religioso que ha devenido un lugar común: no rechazamos a las personas sino a las prácticas. Este señor, bastante nervioso, se contradijo muchas veces; dijo, con alguna heterodoxia, comprender a los homosexuales. Si no les franqueó la entrada no hay que atribuirlo a prejuicios religiosos. Me negué a admitirlos para conservar el prestigio que tengo en esta comunidad –explicó-. No sabía que estaba haciendo algo ilegal; si es así reconsideraré continuar con el negocio.
El atropello mayor, de cualquier modo, no lo cometen ellos. Desconocen la ley, ignorancia que no exime del cumplimiento pero las normas jurídicas consideran atenuante. Los que sí la conocen y tienen la obligación de hacerla cumplir me recibieron con tibieza, escucharon serenos, y me despidieron sin la voluntad de enfrentar a los infractores.
Primero me dirigí a la fiscalía. La recepción estaba vacía. Entré sin hacerme anunciar y me dirigí a una señora que ocupaba un buró. Me identifiqué y expuse el caso. Ella dijo ser Patricia, fiscal. Yo llevaba memorizado un pasaje del Código Penal. El Capítulo VIII, artículo 295.1 es categórico cuando describe el Delito contra el derecho de igualdad:
El que discrimine a otra persona o promueva o incite a la discriminación [...] incurre en sanción de privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas o ambas.
La misma constitución desglosa las circunstancias generales donde ejercer la igualdad, y en su Capítulo VI, artículo 43, declara que
El Estado consagra el derecho conquistado por la Revolución de que los ciudadanos, sin distinción de raza, color de la piel, sexo, creencias religiosas, origen nacional y cualquier otra lesiva a la dignidad humana… se domicilian en cualquier sector, zona o barrio de las ciudades y se alojan en cualquier hotel.
Traté de persuadir a la fiscal de la gravedad de la discriminación denunciada: negar el alojamiento a una pareja por causa de la orientación sexual es un delito semejante a no admitir a otra por su condición racial. Cerrar las puertas a los homosexuales equivale a cerrarla ante los negros –enfaticé-. Patricia, imperturbable, me pidió que me calmara y acudiera a la Dirección Municipal de Vivienda, entidad que expide las licencias a esos cuentapropistas. Allí acaso podrían ofrecerme una respuesta. Ella, la fiscal, no haría nada para restituir “la legalidad quebrantada”. No lo dijo; no obstante, lo advertí al instante. Salí de la fiscalía. La funcionaria de Vivienda que debía atenderme no se encontraba. Después de varios días de acudir a la institución pude verla. Era una señora algo mayor. Escuchó mi historia con paciencia, y tan serena como la fiscal –la injusticia y la violencia no las conmocionan- me sugirió que viera a la abogada de la entidad, que trabaja en Santa Clara, a 50 kilómetros. Por esos vericuetos he transitado.
Alguien ha sugerido que esta discriminación sea propia de los hostales sagüeros. He indagado con amigos y me informaron de peculiares modos discriminatorios en otras ciudades. A uno de ellos lo admitieron en un alojamiento de Santa Clara después que los dueños hicieran una especie de junta familiar a puertas cerradas. A otro le insinuaron en Camagüey que debía pagar una tarifa mayor en razón de su sexualidad “irregular”.
Ni Europa se salva de estos episodios. He sabido que aerolíneas, restaurantes, bares, hoteles, han discriminado a parejas homosexuales casi siempre por prejuicios religiosos. En la mayoría de los casos, por fortuna, las leyes han reivindicado a los menospreciados.