La costumbre común de juntar nombres en una pared, ese atavismo de los amantes, no respeta los mármoles ni la sangre blanca de los árboles. Todos aspiran a eternizarse, siquiera en unas torcidas iniciales de rara caligrafía. ¿Cómo calar la piel del tiempo? He ahí una buena materia de eternidad: los nombres en el hierro.
¡Cuánto he repasado esas iniciales durante estos años!
M y R, 1917.
No simplificaban tanto las sociedades anónimas y comanditarias de la época. Aquí mismo, en la otra acera, perdura la casa “Carlos F. Iglesias”, con los gatos en sus capiteles, guiño felino de aquel burgués asido a sus mostachos; Beguiristaín, en la esquina, es un nombre de letras blancas sobre el frontón de un edificio verde; el Armas, de balcones muy horizontales, se ve menos palaciego, casi bastardo en el corazón de la ciudad señorial. Nombres completos para vanidad de dinastías muertas.
¿Quiénes fueron M. y R.? ¿Socios, parientes, esposos? ¿Sutiles amantes? ¿Eran tan conocidos que no hizo falta completar los nombres? ¿O prefirieron dejar una señal para los entendidos del tiempo por advenir? ¿Una cifra, un indicio que para otros M. y R. tendría sentido?
Aquella noche de la botella de ron, fue entonces que nos encontramos. Era una botella elusiva; no bebimos. La juerga empezaba a caldearse con la pasión de los mosquitos. R. y yo decidimos bajar, irnos a la entraña para estar juntos. Quiero persuadirme, creer que así comenzó todo. Quiero negar toda la causalidad torpe que nos trajo aquí y creer en “una extraña lógica”. No soy un hombre tan crédulo. Sin embargo, sigo buscando a R.