Esta es mi ciudad. Como decía María Zambrano de Lezama, habanero irreductible, yo he creído en ella. “Todos los iniciados tienen necesidad de una ciudad”, decía María. Ésta es la mía, y añado, con música de Marta Valdés: “Yo sé que hay en el mundo palacios y castillos, no me lo digan más; otro paisaje crece con este sol, frente a este mar.”
El mar, no importa cuál mar de un orbe salobre -el Mar por antonomasia-, todo el mar es gris como el mar de la Isabela, en cuyas oscuridades crecen los mejores ostiones del mundo.
Mañana desfilará una muchedumbre hasta la puerta de Wifredo Lam, en el antiguo barrio chino. Habrá sesión solemne de la Asamblea del Poder Popular. Dicen que Sagua la Máxima cumple 197 años. Pepe Hillo, el viejo historiador que se nos fue en 1950, lo negaría. Sagua fue pueblo de indios; aquí recibieron los siboneyes a fray Bartolomé de Las Casas. Ya tuvimos misas oficiadas en el siglo XVIII por los itinerantes curas de San Narciso de Álvarez, aquellos que cabalgaban mulas con la cruz, el hisopo y los latines. En 1812, cuando Napoleón todavía señoreaba en Europa, levantamos una iglesia gracias a don Juan Caballero, el veterano de Trafalgar que se desquitó de la derrota levantando un templo.
Mañana desfilaremos entre los iniciados que fraguan en la polis la argamasa de cada sueño. Lo haremos también por José Cabrera, el primero que erigió una escuela en 1830; por José María de los Heros, paladín silencioso de aquel emporio desde una oficina colonial; iremos, calle de Carmen Ribalta abajo, hasta la casa del pintor cubano más universal, como hubieran querido hacerlo el gobernador Casariego y la partera Bernardina, el general Robau y la morena Narcisa, la antigua esclava que salvó al caudillo cubano del veneno español.
Celebraremos este aniversario de Sagua la Grande como lo hubiera festejado Antonio Miguel Alcover, el historiador que escribió nuestro libro canónico. Por cada ausente haremos votos de eternidad para esta ciudad fluvial, de nombre tan indígena y sagrado como el de Cuba.
Otra vez oiremos la voz de Antonio Machín: “y lo mismo que nací, reposar allí quisiera”. Otra vez, como siempre, recordaremos a Albarrán, el sagüero que de no haber sucumbido a la tisis tal vez sería hoy el único cubano honrado con el Nobel. Y diremos con Jorge Mañach, el escudero de Martí: “esa es la sensación más neta que se guarda de nuestra tierra: la luz”.
Desde un tiempo imposible de fragmentar, unívoco, asistiremos también al regreso de Plácido y de la Avellaneda. Devolveremos al café Ariza el espíritu andaluz de los versos de Lorca. Iremos a ver morir sobre las tablas a Sarah Bernhardt y luego a Margarita Xirgu.
Esta es Sagua, la expedicionaria de dos siglos donde alguna vez recaló Jean Laffite, el corsario del poema de Lord Byron. Sagua, la novelesca, que también figura en textos de Víctor Hugo y Benito Pérez Galdós. Desde aquí escribió Francisco Pobeda, el viejo vate de los versos criollistas, el fundador de una escuela. Sagua, cuyo nombre también fue escrito por Martí. Sagua, que tantas veces apostó por la libertad todo el oro y toda la sangre.
Estas son las piedras amadas. Los iniciados quieren una ciudad –decía María Zambrano-, un sitio tan necesario como la palabra.
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