(Estación principal de la Compañía del Ferrocarril de Sagua, foto de 1902)
Lo que acaeció en un itinerario de 1891
En el tren, camino de Caibarién. Una década después del último viaje, habíamos querido asistir a la reinauguración del servicio. Eramos tres, cada uno con sus propias obsesiones a cuestas: el primero, único aficionado serio al ferrocarril que conozco, ha elaborado una conmovedora poética de los rieles que empieza con el pito de las locomotoras que escuchaba en su infancia y tiene su paroxismo cuando viajaba con el abuelo al lomo de las bestias de hierro; el segundo, viajero más pragmático, quería reanudar un romance en uno de tantos pueblos que recorre el tren, y se disponía a hacerlo, sin agregar más, ni justificar menos; en cuanto a mí, aspiraba a llevar los huesos sanos a Remedios, la octava villa de Cuba, un pueblo que ya proustianamente había idealizado y sopesado en cada sílaba de su nombre. Los tres nos sentíamos de cierto modo viajeros del siglo diecinueve, no tanto por la edad del trayecto, -inaugurado a instancias de los habitantes de Camajuaní, ávidos de enlazarse entonces con la villa de Sagua- sino porque sabíamos que el paisaje y los pueblos permanecían iguales, inmutables, con la misma estampa que admiraron nuestros antecesores, los pioneros de la ruta, viajeros del remoto 1891.
Tomar un tren en Cuba, sin las debidas precauciones, es un peligroso dislate , la locura misma: hacen falta libros, almohadas para suavizar la rigidez de las butacas, botellas de agua, como si de cruzar el desierto se tratase en el lomo de un dromedario cojo y parsimonioso. Tomar aquel tren para llegar hasta Remedios y Caibarién -apenas noventa kilómetros- me suena todavía a inusitada aventura , a Livingstone en el corazón de África, Magallanes transitando los mares del sur, por suerte, lo mismo que aquellos viajeros ilustres, tendríamos la fortuna de hacer descubrimientos: en Mata, cuyo nombre huele a sangre, donde hay un monumento dedicado a una aldea checa arrasada por los nazis, el tren atraviesa el centro del pueblo, en absoluta ignorancia de las disposiciones más ortodoxas del transporte ferroviario; sobre el río Sagua la Chica todavía transitamos el majestuoso puente de fábrica belga que en sus días fue la obra ingenieril más elevada de la Isla; el cementerio de Vega Alta, sobre una ladera, en lánguido desnivel, tiene al centro una palma fulminada por un rayo, para horror de los supersticiosos, es un sitio maldito.
Imagínense un tren europeo, con carteles en neerlandés, casi hermético, sin climatización, rodando, amenazante, durante el verano de Cuba por una vía del siglo diecinueve, salvando puentes y bordeando lomas, hacia el este, hacia Remedios y Caibarién, que en el diecinueve fueron otro país, sólo accesible por mar, hasta que llegó este camino de hierro, siempre tierra prometida para el viajero exhausto.
Este no es uno de los trenes en los que la gente suele dormir, es imposible. Este no es de esos trenes donde la gente lee apaciblemente, mientras transcurre el paisaje, en olímpica indiferencia hacia la belleza vertiginosa de afuera. Este tren es una tertulia, nadie retira los pies, todos rozan al vecino. Los asientos, para colmo de familiaridad, se encuentran situados de frente. Aquí todos hablan, saturan la atmósfera de palabras. Y en los andenes perdidos, suben vendedores ambulantes a proponer sus maníes, granos y turrones, entre los desfallecidos viajeros que apuran además sorbos de su propia agua, como si efectivamente camellos fuesen muy entrenados en la costumbre de llevar provisión encima.
En este tren uno va poseído por palabras, y lo que es lo mismo después del buen Saussure, uno baraja signos, una traviesa sigue a otra bajo las ruedas, signo tras signo, cuesta abajo, incesantemente, hasta la meta: descender, recuperar el divinio don de la inmovilidad, un andén de paz, uf. Y en este concepto de vértigo físico y verbal fue que acaeció algo que mis amigos no han olvidado desde entonces, cuando ya rebasábamos la mitad del trayecto y los estragos del viaje se sentían en el cuerpo y en la mente: en una de las paradas a la vera de cualquier campo, bajo unas palmas, atmósfera del paisaje cubano arquetípico, se detuvo el tren junto a dos bueyes, bestias corpulentas y mansas, cuyos hocicos casi empañaban el vidrio de nuestra hermética ventana holandesa. Al mismo tiempo subieron unos vendores ambulantes ofreciendo caramelos, el viajero pragmático, mi segundo amigo, muy previsor, compró algunos para las vituallas, y me ofreció uno que tomé con avidez, seguido de un comentario desesperado: "si se tardan un poco los suministros, creo que caigo en hipoglicemia...". El comentario pareció sin duda muy extravagante a los viajeros de enfrente, una familia campesina, tanto que la niña no pudo contener una sonrisa y dirigió un gesto cómplice a los padres. Yo, mientras, trituraba excéntricamente el portentoso caramelo, sin reparar siquiera en el sabor que, de hecho, he olvidado como conviene a lo circunstancial. La niña me observaba a estas alturas con suprema atención, como mira la gente a los insectos raros, con la pasión de las nomenclaturas, ¿de que especie será? Mis amigos, distraídos en el oficio, muy proustiano también, de especular sobre los fines de cada viajero, elucubraban sobre la probable estación donde descendería cada uno, participando a hurtadillas de las conversaciones... Fue entonces que se produjo el definitivo cataclismo de códigos semánticos entre el más escudriñado de los viajeros, después de su insólita alusión clínica -yo- y el resto de los inquilinos de aquel salón rodante. Perdido en el laberinto de los signos ajenos reparé, terrible azar, en la visión exótica para mí, -habitante de una ciudad pequeña y provinciana, pero ciudad al fin y al cabo- de los bueyes inclinados hacia nuestra ventana, curiosos e indiscretos, como la gente que espía las peceras a despecho de la privacidad de los peces. Se veían resignados, recordé unos versos de Feijóo y el título de un poemario de René Batista: "Los bueyes del tiempo ocre", la leyenda campesina que los describe como inseparables compañeros de yugo, negado a trabajar uno cuando muere el otro. Atemporales, simbólicos nos miraban con la manera profunda que tienen algunas bestias para mirar, y fue entonces que advertí una circunstancia desconcertante: ambos tenían los cuernos rotos, una mano irreverente había profanado aquella alegoría de la mansedumbre con la sospecha de rebeldía, otra manera de consentir en el derecho a la rebeldía que tienen los uncidos. Y entonces dije, con voz algo imprudente, luego de un codazo a mi vecino, el aficionado a los ferrocarriles: "Mira esto, ¿qué le pasó a alguien con estos mansos, cómo fue que los dejaron así, la cornamenta despuntada?" Hubo un silencio, cierta vacilación. Mi amigo se encogió de hombros, hizo un gesto de indiferencia. Otros sonrieron. La niña guajira de enfrente casi no podía tolerar la risa por lo que debió parecerle un exceso verbal y semántico: !La cornamente despuntada!. Continuó la expectación hasta que un viajero agudo, súbitamente iluminado, casi gritó: !Ño, que trabajo pa'decir que le cortaron los tarros! Corramos un velo piadoso sobre lo que sucedió después...
Hace muy poco otro amigo mío, ausente de aquel memorable viaje por el itinerario de 1891, me refería cómo, mientras interrogaba a una de sus empleadas, - conserje de "Paradiso", un centro cultural que se honra con la evocación de la novela de Lezama- sobre sus últimas ausencias, la mujer se excusaba aludiendo a cierto estado ya legendario para mí, la antedicha hipoglicemia, "es que tengo problemas con el azúcar", -decía- "a veces siento debilidad, no puedo caminar, me dan polisemias". Cada vez que mi amigo cuenta esto, sus interlocutores se burlan a mandíbula batiente por la confusión de la vieja conserje, pero yo no puedo hacerlo. No sólo por el episodio de los caramelos sobre el tren de Caibarién, es que a mí sí me dan polisemias. Sufro polisemias, un exceso de semas en la linfa. Empiezo a decir y significar cosas que ni siquiera puedo entrever, involuntariamente, y me acuerdo de Saussure, en Ginebra, tan aburrido y expuesto a las polisemias, como yo mismo. Ferdinand, ora pro nobis.