Hace años que no leo a Julio Verne. Carlos Alejandro, que no lo ha leído nunca, me pregunta por qué tengo tanta nostalgia de aquellas ingenuas novelas, si las erráticas peripecias del siglo XX demuestran que la realización humana no depende de la ciencia ni de las máquinas. ¿Volverías a leerlas? –preguntó-. Es cierto: el siglo XX fue el verdadero siglo nihilista. Por eso algunos, como yo mismo, frecuentan la melancolía de no haber compartido el espíritu decimonónico, cuando todo parecía posible y se confiaba en las inexistentes verdades apodícticas. Traté de explicar a Carlos Alejandro que el Verne amigo mío ni siquiera es el profético o el envidioso de los robinsones; de todos aquellos hombres –dicen que el novelista era misógino- perdidos en mundos exóticos, el único que quise de veras fue Miguel Strogoff. Cuando iba a hablar de Miguel Strogoff apareció un taxi para Sagua, y ante la urgencia de mi viaje no pude decir más. Mi propia Siberia me aguardaba: Hatillo, Sin Nombre, Cifuentes, Sitiecito y Sagua la Grande, en lugar de Nijni-Novgorod, Krasnoyark, Omsk e Irkustk. Porque no me resigno a la pausa que abrió ese viaje en nuestra conversación, le contaré ahora lo que sé sobre Miguel Strogoff.
Miguel Strogoff era un correo del zar. Todo empieza durante un baile áulico, en la Rusia europea. Un inglés y un francés, corresponsales extranjeros, observan la escena. Ellos son apenas un par pintoresco que servirá de recurso para aligerar las graves peripecias. En la mayoría de las novelas vernianas hay, al menos, un francés, encarnación del buen humor y la originalidad.
Para abreviar: Rusia, invadida por los kirguises y traicionada por Iván Ogareff, requiere enviar una nota al hermano del zar. Miguel Strogoff, el correo designado, debe atravesar de incógnito miles de verstas. Por el camino aparece Nadia, una joven livonia que también viaja a Irkustk para encontrar a su padre, un desterrado. Strogoff y ella deciden hacerse pasar por hermanos. Recuerdo, vagamente, a una cíngara –una gitana-, espía del traidor Ogareff. Recuerdo, con más nitidez, cómo Miguel desconoce a su madre en una taberna siberiana para no traicionar la encomienda. Mientras se adentran en Siberia aparecen los estragos de la guerra, el viaje se torna oneroso. Hay un momento en que todo parece perdido: Miguel es descubierto; la misión resulta abortada; Ogareff asume la identidad del correo para vengarse del hermano del zar. Yo leía y luego señalaba las escalas de Strogoff en un atlas impreso en Alemania Democrática. Después de tantas aventuras, impregnado del olor de la estepa arrasada, también llegué a Irkustsk. Nunca he olvidado el nombre de esa ciudad, en las costas del lago Baikal. Miguel Strogoff, el invencible, cumple la misión, a pesar de la carta perdida y de sus ojos chamuscados por una espada ardiente.
Es probable que la causa del zar no fuera justa. He pensado que los kirguises de Feofar Khan se rebelaron con razón. Estos juicios no importan, sin embargo. El gran tema de la novela es la voluntad de Miguel, la palabra empeñada, el coraje que se impone a la derrota ya consumada y consigue rebasarla. Por eso dije, antes de tomar el taxi, que estas novelas ingenuas contribuyeron a configurarme. Porque uno se edifica volitivamente, según surgen sus devociones, y esas lecturas antiquísimas me hicieron un hombre del siglo XIX, verniano nostálgico. Creo que pude decir todo eso antes de irme a Siberia, en el taxi. La explicación se tardó, mas hela aquí.