Carlos Alejandro y yo somos una familia invisible. El Estado desconoce nuestro vínculo; sus padres y los míos, aunque saben que somos una pareja, nos niegan la condición de familia. A un año y medio de habernos unido, estas enemistades tácitas podrían resultarnos indiferentes, pues la invisibilidad que nos adjudican no consigue debilitar la voluntad de andar juntos. Ante el velo echado sobre los cuerpos y el proyecto de vida en común, la respuesta más elemental sería encogernos de hombros. Una familia, podríamos pensar, se constituye en una entidad tan monolítica que parece por momentos indestructible. Se quebraría desde dentro –continúa el argumento consolador-, pero ninguna influencia externa puede socavarla. Lamentablemente Carlos Alejandro y yo, además de invisibles, también somos una familia agredida. Ante la urgencia del reclamo y la necesidad de discurrir con tino, sin el lastre de la ira, solemos olvidar que la negación de un derecho es una agresión, un gesto beligerante.
A menudo me atormentan contingencias amenazadoras para mi familia. Si Carlos Alejandro enfermara, ¿no tienen sus padres potestad para impedirme al acceso al hospital o a cualquier decisión relacionada con el tratamiento médico? Si yo muriera, ¿no impedirán mis padres que él acceda a algunos de los bienes que le corresponden?
Hasta aquí he supuesto circunstancias extremas. Mi familia invisible resulta agredida también en la cotidianidad: por besarnos fuimos expulsados hace unos meses del monumento de la Loma del Capiro. Aquí hay niños, ¡vayan a otra parte! –dijo el custodio-. Otras parejas afectuosas no fueron molestadas. Eran las privilegiadas familias que el Estado reconoce y la sociedad alienta.
Mi padre considera que Carlos Alejandro y yo no somos una familia, encarnamos más bien –expresó sin un temblor en la voz- una amenaza para la verdadera familia. Mi madre supuestamente acepta nuestro vínculo como legítimo, pero en la práctica lo asume con menos seriedad que los matrimonios de mis hermanos. Nunca nos convidan a las reuniones hogareñas ni a los paseos familiares, incluso estuvieron a punto de despojarme del derecho a la herencia de mi abuela. Así me han negado el reconocimiento que la mayoría recibe desde la constitución de su familia.
El Estado, históricamente homófobo, no acaba de fijar en las leyes su tímido posicionamiento a favor de los derechos LGBT. Demasiado comprometidos con instituciones estatales, los activistas llevan sus banderas a las calles de algunas ciudades y a los campos deportivos, pero no se atreven a ponerlas ante el parlamento moroso que ignora, y por consiguiente agrede, a nuestras familias. Un derecho demorado, decía el lúcido Martin Luther King, es un derecho negado. Los poderes confían en que toleraremos la tardanza y aguardaremos mejores tiempos para disfrutar de la gracia que quizás nos otorguen. Esperan de nosotros una docilidad incompatible con las tradiciones cubanas.
Por defender, desde este blog, mi derecho a formar una familia, he tenido que soportar la suspicacia de burócratas políticos y periodísticos. Sutiles amenazas de ostracismo me llegan cada vez que reincido en la defensa de mi familia y mis derechos. Han ocasionado, sin querer, el efecto contraproducente: cada reflexión sobre el tema adquiere, sin proponérmelo, el tono de una acusación. La gente que no me perdona esta resistencia es incapaz de encararme y discutir conmigo la pertinencia de mi reclamo. Son contrarrevolucionarios en el sentido neto del término: no admiten, en lo que perjudica a los poderes, que alguien arguya y denuncie, siquiera sea con el universal derecho de defender a su familia de la invisibilidad.
Estuve hace unos meses en Ecuador. Un amigo me convidó a un coloquio acerca de la despenalización de la homosexualidad en ese país, hoy mismo favorecido por su pueblo con una de las constituciones más avanzadas de América Latina. Eché de menos que instituciones como el CENESEX, historiadores y activistas LGBT cubanos no sólo hayan eludido cualquier investigación seria sobre las UMAP, sino que tampoco hayan convocado ningún debate público para examinar la trayectoria de la homofobia de Estado en Cuba. Diseñar eficazmente la campaña por los derechos civiles de las minorías sexuales obliga a conocer cómo ha evolucionado la represión y qué mecanismos permitieron la derogación de la penalización. Sorprende que nadie se interese por historiar esas batallas. A la fiscal que me acompañó en un reciente programa radial sonaba mal que yo hablara del tema. Penalizar es un término demasiado fuerte, dijo. Ante estas reticencias es muy difícil llevar adelante una campaña eficaz. Apenas podremos plantar la bandera del arcoiris en el juego de pelota.
Hasta aquí he supuesto circunstancias extremas. Mi familia invisible resulta agredida también en la cotidianidad: por besarnos fuimos expulsados hace unos meses del monumento de la Loma del Capiro. Aquí hay niños, ¡vayan a otra parte! –dijo el custodio-. Otras parejas afectuosas no fueron molestadas. Eran las privilegiadas familias que el Estado reconoce y la sociedad alienta.
Mi padre considera que Carlos Alejandro y yo no somos una familia, encarnamos más bien –expresó sin un temblor en la voz- una amenaza para la verdadera familia. Mi madre supuestamente acepta nuestro vínculo como legítimo, pero en la práctica lo asume con menos seriedad que los matrimonios de mis hermanos. Nunca nos convidan a las reuniones hogareñas ni a los paseos familiares, incluso estuvieron a punto de despojarme del derecho a la herencia de mi abuela. Así me han negado el reconocimiento que la mayoría recibe desde la constitución de su familia.
El Estado, históricamente homófobo, no acaba de fijar en las leyes su tímido posicionamiento a favor de los derechos LGBT. Demasiado comprometidos con instituciones estatales, los activistas llevan sus banderas a las calles de algunas ciudades y a los campos deportivos, pero no se atreven a ponerlas ante el parlamento moroso que ignora, y por consiguiente agrede, a nuestras familias. Un derecho demorado, decía el lúcido Martin Luther King, es un derecho negado. Los poderes confían en que toleraremos la tardanza y aguardaremos mejores tiempos para disfrutar de la gracia que quizás nos otorguen. Esperan de nosotros una docilidad incompatible con las tradiciones cubanas.
Por defender, desde este blog, mi derecho a formar una familia, he tenido que soportar la suspicacia de burócratas políticos y periodísticos. Sutiles amenazas de ostracismo me llegan cada vez que reincido en la defensa de mi familia y mis derechos. Han ocasionado, sin querer, el efecto contraproducente: cada reflexión sobre el tema adquiere, sin proponérmelo, el tono de una acusación. La gente que no me perdona esta resistencia es incapaz de encararme y discutir conmigo la pertinencia de mi reclamo. Son contrarrevolucionarios en el sentido neto del término: no admiten, en lo que perjudica a los poderes, que alguien arguya y denuncie, siquiera sea con el universal derecho de defender a su familia de la invisibilidad.
Estuve hace unos meses en Ecuador. Un amigo me convidó a un coloquio acerca de la despenalización de la homosexualidad en ese país, hoy mismo favorecido por su pueblo con una de las constituciones más avanzadas de América Latina. Eché de menos que instituciones como el CENESEX, historiadores y activistas LGBT cubanos no sólo hayan eludido cualquier investigación seria sobre las UMAP, sino que tampoco hayan convocado ningún debate público para examinar la trayectoria de la homofobia de Estado en Cuba. Diseñar eficazmente la campaña por los derechos civiles de las minorías sexuales obliga a conocer cómo ha evolucionado la represión y qué mecanismos permitieron la derogación de la penalización. Sorprende que nadie se interese por historiar esas batallas. A la fiscal que me acompañó en un reciente programa radial sonaba mal que yo hablara del tema. Penalizar es un término demasiado fuerte, dijo. Ante estas reticencias es muy difícil llevar adelante una campaña eficaz. Apenas podremos plantar la bandera del arcoiris en el juego de pelota.
El último recurso de la homofobia, el postrer y desesperado expediente, es que ya no existe la discriminación, o al menos que no es tan relevante como para obligar a tanta “exhibición” de las personas LGBT. Cercanos a cierta ideología burguesa, los últimos homófobos se disfrazan de progresistas y dicen admitir a los homosexuales siempre que sean discretos. Lo siento, señores compañeros. No los complaceremos. Nuestra familia invisible sí es revolucionaria.