Llegar hasta mi nueva casa obliga a un viaje de ochenta y dos escalones.
La subida me recuerda la escalera terrorífica de algún thriller de la
década de 1940. El edificio parece un sitio apropiado para el crimen:
una reja sórdida sustituye al antiguo pasamano, el trasiego ha gastado
los peldaños de mármol, la sordidez de los pasillos instaura una
atmósfera gótica…
Por lo demás, el edificio es muy pacífico. Casi nunca me tropiezo con algún vecino. Antier subían dos señoras extraordinarias: la mayor llevaba un atuendo decimonónico; la segunda, todavía más exótica, hacía ondear los flecos de un turbante. Viven, al parecer, en el primer piso.
Por lo demás, el edificio es muy pacífico. Casi nunca me tropiezo con algún vecino. Antier subían dos señoras extraordinarias: la mayor llevaba un atuendo decimonónico; la segunda, todavía más exótica, hacía ondear los flecos de un turbante. Viven, al parecer, en el primer piso.
El vestíbulo es altísimo y remontarlo ya obliga a un esfuerzo. No he contado los descansos tan largos que obligan efectivamente a descansar antes de continuar el ascenso. Toda la escalera posee unos ventanales desarticulados que permiten observar la ciudad. A cada peldaño corresponde un ángulo más vertical y la consiguiente línea de azoteas que revela la altura.
La mayoría de los vecinos vive a puertas cerradas, excepto unas mujeres del segundo piso, anhelosas de espacio o simplemente acaloradas. Me he prohibido escudriñar salones ajenos, pero es inevitable enterarse de los hábitos de quienes viven sin cerrojos: a ellas, por ejemplo, les gusta dormir la siesta en el suelo. Al lado vive un perro y acostumbra a ladrar cuando alguien pasa.
Como en la pensión Vauquer que describió Balzac, el piso más alto estaba reservado –y sigue estándolo de algún modo- a los más pobres. Ahí vivo. Hay un espacio claustral y más allá se abren dos pasillos, uno de ellos sinuoso. Por esa ruta llego a casa gracias a un recurso propio de ciertos cuentos populares: ante cualquier encrucijada, tomo la izquierda.
En el apartamento contiguo, una señora y su hija se ciñen a un espacio reducidísimo: una habitación y la correspondiente barbacoa. A veces me obligan a apretarme también, como hoy, cuando ocuparon el pasillo para teñirse, por turno, el cabello. Pasé entre un peine y los rizos amenazantes.
Una puerta más lejos vive Pepita, una pelirroja falsa; se le atribuyen grandes pasiones. Lo mismo me dicen de una anciana de asentaderas monumentales, Fefa Mellado. ¿Por qué es famosa? –pregunté a un amigo-. ¡Por alegre! –contestó-. Antaño dedicaban versos humorísticos a su imponente andar, y hoy se afirma que debe al esfuerzo de las escaleras la maravilla de sus piernas.
Me refieren otras intimidades del edificio que no me atrevo a corroborar: que si la señora de la barbacoa habla mal de Pepita y la hija no puede tener marido por lo reducido de la casa; que si la Mellado, airada, ha agarrotado a Pepita contra las paredes del pasillo sórdido y la pelirroja se ha escurrido como la sanguijuela que es… Nada he presenciado hasta ahora. El edificio es apacible, salvo por la anciana que regaña al nieto y lo persigue con un cinto por el claustro. El niño se llama Yoelvis, y me dejó en la puerta una invitación para asistir a la inauguración de su biblioteca. La redacción y la ortografía eran impecables.
Desde la azotea, la ciudad se recoloca, acerca o aleja impresiones a voluntad. Por las noches se encienden las luces de la Calzada de Barker, que algunos asumen como la ruta para huir de la decadencia; para mí, en cambio, es el Camino de la Costa, por donde llegaban forasteros en el siglo XIX.
Me gusta servir la comida en el único balcón que puedo abrir y ejercitarme en la reconstrucción imaginaria de la ciudad y la buhardilla: dónde pondré un cuadro y una araña de cristal y un fumadero de opio y la ruta de las hormigas sobre mis platos y la señal de la meta del viaje en las cuentas oscuras de un bombo de la vieja charada china.
Desde la azotea, la ciudad se recoloca, acerca o aleja impresiones a voluntad. Por las noches se encienden las luces de la Calzada de Barker, que algunos asumen como la ruta para huir de la decadencia; para mí, en cambio, es el Camino de la Costa, por donde llegaban forasteros en el siglo XIX.
Me gusta servir la comida en el único balcón que puedo abrir y ejercitarme en la reconstrucción imaginaria de la ciudad y la buhardilla: dónde pondré un cuadro y una araña de cristal y un fumadero de opio y la ruta de las hormigas sobre mis platos y la señal de la meta del viaje en las cuentas oscuras de un bombo de la vieja charada china.