jueves, 11 de diciembre de 2008

El ángel del parque de los muertos


Esta noche he vuelto a verlos. Ocupan el mismo banco, de frente a los muertos. Siempre experimento la noción del parque con el mismo estupor: hay una tumba al centro, una cripta con puertas de hierro y montones de nombres, honores, grados y comillas. Ha muerto mucha más gente desde que se concibió este homenaje y no hay suficientes parques para abonar con los despojos de cada héroe. También tenemos demasiados héroes. El parque ha perdido su nombre. Lo llaman “el Mausoleo”. Me gustaría creer que es el imperio de la Muerte dejándonos su marca en el centro de la ciudad, su ángel de vacías cuencas; pero no decaeré otra vez en la afición de referir lo ideal: mausoleo es aquí moneda de curso corriente. Al parque vienen los amantes, vienen los druidas a dejar sus impurezas al pie de las ceibas y las palmas. Por todos lados hay monedas, huevos cascados, velas apagadas por un golpe de tedio. La cafetería de la esquina también tiene nombre de tumba. Nadie menciona el nombre de la Muerte. Todos sonríen a la naturaleza apacible del parque, se tienden en los bancos a esperar la noche, no saben dónde se cuece el misterio. Yo también vengo. Es inevitable. Por aquí pasa el camino para volver a mi casa. Las calles son demasiado rectas, un universo ortogonal es el inmenso calabozo de la ciudad. Pero hoy he vuelto a verlos, el viejo y el chico juntos, sentados a los pies del ángel. Tengo que saber con qué fin vuelven a cruzarse nuestras miradas precisamente ahora, cuando el ángel del ala trunca, erguido sobre la cripta, me bendice, y pienso en otra noche, más lejana y extraña.

Al viejo lo conozco. Coincidimos hace mucho en alguna parte. Pertenece a esa clase de gente obligada a una taimada medianía. Lo creo capaz de cualquier pacto, así sea oneroso. Aunque reticente, el viejo canjearía lo más virtuoso que tiene por la dádiva de creerse aceptado, por un sitio amable para urdir sus pequeños placeres de hilandera sin rueca. Pertenece a esa clase torpe, sin refinamiento, que acaba maniatándose con su propio hilo. Encima, lo creo desprovisto de audacia, mucho menos ahora que ya está demasiado viejo. Pero no descarto que hay placeres innombrados e imperiosos. Por alguna razón de esa índole será que atraviesa la mitad de la ciudad para venir cada noche a este parque. El muchacho es muy bello. El viejo se ha convertido en su preceptor, casi puedo asegurarlo; todavía no he podido sorprender un ademán definitivo. Sí me consta que es el viejo quien gesticula, el que escudriña mi paso; el chico es tímido: baja la mirada y escucha. ¿De dónde conozco al chico?

Hay un sitio sórdido, el Hotel T… Las habitaciones del centro están ahumadas por la chimenea que asciende tras las ventanas. La escalera, con peldaños y pasamanos de mármol, está demasiado empinada, casi vertical, como para favorecer el despeñamiento de alguien. Se dice que ahí durmió Sarah Bernhardt, la divina, en 1918. El carpetero del Hotel T… es famoso por su mitomanía, y por su fealdad. Cuando miente, rezuma odio. Es retador y cobarde.

¿De dónde conozco al chico?

Una noche lo vieron bajar la escalera, llorando. Nunca regresó; no se pudo reconstruir nada de lo acaecido arriba. Se supone que el carpetero sórdido lo deseaba. El muchacho es muy bello. Un espía de los míos me ha referido cómo, durante una fiesta callejera, el carpetero se esforzaba en obsequiar al chico con una sonrisa raída y comestibles baratos. Este informante bienintencionado acaba de hacerme recordar que el muchacho bello se llama Héctor. La inmunda, por supuesto, se llama Gorgona. En el Hotel T… se fraguan menudas intrigas, risibles traiciones. Sé que me odian en el Hotel T… y me enorgullezco de suscitar rencor en la jauría.

Esta noche, en el parque de los muertos, creo que el chico me ha reconocido. Hubiera querido llamarlo por su nombre, corroborar que recuerda aquella noche, cuando él penetraba en un país inhóspito y yo quise ser amable. Entonces imperaba la Gorgona; no pude salvarlo.

-Oye.
-…

Muchacho, ni el viejo me intimida, ni la serenidad del parque me reduce a rehén de los muertos. Si te dicen que ya muero, no hagas caso. Si oyes que contengo en mis venas un sorbo de muerte, escúpeles. Mis cuencas no están vacías. La costumbre para mí es el gesto desvaído de lo que fue una ceremonia.


El viejo y el chico
en medio de las palmas,
sentados por duplicación de afectos.
El rumor de las palabras participa
de la naturaleza vergonzante del miedo.

Los miro cada noche repetirse,
reproducir el mismo temblor a mi paso de bestia.

Soy un ángel malo.
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domingo, 7 de diciembre de 2008

El último amolador de tijeras

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Es leyenda que Abuela cosía y cantaba mientras yo jugaba al prisionero resignado, en un corral de madera, hasta que tuve dos años. No recuerdo nada de lo que cantaba, sólo el sonido de las tijeras rasgando la tela.

La casa de mis abuelos tenía un pasillo por cada lado y al fondo un patio grande, donde un pequeño puede perderse. Había muchos árboles. Todavía se describen con nostalgia aquellos aguacates: grandes, amarillos, con la semilla mínima para no quitarle espacio a la carne. No recuerdo qué clase de muros establecían la frontera de este patio. Han pasado veinte años y por eso, tal vez, aquel mundo se me antoja infinito. También había un cafeto. ¿Aguacates con café?

Abuela cosía batas en una máquina Singer. Artesanía, de la calle Martí, le pagaba unos pesos. Las batas eran rosadas y tenían unos botones inmensos de un plástico ambarino.

-Niño, ensártame este hilo.

Entonces lo corto, lo muerdo y mojo con saliva. El procedimiento no ha variado: sólo una hebra bien mojada y tiesa puede pasar al otro lado, al sitio donde se redime la inutilidad de las cosas inertes.

Evangelio según San Mateo: más fácil pasará un camello por el ojo de una aguja. Mi abuela sin duda fue una mujer opulenta: nació en una finca junto al río, entre dos puentes; fue pastora de cerdos: se le describe jinete sobre los lomos del animal más grueso de la piara; tuvo quince hermanos, de los cuales sólo sobrevivieron siete, y le tocó criar a los más jóvenes; estudió hasta el tercer grado de la primaria, pero sigue siendo muy sagaz. Se salvará.

-Abuela, ¿cómo dice aquel verso que aprendías en la escuela?

Sólo quiero escuchárselo, otra vez. Que lo dibuje la voz:

-Yo he visto un cangrejo arando y un puerco tocando un pito; morir de risa un mosquito al ver un burro estudiando; y un buey viejo regañando sentado en una butaca a una ternerita flaca, que de risa estaba muerta, al ver una chiva tuerta remendando unas hamacas.

Hice que lo copiara en la hoja blanca al final del cuaderno de Renée Potts, la maestra cubana que escribía romances y adivinanzas en verso. La página está amarilla; hace años que Abuela no cose. La casa grande fue permutada por un apartamento, paredes de hormigón. Nosotros también hemos mudado la casa y las costumbres.

Hay tijeras en la memoria, filosas, hirientes tijeras. Antes se anunciaban los amoladores con una armónica en los labios. ¿Veinte o cuarenta centavos por dejarlas relucientes? Se cambian tijeras viejas por nuevas tijeras, se trueca el orín por la plata…




Esta mañana ha pasado el último amolador de tijeras. Ni siquiera pude fotografiarlo. Iba con prisa. Recordé el asunto de una litografía de Grandville: en una vitrina, embalsamada, alza una de sus patas para saludar al cazador la última liebre de Europa. El amolador ha sido cazado. En el trino de su armónica el tiempo hace arabescos. El amolador se mueve rápido, calle abajo, impulsando la piedra, el monociclo: sabe que nadie traerá sus tijeras. Las últimas costureras por encargo abandonaron la ciudad rumbo al olvido. La armónica del amolador suena, cuesta abajo. Ha venido a afilar las tijeras; sin querer lo cortan las tijeras del tiempo.
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jueves, 4 de diciembre de 2008

San Juan de los Remedios

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El retorno a Remedios debe transcurrir sobre el camino de hierro, a la manera antigua. El alma en los rieles, balanceándose, dormida pero atenta al sueño de los pueblos pequeños. Así he ido a San Juan de los Remedios, la octava villa de Cuba, como un peregrino medieval.

Ya he descrito el encanto de aventurarse por el camino abierto en 1890: el puente más alto de Cuba hace un siglo, las aldeas casi inaccesibles, el paisaje verdeoscuro que se ilumina a contraluz porque vamos hacia el oriente. Remedios queda donde se levanta el sol.

Hay que salir bajo la noche cerrada. El tren llega a su destino con el alba. Es un viaje proustiano: subyugan los carteles de los viejos pueblos con nombres desusados y misteriosos: Canoa, El Indio, Vega Alta, Encrucijada, La Quinta, Constancia, La Luz, Vega de Palma, Mata, Corazón de Jesús... Finalmente, Remedios. En los andenes se bebe café, ofrecen cucuruchos de maní por un peso, caramelos rompedientes, melcochas. Los viajeros transportan secretos bajo el brazo, en cajas anudadas. Por Camajuaní venden pizzas. Donde no hay estaciones, la gente se abre paso en los trillos con un farol: nadie quiere perder el tren. Los puentes crujen; la vía, resbaladiza por el rocío, como un tobogán, obliga a retroceder algunos tramos.

¿Cuál es el encanto de Remedios? ¿Por qué me aventuro, cada año, al menos una vez?

A la concisión de estas preguntas sólo puedo ofrecer una respuesta sutil: por una atmósfera. El espíritu de Remedios se trasunta en una atmósfera incórporea como un olor, perceptible únicamente al llegar a la plaza mayor después de haber sopesado, desde la ventanilla del tren, las torres de las iglesias, de espaldas al amanecer. Estos son mis campanarios de Martinville. Los que obsedían a Marcel desde el estribo de una calesa en aquel paraje de "Por el camino de Swann". Las torres lejanas y cercanas a un tiempo unívoco.

Tuve excelente cicerone en Remedios. Fui a los aposentos de Caturla, el gran compositor vanguardista; vi el piano con candelabros para las noches del siglo XIX. En el suelo del templo, la losa del presbítero Loyola, el mismo que recibió los elogios de Morell de Santa Cruz, el obispo criptojudío, en 1756.
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Esta iglesia es una fantasía barroca en dorados retablos. En el techo mudéjar hay flores talladas por una mano del siglo XVIII. Los altares, genuinamente churriguerescos, conservan la Mater Dolorosa del llanto perlífero, el cráneo de un olvidado prelado, el Jesucristo yacente, sepultado entre lienzos, un carrillón de campanillas plateadas a la diestra de la genuina Virgen del Buenviaje. La Parroquial Mayor de Remedios es la fantasía de Eutimio Falla Bonet, el benefactor que pagó estos fastos, millonario barroquista.


Cuando a la bahía de Nipe todavía no pensaba navegar Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la patrona de Cuba, ya los remedianos, desafiando la cercanía de los corsarios, habían acogido en la villa a la Virgen del Buenviaje, otra naúfraga. Debe investigarse mejor aquella cosmovisión temprana de los cubanos, el horror por el mar de donde llegaban piratas y huracanes, el consuelo de las vírgenes. No es casual que ambas hayan arribado por el mismo camino, con tanto desamparo, dispuestas a amparar a los desolados insulares. La de Buenviaje mereció un gran templo de sus devotos remedianos, construido a un extremo de la plaza. Sobre la cabeza, aún más alto que la auréola, lleva el escudo de la ciudad. Es la virgen remediana. Por azares de la historia no es también la patrona de Cuba, a la que precedió.


Tan vieja como Trinidad, que presume de añeja, Remedios se densifica en un pasado claroscuro, el más apasionante que pueda exhibir cualquier villa cubana. Fue en Remedios donde se abrió una boca del Infierno por el Mil Seiscientos... Aquí ejerció Joseph González de la Cruz, el gran exorcista que sacó numerosas legiones del cuerpo de la negra Leonarda. Hablo de la famosa pelea cubana contra los demonios, que todavía en el siglo XX ocasionaría un libro de Fernando Ortiz y una película de Tomás Gutiérrez Alea. Remedios es la patria del célebre Güije de La Bajada, terrible criatura que solamente se deja cazar por siete Juanes en la noche de Navidad; por Remedios sale la Llorona del Seborucal, cuyo grito hiela el corazón para siempre.

Más allá de Remedios está Caibarién, la ciudad que le sirve de puerto, donde los barcos no pueden llegar a causa del fondo, tan bajo que se puede caminar entre las islas. De ahí sale el tren que me devolverá a la Villa del Undoso, la Sagua querida del río inmenso. En la playa de Caibarién hay una piedra belicosa que es un cangrejo, una caracola donde se oye el rumor del tiempo...

Voy a Remedios, vengo a escucharlo.
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miércoles, 26 de noviembre de 2008

El mejor chocolate contiene toda la serenidad




Julián Gayarre se llamaba el primer tenor del mundo. Hablo, otra vez, de un tiempo agrietado y amarillo, hoja caída de la memoria. Este excelente señor Gayarre (1844-1890), que había sido pastor de ovejas y forjador de hierros antes de apuntarse en el Orfeón Pamplonés, tuvo dos amigos indianos que nunca volvieron a España y enriquecieron con el negocio de chocolates en la villa de Sagua la Grande, isla de Cuba. Establecieron su fábrica en la misma calle donde vivo, que antes se llamaba Real de Colón y hoy se llama, a raíz de la reticencia cubana por los recuerdos monárquicos, desde 1899, Colón a secas, sin desdoro para el Almirante.

Urroz y Oyarzún, los vascos chocolateros. El agudo de sus nombres huele a cacao de Baracoa batido en ardientes tachos por negros sudorosos. Urroz y Oyarzún, confiteros esclavistas de las postrimerías de la esclavitud y los chocolates casi negros. Urroz y Oyarzún, qué bien huelen.

Pues, sea dicho en honor de ambos, Urroz y Oyarzún decidieron quedarse para siempre, tal vez porque uno de los secretos de aquel chocolate estaba en los azúcares de la Villa del Undoso, el mismo dulce que usaba Víctor Hugo para el café de las mañanas mientras duró su destierro en la isla de Guernesey. Estos magnates del mejor chocolate tampoco se olvidaron de su compatriota Gayarre, y hasta Milán, Londres y Pamplona, fueron expedidas las cajas litografiadas en honor del tenor “senza rivali, le Roi du Chant”. Chocolate a la Gayarre, fabricado “especialmente para personas de paladar delicado”, según rezan las etiquetas, tan bellas como las usadas en la misma época para embalar tabacos.

De Urroz y Oyarzún, dueños aquella fábrica bautizada “La Flor Cubana”, perduran algunas alusiones en las crónicas locales, escuetas referencias, nombres sueltos… Nadie puede decirme ya qué sabor tenía el chocolate favorito de Gayarre, el primer chocolate para el mejor tenor del mundo. Ningún delicado paladar ha sobrevivido. La receta para preparar la bebida a la manera del gourmet Gayarre es tan sencilla como silbar un aria de Donizetti:

Este exquisito chocolate, conocido en todo el universo por el predilecto del eminente tenor, hoy está haciendo furor por ser el más puro, agradable y delicado de cuantos se fabrican.
Los dueños de esta fábrica desean dar á conocer al público, el modo como lo tomaba el querido Gayarre.

Mandaba hacerlo más bien claro que espeso, lo dejaba enfriar algo, lo paladeaba acompañado de buenos bizcochos ó tostadas, y sobre él, tomaba un buen vaso de agua, que estos climas puede cambiarse por leche del tiempo.

Los aficionados á los buenos ratos que se pasan con un producto tan delicado, deben imitar al egregio cantante.


El inolvidable siglo XIX ejercía todavía algunas costumbres de sabor místico. Hace poco he visto una fotografía de la exhumación de Rossini, la boca abierta y las cuencas vacías. La laringe de Julián Gayarre, sagrada garganta, se conserva en el Museo de Navarra. Lamentablemente, nadie conservó un puñado del chocolate que saciaba tan ilustre gaznate. Pienso que tal vez sea la extinción una de las mejores pruebas de su exquisitez. La vieja etiqueta apareció en una caja metálica de jengibre que usa mi abuela para guardar papeles. Rasgada como está, no conserva el aroma de la manufactura de Urroz y Oyarzún. Es noviembre y hace frío. El invierno se anuncia atroz, como en el poema de Eliseo Diego. El Bóreas siempre hiela. Si les parece capricho mío, aún así me tendrán que perdonar: éste es el único chocolate que yo querría beber. Hallar lo incierto del pasado; la posesión de la suficiente serenidad para transitar un instante hacia otro instante. Hace dos días solicité un plazo de un mes, un margen para persuadirme de la necesidad. Para algunos filósofos viejos, necesidad es sinónimo de inevitabilidad. De súbito le he puesto paréntesis al flujo, me escondo tras el dique. Luego, al cabo del mes, ¿no será tardío el retorno? Un vaso de chocolate. Un vaso contiene toda la serenidad.

Y no sé cantar, pero sé cuánto duele todavía la garganta de Gayarre.

Dime, ¿será que te pierdo?
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jueves, 20 de noviembre de 2008

Otro refugio sagrado de los monstruos


Para N., una breve escala en la ruta de Bomarzo


En trueque por un bosque ofrezco toda la ciudad. Pero los monstruos pertenecen al sitio que los engendró; desarraigados de las piedras amadas se vuelven máscaras, despojos de lo inerte: es cualidad suprema del horror lo que pervive sin ningún propósito. Por suerte, estas bestias frágiles estuvieron siempre disimuladas por dinteles, en el sitio menos visible de las fachadas, sin la vanidad que también se padece por causa de la singularidad. Les fue conferida la perenne vigilia y no dejan de velar el paso de los transeúntes; se justifican cuando, por eternos, nadie los mira a ellos, como si no fuesen monstruos sino genios tutelares de la ciudad invisible del pasado, criaturas casi extintas como la misma ciudad, desconsolados por su agonía infinita. Hace tiempo compuse un catálogo mínimo de estos monstruos y ayer pensaba desempolvarlo en cierto plazo cuando volvió a instalarse la atmósfera telúrica de Bomarzo mientras hablaba con alguien que amo sobre el misterio de un parque renacentista, el secreto de los constructores, la profanación publicitaria de los turistas indolentes de feria y gabinete de rarezas.

He aquí el catálogo de esta floresta urbana poblada de amables fieras, tal como lo concebí la primera vez. Entonces me sentí otro Linneo, presuntuoso clasificador de lo extraordinario, creador de nomenclaturas –de nombres- para tranquilidad de los que atribuyen al nombrar el primer grado de la posesión. Lo que nombro me pertenece y voy a poseer lo innombrado.


Fierus vegetalis

Los leones con melena de hojas sobre las ventanas de la Casa Sampedro. ¿Qué pitonisa hubiera revelado a esta gente que su hija Edelmira, con aquel nombre visigótico, valdría más que un reino para el hombre que nunca fue Alfonso XIV de Castilla y León? Inmensurables son las consecuencias de lo fortuito: si hoy reina en España un Juan Carlos, se debe a que el tío mayor, el Príncipe de Asturias, primogénito de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, se enamorase de la prima pequeña de Jorge Mañach, uno que supo escribir mejor que todos los Borbones juntos. La familia real consideró plebeya a la joven Edelmira, la condesa morganática, cuyo padre dejó una fortuna de dos millones y un palacete ecléctico frente a la plaza principal de Sagua la Grande con leones de rara heráldica vegetal. Edelmira Ignacia Adriana Sampedro Robato nació en esta casa el 5 de marzo de 1906. Luego advinieron las fieras protectoras de su estirpe, con las fauces abiertas y la cabellera mustia como hojarasca. Una jauría de leones en los alfeizares de Jorge Mañach.


Vampiros y licántropos

En el parteluz, al centro del portón de la casa de la antigua calle de Tacón, la de los guardapolvos manuelinos que decía Weiss, el vampiro. Bien alto, cerca del dintel de la mansión con cenefa de cerámica, en la esquina de las antiguas Intendente Ramírez y Misericordia, el licántropo. Ambos en el parteluz, como tallados por la misma mano. He pensado en reunir una antología de puertas talladas durante la era ecléctica. A diferencia de la puerta colonial, austera y provista sólo de clavos, el eclecticismo ornó con sinuosas guirnaldas, jarrones y hasta fieras.. Vampiros y licántropos.


¿Mansos gatos?

Como sosteniendo los balcones del edificio Iglesias, graciosamente retratados, capitel de falsas columnas. Según el diccionario de símbolos de la Escuela de Tartu, obra muy querida por Iuri Lotman y Desiderio Navarro, el gato también ha sido asumido por ciertas civilizaciones como héroe, imagen audaz del que vence a la sierpe. Así estos monstruos risueños, de sarcasmo a flor de labios, semejantes en todo al célebre minino de Cheshire. A Carlos F. Iglesias, el propietario del edificio y de los gatos, lo vi en una hoja de retratos de 1925. Su rostro no es ingenuo; también porta algo felino, cierta duplicidad de animal doméstico. Lo imagino en lo oscuro, renunciando a la sala cálida que da a los balcones, para internarse en el dominio nocturno de las fieras.

Gárgolas tiñosas

Apretadas en una extensa colonia, viven en el campanario de los jesuitas. Se sabe que las gárgolas cobran vida si es menester para defender la piedra que habitan. Son criaturas de aspecto monstruoso y excelente ánima. Viven en envidiable armonía con las tiñosas, bajo las plantas del Señor.
Un amigo mío quiso retratar las gárgolas. Entramos por el claustro del antiguo colegio. Escalamos un andamio, fuimos equilibristas en la altura; se perdió un tacón en el vacío. No pudimos, ni siquiera con el milagro del zoom, llegar cerca de estas gárgolas. Así es el gótico, remoto, alzado al cielo. Da vértigo.

La dama fiera

La monarquía tiene sus alegorías, como el Bien y el Mal, como la Aritmética. Una fiera casi griega, con algo de Quimera, la escolta. Alguien confundió la estampa con República Española, pero sólo fueron sus ojos: el año no miente -1908-, ni el escudo de las torres y los leones, sostenido con tanto garbo por la reina. Perdura después de cien años exactos sobre la portada principal del Casino Español. Debajo, muy discreto, también aparece el escudo de Cuba. En la corona anida un ruidoso pájaro y en los salones de baile del edificio desovan lechuzas. Mejor destino es impensable para una roca tan altiva.







Por ahora, basta. Hay más, pero anuncié un breve catálogo. Si me decido a reunir impresiones sobre los monstruos de carne, nadie dude que figuraré a la cabeza.

En la hidalga villa de Sagua la Grande, a 20 de noviembre de 2008, anno dominici,

el Nictálope.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Un libro de viajes


El libro de viajes tuvo su apogeo en el siglo XIX. Todavía quedaban comarcas exóticas por frecuentar. La gente, aunque sujeta a la celeridad de las redes telegráficas, aún viajaba por mar. La seducción de lo exótico sobre la mentalidad romántica haría la fortuna de un Pierre Loti (1850-1923), pero la pasión por género se remonta a los orígenes de la literatura: la Odisea de Homero, por ejemplo, es un libro de viajes. Luego vendrían a hacer época Marco Polo y los grandes navegantes que bojearon el mundo. Siempre sería lectura colonizante escrita por los europeos y sus más cercanos epígonos en pos de calar la otredad de los “salvajes” que sobrevivían en remotos rincones allende la civilización. A pesar de la relativa confiabilidad de aquellos viajeros, la literatura de viajes es un testimonio válido para reconfigurar la imagen de una ciudad, el aspecto que presentaba un país al foráneo transeúnte que, si tenía talento, sería capaz de ofrecer una visión personalísima. Hay tantos libros de viajes como viajeros. La calidad de esta clase de obra está relacionada sobre todo con la capacidad de observar y trascender las apariencias. Nara Araújo ha compilado en un volumen (Viajeras al Caribe, Casa de las Américas, 1983) las estampas habaneras colectadas por una pléyade de viajeras de talento que vinieron a Cuba durante el siglo XIX[1]. Por mi parte he querido reunir, con el fin de obtener referencias de primera mano sobre el pasado , las coordenadas legadas por un grupo de viajeros decimónicos en Sagua la Grande. Hasta el momento, tal vez por la relevancia intelectual o mediática que tuvieron en su época, he colectado los siguientes testimonios:

· Esteban Pichardo (Ligero paseo por Sagua la Grande, publicado en “La Alborada” de Villa Clara, abril de 1857.)[2]
· Ramón de La Sagra (Historia física, economico-política, intelectual y moral de la Isla de Cuba. Relación del último viaje del autor. Librería de L. Hachette, Paris, 1861)
· Samuel Hazard (Cuba with pen and pencil. Hartford, Conn. : Hartford publishing company; Chicago, Ill.: Pitkin and Parker, 1871)
· Eva Canel (Lo que vi en Cuba, Imp. La Universal, La Habana, 1916)



Fuera de esta reducida nómina que abarca la mayor parte de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, hallé el testimonio del francés, Charles Berchon. Su discurso se inscribe en la tónica optimista y laudatoria inaugurada por el artículo de Pichardo. Sólo Samuel Hazard se pronunció francamente peyorativo. Para entender las razones del norteamericano basta con examinar los fines interesados de su obra, concebida prácticamente como “guía turística”, una suerte de directorio, para sus compatriotas interesados en la situación cubana. De ahí los lapidarios juicios de Hazard, que fueron bastante duros con la floreciente Sagua de entonces.

Veamos la breve crónica de Berchon:

(…) más de una localidad de esta bella provincia tendría históricas trágicas para contarnos, y se ha visto abismada en la sangre y las cenizas. Estas desgraciadas ciudades han terminado sin embargo por levantarse de las ruinas gracias a la excepcional riqueza del suelo. Es así que Sagua la Grande se levanta sobre el emplazamiento de un pueblo incendiado por los piratas[3], (…) Raramente población alguna ha ofrecido un ejemplo tan bello de perseverancia levantando sin cejar ciudades y pueblos siempre expuestos a la destrucción.
Sagua la Grande es un centro intelectual, ya que he notado allí numerosas imprentas donde se editan los periódicos locales
[4]; también es un centro industrial, en el que los productos encuentran salida segura gracias al puerto fluvial donde converge todo el movimiento comercial de la ciudad. Una fundición, una refinería de azúcar, una gran destilería, han hecho la fortuna de sus propietarios y alimentan a una extensa población obrera. Nada raro entonces si la mayor parte de las casas de Sagua la Grande son elegantes y respiran confort.[5]



Sagua y Bombay

En “Les travailleurs de la mer” (1866) de Víctor Hugo, he encontrado una alusión sobre el mercado de Cowes, en la isla británica de Guernesey, donde se confirma que el poeta conoció el azúcar de Sagua la Grande y supo del prestigio de su puerto.

Ces tables étaient bien servies. Il y avait des raffinements de boissons locales et étrangères pour les marins dépaysés. Un matelot petit-maître de Bilbao y eût trouvé une helada. On y buvait du stout comme à Greenwich et de la gueuse brune comme à Anvers.
Des capitaines au long cours et des armateurs faisaient quelquefois figure à la mense des patrons. On y échangeait les nouvelles : -où en sont les sucres ? -cette douceur ne figure que pour de petits
lots. Pourtant les bruts vont ; trois mille sacs de Bombay et cinq cents boucauts de Sagua.
[6]

(Aquellas mesas estaban bien servidas. Había refinadas bebidas locales y extranjeras para los marinos expatriados. Un pequeño maestro matelot
[7] de Bilbao la emprendía con una helada. Se bebía stout[8] como en Greenwich y cerveza morena como en Amberes. Los capitanes de largo curso y los armadores acudían ocasionalmente a la mesa de los patrones. Se cambiaban novedades: ¿dónde están los azúcares? –esta dulzura no figura sino en pequeños lotes. Sin embargo, los cargamentos vienen; tres mil sacos de Bombay y quinientos bocoyes de Sagua.)[9]

[1] Fanny Erskine Inglis, , Fredrika Bremer, la condesa de Merlín, Louise Matilde Woodruff, Amelia Murray, Eulalia de Borbón, et al.
[2] Citado por Alcover: Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción, Imprentas Unidas de “La Historia” y “El Correo Español”, Sagua la Grande, 1905.
[3] Esta información es inexacta, sin verosimilitud histórica.
[4] Según Pepe Hillo, (Con Sagua, por Sagua y para Sagua, S/I, Sagua la Grande, 1945, p. 44) “se publicaban” en esta ciudad “doce periódicos diarios y semanales a fines de 1887”.
[5] M. Charles Berchon: Six mois à Cuba, en Le Tour du Monde. Journal de voyages et des voyageurs, Librairie Hachette, Paris, 1910, p. p.286. (Traducción de MGV)
[6] Victor Hugo: Les travailleurs de la mer, Document électronique, p. 139
[7] Hombre de la tripulación que, a bordo, participa en la maniobra y cuidado del navío. (Le Petit Laousse, Paris, 2003).
[8] Cerveza inglesa oscura, fuertemente alcoholizada. (Op. Cit.).
[9] La traducción es mía. (MGV).
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Puerto fluvial de Sagua la Grande (1844).

Litografía del francés Frédéric Toussaint Mialhe.

martes, 11 de noviembre de 2008

Un ilustre jorobado en la Villa del Undoso

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La llanura del Norte de Las Villas semeja el valle del Po. El Undoso, lo mismo que el río Mincio, está desbordado de cuerpos ahogados. Sagua es lo mismo que Mantua. Rigoletto, un jorobado odioso y conmovedor, ha ejercido una venganza que se vuelve contra su propia miseria. Rigoletto, el empedernido adulador, el más cínico de los jorobados, ha fingido para sobrevir, y hasta cierto placer halla en la mascarada. Conozco personalmente a Rigoletto; sé lo que implica hacerse de hierro para que nadie sepa dónde se guarda la médula del dolor interior, tras qué muros se esconde un jardín, la verdadera faz, el secreto de una mueca, el rostro de la hija.



Desde la segunda quincena de mayo de 1919, mientras La Habana gozaba de la quinta temporada operística de la Compañía Bracale, se anunciaban las funciones que a partir del siguiente mes subirían al escenario sagüero del Gran Teatro Santos y Artigas. Hipólito Lázaro, el rival de Caruso y Fleta, era un conocido antiguo en la Villa del Undoso: tres años antes había debutado junto a Amelita Galli-Curci en la misma sala. La pareja escénica de Lázaro sería en esta ocasión la boloñesa Albertina Cassani, que no era ninguna desconocida para sus compatriotas. Había sido alumna de Regina Pacini, y a los treinta años –nació en 1889- poseía un catálogo abundante de grabaciones que incluía placas italianas y norteamericanas. Justo al regreso a Europa, Albertina conocería a Rainer Maria Rilke en un azaroso viaje por ferrocarril a Suiza. La amistad del poeta y la soprano suscitó una prolífica correspondencia que ha sido publicada recientemente en Francia. Albertina interpretó a Gilda en la segunda función[1] de aquel año en el Santos y Artigas. Hipólito Lázaro fue el Duque, frívolo Casanova azote de las doncellas nobles de Mantua. Rigoletto, el cínico bufón burlado por un terrible fatum, sería asumido por uno de los mejores intérpretes del rol para todos los tiempos: el gran barítono Giuseppe Danise.

Danise (Nápoles, 1883- Nueva York, 1963) fue el primer Amonasro en la Arena de Verona[2]. Milán lo acogió triunfalmente como Rolando en “La Battaglia di Legnano” de Verdi. También mereció asumir el primer Malatesta de la ópera “Francesca da Rimini”, de Zandonai, en La Scala. En el Metropolitan Opera House, donde fue contratado a partir de 1921, debutó en “Aida” con la prestigiosa compañía de Emmy Destinn y Giovanni Martinelli[3]. En Nueva York estrenó la ópera “Andrea Chenier”, de Giordano, junto a Claudia Muzio y Beniamino Gigli.

Las grabaciones de “Rigoletto” por Giuseppe Danise todavía consiguen elogios de la crítica a pesar de las décadas transcurridas. Al consabido mérito de la voz del barítono, un timbre extraordinariamente poderoso y bello, se une la vigencia de su técnica. Danise se formó en la órbita de la escuela de canto decimonónica, en la tradición romántica verdiana, pero consiguió preservar los mejores logros del pasado en el momento de transición que le correspondió. Es fascinante la coherencia dramática de su “Rigoletto”, capaz de sobrecoger con los acentos más nobles.

Cortigiani, vil razza dannata…, la imprecación del jorobado subyuga, tal vez porque el instigador de la corte, el cómplice del señor de Mantua, parece lanzar el anatema sobre sí mismo. Víctima de su propio veneno, hasta en la revancha Rigoletto sucumbe a su dualidad, a la naturaleza envilecida del cortesano que ha sido, el padre devoto que hubiese querido ser.

Todavía no he podido hallar fe en la prensa de la época sobre la impresión que causó la creación de Giuseppe Danise entre los espectadores de aquella noche “mantovana” en la Villa del Undoso. Se escuchó aquí un “Rigoletto” que Verdi hubiese amado, a juzgar por la grabación que hiciera dos años antes el barítono napolitano. Danise nos legó, según Rodolfo Celletti, “el Rigoletto más completo que se pueda escuchar en disco”. Las peripecias del jorobado no han envejecido todavía. La voluntad del que se resiste al destino, el que en vano intenta asir los hilos, es el drama de un hombre obligado a llevar disfraces.

La prolija cronología de Carlo Marinelli Roscioni sobre la carrera de Giuseppe Danise en Europa y América no incluye sus temporadas cubanas, mucho menos su presencia en una remota villa fluvial lo mismo que Mantua, con sus duques y bufones, donde fueron a escudriñar a “Rigoletto” una noche festiva y desolada de 1919.

Nota: Pienso asumir seriamente la investigación sobre las presentaciones operísticas acaecidas en Sagua la Grande desde el siglo XIX. Por ahora los informes son incipientes y me conformo con escribir crónicas. Muchas gracias a Luis Iglesias Cavicchioli por las opiniones, por compartir la música de Giuseppe Danise.


[1] La primera ópera interpretada esa temporada en el teatro Santos y Artigas fue “La Boheme” de Giacomo Puccini.
[2] En 1913.
[3] 17 de noviembre de 1920.

viernes, 31 de octubre de 2008

Samhain


Un hechizo donde se infiere lo que sigue pareciendo impronunciable: la revelación enterrada en el yermo sagrado de mis sueños, donde duerme el basilisco que cierta vez me caló el pecho; cuando tú no habías llegado yo lo vislumbré y dejé de ser la carne soñada por ese miedo a veces dubitativo de la brevedad, Samhain.
Ahora dime, cómo se me permite ir a la cama de Maya, tal si pareciese ínfima esta ceguera matinal de las aldeas muy endebles, de los amores mínimos, de la escasa paz que velan mis oscuridades angostas…
Samhain, he aquí mi hechizo:
Si vengo de blanco también sea por los muertos, por la intemperie de la vida nictálope, por el secreto de la Muerte que me clava las manos y sella mi lengua hasta la próxima luna.
Y si enciendo un candil, sea por ayudarme a mirar la Noche.
Y si lo apago, sea por quedarme a solas con él.
Donde yo sea lo oscuro imposible de tornar a la mañana de las muchedumbres nunca.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Últimas calesas de Las Villas

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Se construían estos coches según sendos modelos de aristocrática denominación: Milord y Duquesa. Como signo indiscutible de buen tono fue considerada la posesión de los nuevos carruajes en la segunda mitad del siglo XIX. Las primeras calesas debieron importarse de Europa; al menos de allá vinieron los pioneros constructores. El vehículo típico de las Antillas había sido hasta entonces la volanta, con dos inmensas ruedas que hacían estremecer el empedrado. Mucha gracia causaron a Fanny Erskine Inglis, marquesa Calderón de la Barca, que conoció la comodidad criolla en aquellos asientos de 1839:

(…) el volante es un vehículo muy chistoso, que por detrás parece un insecto negro con altos hombros y cuyo postillón es un negrito montado en un caballo o mula, con un enorme par de botas y uniforme de fantasía.

¿Hubo volantas en Sagua la Grande? Consta que sí: Alcover las menciona algunas veces en su voluminosa crónica de episodios decimonónicos. Sin embargo, fueron sus sucesores de cuatro ruedas, capota plegadiza, asiento inferior para la servidumbre y silla para el conductor, los destinados a trascender durante mucho más de un siglo con rango de símbolo para la Villa del Undoso.

Las grandes ciudades cubanas de las postrimerías del último siglo colonial adoptaron estas calesas para el uso privado de las familias opulentas y para el transporte público de alquiler. Más pesados en Cárdenas, algo ligeros en las comarcas centrales, de ortodoxo diseño los bayameses, hubo coches en las principales urbes; los directorios comerciales de la época demuestran cómo cada una poseyó sus propias fábricas de carruajes. Hasta el advenimiento del siglo XX se prolongó la predilección por las bestias de tiro. Los modelos ni siquiera fueron alterados a causa de la abolición de la esclavitud; siguió usándose el asiento pequeño a espaldas del cochero; las ciudades viejas siguieron aferradas a sus añejos carruajes por unas décadas todavía.

En Sagua la Grande sobreviven, con la misma popularidad de antaño, los últimos coches de Las Villas. Más de un centenar transita todos los días por las mismas calles de su florecimiento. ¿Qué pasó en Remedios, Santa Clara, Cienfuegos, Trinidad y Sancti Spiritus? ¿Por qué los románticos vehículos fueron confinados al dominio de las reliquias? Un misterio. Esas ciudades usan hoy mismo carretones rústicos: en Cienfuegos, pequeños e incómodos, con llantas de cementerio de automóviles; los coches de Santa Clara son carretas de largos bancos donde se miran las caras hasta diez personas; un pobre caballo sólo la conduce a causa de los azotes… ¿Quién recuerda la última calesa de Santa Clara? Iba muy decorada, pobre extinta, destinada a alquiler de ridículas fiestas.

¿Y los coches de Sagua? ¿Por qué esta ciudad, que inauguró su primer servicio de ómnibus urbanos en 1947, sigue aferrada a los últimos coches coloniales legítimos de Las Villas? Es otro misterio cuya razón poética tal vez ya aparezca enunciada en una crónica de Jorge Mañach (Sagua la Grande, 1898-Puerto Rico, 1961) escrita durante la visita que hiciera el escritor a su villa natal en 1923:

Gracias a Dios estamos aquí libres de los bocinazos capitalinos; el ford es rara avis; apenas hay sino estos viejos vehículos, de hules y correajes que el sol ha vuelto pardos; cocheros de arbitrario indumento; timbres inefablemente discretos, íntimos, como los píos de los gorriones tras la lluvia.

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sábado, 25 de octubre de 2008

Un caballero del siglo diez y nueve



He tratado desde hace años a un bibliómano auténtico. Roberto H. no cejó hasta devenir bibliotecario en las barbas del Manco. Hay una efigie en el vestíbulo de la biblioteca municipal, un busto donde –oh crueldad de turcos- pareciera que rebanaron en Lepanto ambos brazos a Miguel de Cervantes.

El empeño de la vocación ha investido de peregrina solemnidad el cómico trote de Roberto H. Mi amigo encubre la torpeza con ceremoniosos pasos entre los frágiles anaqueles: un gordo en el laberinto de la biblioteca es otro elefante inmóvil al centro de la cristalería: un codazo basta para echar por tierra –literalmente al polvo de los mosaicos- la labor secular de otro Apolonio de Rodas. Cuando Roberto H. se abre paso esforzadamente sobre una nube de polillas, el lector experimenta de antemano la fatiga posterior a la lectura de un volumen muy grueso.

Este recinto que describo, de arquitectura finita, nada envidia a la biblioteca borgeana de los hexágonos superpuestos. Nuestra biblioteca fue confinada a un almacén en los bajos del edificio Beguiristaín, mole ecléctica del año 1926. Las columnas que sostienen los pisos de arriba se suceden en sucesivos tramos y confieren al salón cierto aire de infinitud.

Roberto H. cifra en la acumulación su eternidad: “El capital” marxista junto al “Doctor Zhivago” de Borís Pasternak, Maquiavelo y Dante, una reliquia clerical de Matilde Troncoso de Oíz, Osvaldo Spengler y el “Mein kampf”… El bibliómano no hace distinciones de índole estilística ni estética: aspira a la totalidad. Una vez, enterado de mi reciente adquisición de un tomo de poesía de Lezama, vino a canjearme otro ejemplar de la misma edición por una presunta colección lezamiana que, sencillamente, no existe. Me atribuía la posesión de un libro imaginario: Roberto H. padece delirios bibliográficos, que ya es el colmo en la paranoia de un bibliotecario, y es mal que no tiene remedio fuera de la ficción como bien lo supo Jorge Luis Borges.



La mujer

El libro más antiguo de mi colección es un curioso tratado sobre la condición femenina escrito a sus veinticuatro años por Adolfo Llanos Alcaraz (Cartagena, España, 1841-México?, ¿?), literato petimetre con vocación de psicólogo: “La mujer en el siglo diez y nueve. Hojas de un libro”, cuya tercera edición fue impresa en México por el autor en el año de 1876.

Adquirí esta rareza en los anaqueles de una vecina afanosa por aligerar de polvo sus libreros. Acuciada por una súbita neurosis depurativa, la señora decidió vender primero la biblioteca de su abuela, convencida de que un día corresponderá a otro heredero subastar la suya propia, mucho menos valiosa. El libro me costó cinco pesos. También compré libros españoles y franceses de las postrimerías del siglo XIX: una volumen muy lujoso –la cubierta art nouveau- de “La perfecta casada” de fray Luis de León; “Atala” y “René”, manifiestos de exótico romanticismo del vizconde de Chateaubriand; las poesías de Omar Khayyam, encuadernadas con bordes dorados por una casa de Barcelona; la única edición que hiciera Sol Doré, misteriosa escritora sagüera, de su traducción de “La mare au diable”, novela de George Sand, publicada por la tipografía habanera de “Los Niños Huérfanos” en 1891…

La obra de Llanos pretende pasar por ingeniosa e ilustrativa, se vale de anécdotas y filosofías de salón; dice estar dedicada a las mujeres, como si ellas inevitablemente necesitasen el concurso masculino para explorarse a sí mismas. En cuanto al estilo, Llanos puede ser llanísimo, sobre todo cuando escribe sentencias; he aquí una perla:

Muchas son las causas de los malos desposorios. La principal de ellas consiste en el flujo de casarse, sea como sea, en la hambre de marido que es la gran desgracia de la mujer.

(…)

Vosotras, jóvenes lectoras, que os horrorizais á la sola idea de quedar solteras; vosotras que temblais ante la posibilidad de semejante ignominia, tened presente que casi todas las que se casan á la fuerza por no sufrir ese bochorno, suelen tener en lo sucesivo muchos motivos para avergonzarse.

Reflexionad; reflexionad con calma sobre ese paso que es el saldo de Léucades de vuestra felicidad. Pero no reflexioneis con el raciocinio arrebatado del corazón, sino con el frío y tranquilo de la cabeza. (…)

Sin embargo, sobre las solteras añejas dice en otra parte:

He aquí lo que propiamente puede llamarse un mal engendro. Aborto de la naturaleza. Capricho de Lucifer. La polilla más grande la sociedad. La cócora más encocoradora de todas las cócoras conocidas.

(…)

Doña Robustiana es una doncellita de cuarenta y ocho abriles, que ha tenido la desventura de quedarse para vestir imágenes. Pero quien la escuche sabrá que la han sobrado proporciones, faltándole sólo la voluntad.

Además, si la ve mirando al suelo, oir media docena de misas los días de fiesta, y no salir de a iglesia en los de trabajo, cualquiera creerá que doña Robustiana es una santa mujer.

No obstante, si profundizamos un poco en el carácter de esa digna señora, y vemos que ha quedado célibe por falta de quien la quiera, que mira al suelo por si encuentra algo, y que va a los templos para observar, y oye misas por distracción, todos convendrán que esa mujer no tiene nada de santa.

Todas las mujeres se deleitan en averiguar y en hacer crítica de las averiguaciones; pero en la solterona ese deleite es flujo continuo. Para ella no hay misterio que no oculte una falta, reputación que no sea ambigua, ni honra que carezca de punto vulnerable. (…) Aborrece á los hombres porque ninguno la ha querido. Aborrece á las mujeres porque son sus semejantes. Se burla de las feas. Envidia á las hermosas. (…)

Yo creo que existen brujas desde que he visto solteronas.

(…)

¿No quereis que sea mujer? Enhorabuena. Será un sátiro. Un centauro. Una alimaña. Cualquier cosa.

Y punto final, para alivio de la escarnecida mujer del siglo diez y nueve. A dormir otra vez el sueño de aquella centuria, Adolfo Llanos y Alcaraz, gentleman.


El caballero

Antes de cerrar el libro durante otro siglo, he copiado el retrato del caballero decimónico que atribuye Llanos a las aspiraciones de las damas de entonces. Porque me concierne directamente he vuelto al texto, irónicos los dedos sobre cada línea… ¿Soy un caballero en la opinión de mi siglo? He querido serlo: soy un caballero; pero, ¿lo soy según los códigos de esta época?

Releo a Adolfo Llanos:

¿Y qué es un caballero?

Un compuesto de partes distintas y heterogéneas, que constituyen un todo homogéneo y compacto.

Esto es: un sombrero de Aimable: una camisa de Dubost: una corbata de Clement: un chaleco, un frac y un pantalón de Bodé: unas botas de Reinaldo: y unos guantes de Lafin:

Esto es: 100 reales + 140 + 50 + 800 + 120 + 30 = 1240 rs.

Esto es: 1240 reales = un caballero del siglo XIX.

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martes, 21 de octubre de 2008

La chismosa de balcón ruinoso





Anda apostada en su atalaya, acechándote. Tras la persiana mira, camuflada en la atmósfera claroscura de las historias que no son suyas, pero acaban perteneciéndole. No es un personaje de carne; es un arquetipo: la chismosa perfecta, astuta y locuaz; una especie inmortal de todos los tiempos…

Cuando Chicha pelea con la nieta, una chica común y díscola, sube la voz hasta el aposento de la chismosa de balcón; cuando M. recibe a hurtadillas a un muchacho demasiado apuesto, también lo saben arriba y ya lo comentará la señora de marras, francotiradora con ojos de halcón, ave de rapiña en el antepecho ruinoso. Dirá que M. tiene muy buen gusto.

La chismosa por excelencia siempre es una profesional en su oficio; el chisme amateur, ocasional, no tiene mucho eco para ella: apenas será un desliz del discurso, aderezo leve para su infinita capacidad de urdir y relacionar; tampoco se caracteriza por una predilección temática: a la chismosa todo le sirve, nada le sobra. La chismosa es una artista: no hay materia que se le resista.

¿Es la habladuría de esquina un fenómeno exclusivo de las aldeas? Esto no es una de mis frecuentes interrogaciones retóricas, sino una pregunta muy científica, apropiada para encabezar una investigación seria. Los pequeños pueblos han sido confinados al estereotipo de figurar como la única patria de las chismosas heroicas de todas las épocas.

Esto que escribo, a pesar del tono crítico de ciertos pasajes, es una vindicación de la chismosa. Ay del barrio que no tenga la suya, cordial y bien compuesta, madrugadora y vespertina, carcomida como las tejas lloviznadas por un torrente de palabras bien liadas…

La chismosa es una creadora que exige mucho a sí misma: donde no hay certezas, suple con conjeturas. Si se le ocurriese escribir novelas, podría emular ventajosamente con la fama de algunos escritores que yo conozco. La chismosa distorsiona, baraja situaciones, las comunica; en fin, hace literatura.

La chismosa maneja archivos, expedientes, esquelas olvidadas, papeles que arrastra el viento, palabras que nunca salieron a la luz. Conoce los métodos historiográficos y los usa en beneficio de la ficción. ¿Qué fue Madame de Sevigné sino una chismosa muy estilizada?

Otro portento de la chismosa es la ubicuidad: está en la acera, en la oficina, en la bodega, en el portal de enfrente, en todos los parques. Es una gran humanista empapada en la vocación de Erasmo: nada como el hombre para solaz del hombre. La chismosa ejerce una filosofía propia que nunca es nihilista, si acaso filantrópica. Ama la gente, ama las rarezas y las aficiones cotidianas.

La chismosa, salvo que esté ocupada por esta vez en recomponer la historia clínica de alguien, es alegre, muy histriónica: da gusto tratarla. Es capaz de elaborar increíbles síntesis, selladas con la fórmula solemne: “no digas que te lo he dicho yo”.

Conservo una galería de chismosas entrañables, pero ahora sólo me ocuparé de Z., la que lleva el cetro de su estirpe en mi calle. Hoy la veo desde mi ventana. Se ocupa de escudriñar una conversación. La puerta entreabierta de la familia R. deja escapar un murmullo que la música de los vecinos inmediatos torna aún más nebuloso. Z. se esfuerza. Lleva décadas entrenando el oído. Ah, je ris de me voir. Me acompaña Gounod. Experimento cierto gozo en hacerle contraespionaje a Z.

Eh, Z. psss… -la chismosa me descubre y no sabe disimular la perplejidad.

Hago un gesto cómplice: un guiño, un ademán oblicuo hacia el territorio donde se originan las voces…

-¿Cómo anda, Z.?

Ella sonríe. Comprende mi insinuación. Vislumbra un cliente. Se regocija. Que me verá luego parece decir. Para disimular, asume un tono fatigado y calcula un recurso para que todos conozcan su inocencia: habla del sol, de la lluvia en ciernes, de la mala salud… Se santigua. Bajo sus pies crujen las vigas de un balcón ruinoso.


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viernes, 17 de octubre de 2008

Bajo los puentes de otro siglo…



Bajo los puentes de otro siglo corren aguas pútridas. El Leteo convida a olvidar cada letargo soportado por estos sillares. Al atardecer he venido a mirarme bajo los arcos, a ver cómo las aguas oscuras llevan nuestra impureza a los confines del mundo. Quiero olvidarme de ti, y cruzar el puentecillo desde la comarca a tientas explorada hacia el poniente; quiero olvidar el rostro de la gente sobre los puentes, los absortos transeúntes, la vieja letárgica, las manos asidas a la baranda rota, ese gesto conmovedor de sobreviviente que –según dicen- tan bien me sienta…

Señora –una mujer, tras la verja, barre el hollín de un pequeño atrio-, ¿podemos bajar al patio?

Un seto de bambúes no deja ver el río; más allá se pierden las aguas en una línea sinuosa y verde; aguas negras. A mirar los arcos del puente hemos venido. ¿Qué tienen de singular esos pilares húmedos? Pero ella consiente.


desde la comarca a tientas explorada

Isla Verde es ninguna parte, un sitio que no existe; ni siquiera es una verdadera isla: lengua de tierra ceñida por el río, es el abrazo de un meandro. Para llegar hasta ahí levantaron un puente. Sucedió. ¿En 1823?

En la Historia de la villa de Sagua la Grande… de Alcover, no aparece más sobre el puentecillo de Isla Verde. Sólo que fue la primera obra pública. Con el tiempo, la ciudad desbordó sus ejidos, e Isla Verde quedó al centro, semejante al principio, abandonada. Nadie recuerda que aquí estuvo la casa fundacional donde celebraron misa por primera vez en 1796. El puentecillo conduce a ningún sitio: es camino de muerte que acaba frente a las aguas. Nadie lo transita; no tiene pretiles. Es un puente maldito que resiste con esa terquedad propia de las reliquias negadas a desmoronarse bajo el peso de las lianas.

Leteo convida a olvidar

Eso me ha dicho alguien: “Leteo convida a olvidar”. He pensado en lo conveniente: Leteo es un lenitivo para los despojados de la heredad, los enemigos de Mnemosyne.
El pasado es el dominio irreductible de la ficción.

Por otra parte, hay indicios que me torturan, me niegan el alivio de las aguas escanciadas por mi propia mano. La memoria es el aljibe de los siglos, donde se vierten todas las aguas; en el fondo, como polvo asentado, hay reminiscencias que han sido llamadas “intrahistóricas” por Miguel de Unamuno.

Dame de las aguas negras, para olvidarme de ti, Leteo. Para olvidarme de olvidar.

Hay indicios: en los hierros del puente, una cifra.


los absortos transeúntes

Para ir de puente a puente basta con tomar una calle: Colón, la calle de mi casa. Vivo entre dos puentes, uno de ellos sepultado bajo el pavimento: el de Isabel II; otro, eterno de ciento cincuenta años sobrevividos, es el puente del Príncipe Alfonso. Fue concluido en 1859. Al advenir la República limaron el recuerdo de Alfonso XII de la poderosa herrería; se le conoció a partir de entonces como puente de La Concordia.

Hay varios kilómetros de un puente al otro. Más allá estaba la Alameda de Cocosolo, un extinto paseo de la villa colonial. Ayer recorrí todo el camino paralelo al río.

Unos muchachos pescaban en el Undoso, donde los árboles son catedrales de hojas, según la exacta definición de José Lezama Lima.

Hasta la vecindad del puente del Príncipe Alfonso pueden verse las casas neoclásicas de pesados guardapolvos y rejas fundidas con arte. Mi calle parece infinita de puente a puente, delimitada por las aguas, entre un acto deliberado de olvido y un olvido tácito.

¿Pican los peces? ¿Hay filo en los anzuelos, carnada apetecible? ¿Es que somos buena carnada para el pez?

Un niño desconocido me pide que lo fotografíe en una de las esquinas de mi propia calle, bien lejos de mi casa: mi calle es infinita. Yo acepto. El niño sonríe, descalzo. Detrás, las rocas en un muro me sugieren que podríamos, si fuésemos lo bastante nostálgicos, venerar nuestro propio Muro de las Lamentaciones.

Seguimos: Adrián viene conmigo; él prepara un texto sobre los puentes y se ha encomendado a mí para las fotos. Ninguno de los dos imagina que yo también terminaré escribiendo sobre los puentes encima del Leteo.

ese gesto conmovedor de sobreviviente

Unos viejos me escudriñan; un perro posa despreocupado a pesar de mi contrariedad. Sobre el puente de La Concordia pienso en el cataclismo que acaecería si se quebrasen estos arcos: sólo el puente permanece: ambas mitades de la ciudad se hunden en el Leteo. Quiero suponer -proclamar- que el arco es firme, que los sillares me soportan a mí, a los viejos, a la jauría de animales en vilo sobre las aguas negras de nuestra impureza.

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domingo, 12 de octubre de 2008

La pequeña mujer más triste del mundo






Podía viajar en una maleta, ir de compras dentro la cesta, escalar sólo arbolitos navideños, vivir en la casa de las muñecas: Lucía Zárate era la mujer más pequeña del mundo. Nada mínimo estuvo vedado a su dimensión de apenas cincuenta centímetros, pero le encomendaron una grande hazaña: salir de los bolsillos de su madre a los escenarios donde se triunfa a costa de cualquier expediente, donde la misma dignidad es mero recurso escénico, donde una enana triste es la muñeca que baila para el zar de Rusia, y en una aldea miserable de una isla remota irán a verla, con sus trajes domingueros, los gigantes implacables.

Así lo anunciaron los voceadores de periódicos:

-¡Desde Liliput, Lucía Zárate!
-¡Véala hoy en el teatro de Lazcano!
-¡En el coliseo de la calle Oriente, una enana!
-¡Lucía Zárate, del circo Barnum, esta noche vea a la mujer más pequeña del mundo!

Era el 2 de mayo de 1880. Ese día salió al proscenio, luego de una larga travesía de amarguras, Lucía Zárate, la mujercita de medio metro y cinco libras de cuerpo, la benjamina de toda la humanidad ínfima, ilustre huésped de la Villa de Sagua la Grande.

De los periódicos

La Srita. Lucía Zárate, la persona más pequeña y de menos peso del mundo, nació en San Carlos, pueblecillo á 6 leguas al norte de Veracruz (México) á 2 de Enero de 1864.

A su nacimiento medía 7 pulgadas, ningún hombre de ciencia la juzgó viable. Sin embargo, vivió y creció hasta la edad de ocho años, desde cuya fecha permanece en el estado actual. Es de un génio apacible: alegre y risueña siempre, gusta mucho de los niños, de los juguetes y de la música.

Jamás ha estado enferma, y ni aún el cambio de la adolescencia a la edad núbil, le originó malestar alguno. Sus padres son bien proporcionados y robustos, pesando respectivamente 180 y 160 libras.

En cuantas ciudades ha recorrido en los Estados Unidos y Méjico, se ha declarado no existir en el mundo ningún ser humano que sea más pequeño que ella, ni que aún siendo mayor esté mejor proporcionado.

¡Es lo que puede llamarse una verdadera maravilla![1]

La carrera de la estrella

A Lucía se le murió Miguel -el hermano- muy jovencito. En muchos años no podría mirarle la cara a nadie de su tamaño. A sus padres ocasionó abundantes quebraderos de cabeza. Que sobreviviese a la infancia, tan minúscula, fue un verdadero milagro. Ninguna pitonisa de su pueblo fue consultada sobre el destino de Lucía: la enana de los Zárate vivía de préstamo. ¿Quién habría de suponer, siquiera en un delirio, que se convertiría en la estrella circense mejor pagada de los Estados Unidos?

Fue la sagacidad política el detonante de la carrera de Lucía. Teodoro Dehesa, futuro gobernador de Veracruz, no cabía en el gozo del hallazgo.

-Llévenla a México –sentenció-, será famosa.

Es que Lucía Zárate, aunque nadie se lo hubiese declarado todavía, era una gloria nacional. El respetable Porfirio, que no perdía el tiempo en frivolidades, la recibió en el despacho presidencial; la hizo sentar a la mesa de palacio; mejor dicho –vale la pena dejarlo claro-, la sentó sobre la mesa y le obsequió su conversación de hombre de mundo. Lucía asentía; callaba; le costaba mucho sonreír. No lo aprendería en muchos años de estrellato circense la estrella más pequeña del mundo.

Fue un americano el que la llevó a la Feria del Centenario, en Filadelfia. Los Estados Unidos cumplían un siglo, y entre tanta euforia de máquinas y vanidades técnicas se presentaba, en su desconcertado mutismo, Lucía Zárate. Pronto se acostumbraría a ser escrutada. Cuatro años después ingresaría en el circo de Barnum.

Las fotos de la tristeza

Tomasa, la madre, tiene cara de villana. Dios la perdone: dicen que se resistió a aprobar que su hija fuese saltimbanqui de los circos yanquis. Injusto no querría parecer, pero muy bien aprovecharon estos Zárate de talla normal y buenos lomos los dineros de la enana de la casa. Un rancho en Chihuahua y otro en Veracruz. Buen saldo.

En ninguna de las fotos conocidas Lucía sonríe. Ni siquiera cuando aparece junto al General Mite. Fue una mujer triste. La propaganda la describía como una muñequita alegre. Entiendo que nadie iría nunca al teatro para ver una miniatura que se enjuga lágrimas imperceptibles, sollozando a la intemperie como una gatita desolada.

El espectáculo parecía sencillo, improvisado. Pero de seguro fue una gran actriz la pequeña Lucía Zárate. Fingirse alegre es un mérito exclusivo de los tristes. La felicidad no genera filosofías ni produce grandes artistas.

Reality show de Lucía Zárate

En aquel circo no hubo espectáculo más sobrio que este de Lucía Zárate. El gran embustero que fue P. T. Barnum –el ingenioso “creador” de la enfermera sesquicentenaria de George Washington y de la sirena de Fiji- no tuvo que mover demasiada tramoya para garantizar público a Lucía. La enana se bastaba a sí misma. Aparecía en una salita, haciendo vida hogareña con el General Mite. Otras veces, por lo grotesco del contraste, salía a la escena junto a Chang, un chino de dos metros y ademanes torpes.

Lucía, aparentemente, no interpretaba más que a la misma Lucía. Y esto es cierto: representaba a Lucía como si ésta fuese cualquier hija de vecino con apetecibles pantorrillas. En esta naturalidad –desnaturalizada- residía el éxito del reality show de Lucía Zárate.

El General Mite

Un enano de 22 pulgadas. Le atribuyen un amorío con Lucía Zárate. Fue su único partenaire simétrico. Había armonía física entre ellos. En lo del romance, sin embargo, hay mucho de mito y más de propaganda circense a la manera festinada de un Míster Barnum.

El General Mite fue desbancado de su primacía absoluta en el circo de pigmeos a raíz de la aparición de Lucía, por 1876. Compartió la escena con ella, pero nunca recuperó la condición de mimado que antes ostentaba. La gloria se la mereció Lucía. Tal vez el General Mite nunca se lo perdonó.

Por otra parte, Lucía, aunque diminuta, era una mujer entera. ¿A qué amar un enano si por todos lados había hombres? Suena monstruoso, pero el amor casi siempre descarta a los homólogos.

Sagua se regocija por Lucía



Era domingo. El día anterior desembarcó la Compañía Liliputiense de Ópera. No viajaban tan ligero como pudiera pensarse por las dimensiones del personal: Lucía venía con sus padres, alguno de sus hermanos, su asistente, unas cajas de comida tolerable para su frágil constitución, baulitos de ropas, joyas mínimas.

Don Manuel González Osma, el alcalde de turno, recibió a Lucía y a sus parientes en la casa consistorial. Fueron preparadas las mejores habitaciones del hotel Telégrafo. Sagua se regocijó con la visita de la mujer más pequeña del mundo. Lucía, que ya empezaba a acostumbrarse a la curiosidad ajena, permaneció inconmovible, siempre perpleja. En el teatro “Lazcano” tuvo su apoteosis la noche del domingo 2 de mayo de 1880: cientos de personas pugnaban por entrar. Rebosaron de oro las maletas de Barnum, algo correspondió también a la familia Zárate. Pensaron en grande, otra vez: ese mismo año se llevaron la pequeña a Europa.

Luego llegaron hasta aquí los ecos de la triunfante gira: la reina Victoria recibió a Lucía ante una escalerilla, para no violentar el ceremonial cortesano; anduvo la liliputiense por Francia e Italia; en Rusia, hizo palmotear al zar. Pasaron diez años. La novela se incrementó: hubo intentos de secuestro, viajes fatigosos por ciudades remotas. Nunca volvió a Sagua. Un día se supo -la prensa sensacional de siempre- que había muerto por accidente, en un tren varado en medio de la nieve, la mujer más pequeña del mundo. Casi nadie recordaba su nombre de pila, ni su apellido. Los memoriosos acaso reconstruyeron la silueta de una enana de nariz grande, con los ojos bien abiertos, tristes.

Lucía Zárate murió de hipotermia el 28 de enero de 1890; muy frío se le palpó el corazón bajo la muselina del traje. Hoy se sabe que los anuncios mentían, no jugaba con nadie, ni experimentó un amor verdadero por el otro pigmeo, Mite. Se sabe que vivía apretada en aquel cuerpo, que no le cabía la tristeza en ese cuerpo pequeño a la mujer más triste del mundo.

[1] Antonio Miguel Alcover y Beltrán: Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción, Imprentas Unidas de La Historia y El Correo Español, Sagua la Grande, 1905, p. 313.

Manos del artífice