Abundan las analogías temporales; la más frecuente se refiere al año de 1959. Cómo éramos antes y qué hubo después; el examen –unas veces lúcido, otras mistificador- es un tópico. Por vocación de inmanencia, yo prefiero descubrir qué permanece intocado a pesar del tiempo, qué sitios y qué gentes profesan una misteriosa actitud de eternidad.
Estuve en Isabela ayer. Entre las ruinas del puerto, al atardecer, advertí la sobrevida de una exótica semejanza. Isabela, con sus rústicas glorietas sobre el mar, se parece al Japón de las novelas de Pierre Loti.
Jorge Mañach razonaba en 1923 que una singular sensación de juguetona audacia suscitan esas estructuras a flor de agua. Sin demasiado esfuerzo imaginativo se piensa en el Nipón lejano, con sus arrozales, sus bambúes, y sus tabiques de papel. Loti, Lafcadio Hearn, Carrillo, reviven íntimamente en el recuerdo.
La gente compara para entender: países, ciudades, épocas, todo es susceptible de ser examinado a partir de semejanzas. Pienso que la analogía, sin embargo, estropea la mirada prístina. Un isabelino en Japón de seguro evocaría a Isabela de Sagua, tan desprovista de arrozales, y no se le podría tachar de inexacto.
Isabela aguarda por su Pierre Loti. Un antiguo ejemplar de Madama Crisantemo me espera en el anaquel. Solo el hombre que alza la red en la costa de Sagua no espera nada; se ignora a sí mismo. Cocinará el pescado de esta noche y descansará entre sedas.
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Fotos: Isabela de Sagua, 27 de noviembre de 2011.