Desembarcar en plena filmación de “El Mégano”, calzar los zapaticos agujerados de Nemesia, hacerse perseguir por el caimán y los jejenes del manglar, son para mí las analogías convenientes para ilustrar la excentricidad de tener un novio en Playa Larga y frecuentar a causa de un amor improvisado el húmedo corazón de la Ciénaga de Zapata.
X. –alguien muy cercano- conoció a un muchacho en un sitio “de confluencias” en la bahía de Matanzas. Hasta aquí una hermosa historia de esas azarosas que ponen sabor aventurero a los días inútiles. Lo convencional, sin embargo, sobrevino a las pocas horas, cuando decidieron intercambiar teléfonos, y, poco a poco, la historia fue agravándose, haciéndose melodrama. Algunos días después, conversación y suspiros mediante, se han hecho novios. El próximo capítulo está fijado para Playa Larga, en una base de campismo donde hay que echar las persianas temprano y darle un portazo a los mosquitos. Le zumba. X. irá con aro, balde y mosquitero. Ha revisado viejos atlas hasta descubrir que Playa Larga no es mayor que Viana, pueblo de esta comarca con nombre de principado portugués que no tiene más de tres calles. Los nativos, sin embargo, apuestan por la hipérbole: Jagüey Grande, Playa Larga; escenarios minimalistas. Un fracaso ahí sería irreparable para un bicho urbano. Si después de unas horas con el novio se agotan los temas trascendentes del escueto repertorio cenaguero, X. dirá sus cuitas a las estrellas.
Ah, ya lo sé, me lo han dicho: insensible soy. Pero un novio en Playa Larga es como el extravío de quien, hastiado de ladrar a la Luna se lanza a poseerla sin prever que la mordida se quedará en el aire y acabará siendo, mientras intente surcar el abismo, un satélite faldero de los astros.
X. tiene ahora un amor de carbonero que intenta poner las brasas bien hondo. X. espera que su novio sople en el horno. Profecía: X. no sabe que el muchacho es asmático, y en Playa Larga, el carbón es mercancía barata para vagamundos.