Quemarás este pliego, amigo mío. Para ellos habré muerto, nadie invocará mi fantasma; eso he querido: escapar de todos; parto, para que no sepan que me quedo a salvo de las miradas y confinen de una vez esta memoria al desván donde fui sometido por aquella presencia sutil, el sitio donde ninguna muchedumbre me estorba las lecturas épicas, donde yo soy Werther y nadie espera que salga de héroe a ensartar dragones de otro tiempo, donde soy el espadachín de la hoja rota y el miedo inmenso. Este es mi ruego: cállate. Si consientes en admitir que nada me conviene mejor que el incógnito, satisfaré tu sed de epopeyas; sólo con esa certidumbre –tu discreción inexorable- me atrevo a referirte esta desolación mía…
Anoche estuve en la casa de Goethe. No creo que lo sepas bien, por eso voy a describirte la sordidez de sus habitaciones. Ojalá no me creas predispuesto al crimen, y mis ímpetus hallen justificación al menos en tu opinión, querido hermano.
Goethe vive en uno de esos edificios de parvo concepto estético que han obtenido la equívoca nomenclatura de “racionalistas”. No hay razón para tanta desnudez; te hablo de una casa recia y torpe, con aspecto de cubo; los balcones son oblongos; la calle, a oscuras, es el mejor marco para el escenario torvo donde me entrevisté con el escritor y empecé a escribir de mi propia mano este epílogo.
Mi narración empieza con un grito, pues en la puerta no había campanilla: Goetheeeeeee… El viejo se asomó, sonriente, y agitó una de sus manos. -Soy Werther –me identifiqué-. Él asintió; me había reconocido al instante. Mientras abría la puerta principal, yo lo escuchaba hurgar la cerradura, me inquietaba por echar abajo aquel obstáculo, entrar, y contarle. Cuando vi la escalera ante mí, tan alta, me desanimé y quise salir otra vez a la acera. Goethe, con ese andar satisfecho que le imaginaba, me precedió en el ascenso. En su cámara, muy cordial, me invitó a ocupar una comadrita frente a su silla, junto al anaquel de sus libros. Tanta hoja impresa me devolvió de pronto a la naturaleza de mi mal, a mi afición libresca; por momentos desatendía el rostro de mi anfitrión y me inclinaba hacia los lomos para descifrar el título de cada libro; el sillón sin brazos –la comadrita de marras- favorecía la inestabilidad de mi postura; sentí que no me alcanzaba la voluntad para sostenerme; se lo dije. Goethe me ofreció un té. –Es un excelente tónico –dijo-. Aproveché su ausencia del cuarto para mirar mi propio rostro en el espejo de enfrente. Estoy muy pálido, pero lo diré todo. Y lo dije, Wilhelm. Sucedió así:
-Nunca me visitas, joven Werther –empezó Goethe-. ¿A qué debo el honor?
-He recibido una carta, señor –no quise sonar vacilante-. Goethe me miró.
-¿Y qué clase de carta, jovencito, si se puede saber?
-Mírela usted mismo, von Goethe –se la extendí-.
Te copio la carta, Wilhelm. Al momento de recibirla anduve más sorprendido que tú ahora: es la primera carta de esta índole que he recibido en muchos años. Me conoces bien: voy a cumplir veinticinco, me he vuelto un escéptico. Hay quien me atribuye maneras de adolescente, pero tú sabes, amigo, que mi fiebre de antes se ha disipado en noches de sexo sin implicaciones y fatiga infinita del alma.
La carta, hela aquí. Goethe leyó para sí; yo espié su rictus, el entrecejo torcido. Todavía humeaba el té…
Querido Wert,
El motivo principal de esta carta puede parecer locura, así como que he enfermado, cual Quijote, tras leer tanta novela romántica. Sin embargo, responde a tus consejos.
Hace poco más de un mes, me has dicho que no debía “condenar al silencio las palabras que pugnaban por dejarse ver”. Así que aquí están. Creo que ya has tenido indicios de que al hablar de “ese chico” me refería a ti (espero no estar dándote una sorpresa realmente grande)… me sucede últimamente que me la paso pensando en ti y lo maravilloso que sería compartir mi tiempo contigo… podríamos pasear viendo viejos edificios, respirando el olor a lluvia, revolviendo los estantes de las librerías de viejo, mirando la Luna juntos, internándonos por los laberintos de la ciudad (…) Yo en realidad tengo poco que ofrecerte, pero no sabes lo mucho que me agradaría tener a alguien como tú…
Sólo quería seguir tu consejo. Y espero no haberte molestado de alguna manera ni perder tan preciada amistad.
Tuyo,
Ne.
Sólo he omitido breves pasajes y la legítima inicial del que suscribe. No quiero exponerlo a la curiosidad de nadie, Wilhelm. Esta carta me ha devuelto mi antigua percepción. No preví que alguien pudiera resucitar de un golpe a mi ángel muerto; estoy muy expuesto; hay mucho que callar, para que no me asedien los enemigos de siempre: la duda, el vacío, la incertidumbre.
Goethe sonrió al final de la lectura. Con algún sarcasmo lo hizo, me consta. Lo vi en sus ojos: miré su envidia. Y es tan ladino, que sonó compasivo, nostálgico…
-Escucha, pequeño Werther –esto es ironía, yo puedo mirarlo por encima del hombro: Goethe es un enano-. Sé que apenas si recuerdas a cierta Lotte de antaño; fue aquel suicidio el único sentido para salvarte de lo trivial que domina tus días. Te olvidaste de ella, al margen la dejaste, de ti sólo obtuvo migajas. Albert apareció para salvarla de tus abandonos. Eres contradictorio, hijo mío –hizo ademán de concluir-, tus amores duran lo mismo que el verano: en el próximo otoño estarás desnudo, y serás, otra vez, campo baldío.
¿Qué dices a esto, Wilhelm?
Quise decirle a Goethe que se equivoca, no me conoce… Lotte fue una víctima de sí misma, de una pasión que me infundió por su empeño. Logró conmoverme, mas no pudo retenerme consigo. Y sí la recuerdo: la veo al pie de una escalinata inmensa, esperándome cada noche con su mejor rubor. A Lotte yo la quise, pero estamos muy lejos de entendernos. Ella es –debo decirlo- demasiado doméstica. Goethe me escuchó; de esta avalancha dije lo que pude, lo que vino a la memoria.
-Y por este Ne. –el viejo es incansable-, ¿cómo puedes sentir tanto apego, si ni siquiera has acariciado su silueta y los separa un océano desconocido?
Goethe, reniego de ti, de esa desconfianza, de esos argumentos. Reniego de ese diabolismo que me atribuyes. Odio que me pienses incapaz. El fracaso de una historia no debe anticipar el perpetuo fracaso. Si quiero abrazar a N. ahora mismo, si ando imaginándolo, será tal vez porque es inasible, porque su nombre contiene el misterio que me subyuga. Soy tu criatura, nacido a tu imagen. Me dotaste para las quimeras más que para lo tangible.
Así le respondí, Wilhelm. He roto con Goethe. No volveré a verlo. La última visión que conservo de él es muy rara: no se veía tan viejo, sino prematuramente envejecido; muy delgado, de espaldas es un adolescente, de frente, un harapo de carnes. Lo mandé al infierno. Muchos que veneran su nombre me tratarán de criminal. Me he quedado sin asidero, sin autor: ya nadie me escribirá los parlamentos, nadie me dirá qué decirle a N., sólo cuento conmigo mismo. Por no soportar el escarnio de mis amigos de juerga, para que nadie se ría porque Werther ama otra vez, he venido a este refugio. Han de creer que me he muerto. Tú desaparecerás esta carta; purificarás mis sentimientos al fuego.
He pensado en contratar a Walter Scott o John Sheridan Le Fanu; no me disgustaría hacer de vampiro o mosquetero si no tuviese a Ne., pero entenderás que ahora lo tengo, y para él sólo puedo ser Werther sin el socorro de otra voz.
Anoche estuve en la casa de Goethe. No creo que lo sepas bien, por eso voy a describirte la sordidez de sus habitaciones. Ojalá no me creas predispuesto al crimen, y mis ímpetus hallen justificación al menos en tu opinión, querido hermano.
Goethe vive en uno de esos edificios de parvo concepto estético que han obtenido la equívoca nomenclatura de “racionalistas”. No hay razón para tanta desnudez; te hablo de una casa recia y torpe, con aspecto de cubo; los balcones son oblongos; la calle, a oscuras, es el mejor marco para el escenario torvo donde me entrevisté con el escritor y empecé a escribir de mi propia mano este epílogo.
Mi narración empieza con un grito, pues en la puerta no había campanilla: Goetheeeeeee… El viejo se asomó, sonriente, y agitó una de sus manos. -Soy Werther –me identifiqué-. Él asintió; me había reconocido al instante. Mientras abría la puerta principal, yo lo escuchaba hurgar la cerradura, me inquietaba por echar abajo aquel obstáculo, entrar, y contarle. Cuando vi la escalera ante mí, tan alta, me desanimé y quise salir otra vez a la acera. Goethe, con ese andar satisfecho que le imaginaba, me precedió en el ascenso. En su cámara, muy cordial, me invitó a ocupar una comadrita frente a su silla, junto al anaquel de sus libros. Tanta hoja impresa me devolvió de pronto a la naturaleza de mi mal, a mi afición libresca; por momentos desatendía el rostro de mi anfitrión y me inclinaba hacia los lomos para descifrar el título de cada libro; el sillón sin brazos –la comadrita de marras- favorecía la inestabilidad de mi postura; sentí que no me alcanzaba la voluntad para sostenerme; se lo dije. Goethe me ofreció un té. –Es un excelente tónico –dijo-. Aproveché su ausencia del cuarto para mirar mi propio rostro en el espejo de enfrente. Estoy muy pálido, pero lo diré todo. Y lo dije, Wilhelm. Sucedió así:
-Nunca me visitas, joven Werther –empezó Goethe-. ¿A qué debo el honor?
-He recibido una carta, señor –no quise sonar vacilante-. Goethe me miró.
-¿Y qué clase de carta, jovencito, si se puede saber?
-Mírela usted mismo, von Goethe –se la extendí-.
Te copio la carta, Wilhelm. Al momento de recibirla anduve más sorprendido que tú ahora: es la primera carta de esta índole que he recibido en muchos años. Me conoces bien: voy a cumplir veinticinco, me he vuelto un escéptico. Hay quien me atribuye maneras de adolescente, pero tú sabes, amigo, que mi fiebre de antes se ha disipado en noches de sexo sin implicaciones y fatiga infinita del alma.
La carta, hela aquí. Goethe leyó para sí; yo espié su rictus, el entrecejo torcido. Todavía humeaba el té…
Querido Wert,
El motivo principal de esta carta puede parecer locura, así como que he enfermado, cual Quijote, tras leer tanta novela romántica. Sin embargo, responde a tus consejos.
Hace poco más de un mes, me has dicho que no debía “condenar al silencio las palabras que pugnaban por dejarse ver”. Así que aquí están. Creo que ya has tenido indicios de que al hablar de “ese chico” me refería a ti (espero no estar dándote una sorpresa realmente grande)… me sucede últimamente que me la paso pensando en ti y lo maravilloso que sería compartir mi tiempo contigo… podríamos pasear viendo viejos edificios, respirando el olor a lluvia, revolviendo los estantes de las librerías de viejo, mirando la Luna juntos, internándonos por los laberintos de la ciudad (…) Yo en realidad tengo poco que ofrecerte, pero no sabes lo mucho que me agradaría tener a alguien como tú…
Sólo quería seguir tu consejo. Y espero no haberte molestado de alguna manera ni perder tan preciada amistad.
Tuyo,
Ne.
Sólo he omitido breves pasajes y la legítima inicial del que suscribe. No quiero exponerlo a la curiosidad de nadie, Wilhelm. Esta carta me ha devuelto mi antigua percepción. No preví que alguien pudiera resucitar de un golpe a mi ángel muerto; estoy muy expuesto; hay mucho que callar, para que no me asedien los enemigos de siempre: la duda, el vacío, la incertidumbre.
Goethe sonrió al final de la lectura. Con algún sarcasmo lo hizo, me consta. Lo vi en sus ojos: miré su envidia. Y es tan ladino, que sonó compasivo, nostálgico…
-Escucha, pequeño Werther –esto es ironía, yo puedo mirarlo por encima del hombro: Goethe es un enano-. Sé que apenas si recuerdas a cierta Lotte de antaño; fue aquel suicidio el único sentido para salvarte de lo trivial que domina tus días. Te olvidaste de ella, al margen la dejaste, de ti sólo obtuvo migajas. Albert apareció para salvarla de tus abandonos. Eres contradictorio, hijo mío –hizo ademán de concluir-, tus amores duran lo mismo que el verano: en el próximo otoño estarás desnudo, y serás, otra vez, campo baldío.
¿Qué dices a esto, Wilhelm?
Quise decirle a Goethe que se equivoca, no me conoce… Lotte fue una víctima de sí misma, de una pasión que me infundió por su empeño. Logró conmoverme, mas no pudo retenerme consigo. Y sí la recuerdo: la veo al pie de una escalinata inmensa, esperándome cada noche con su mejor rubor. A Lotte yo la quise, pero estamos muy lejos de entendernos. Ella es –debo decirlo- demasiado doméstica. Goethe me escuchó; de esta avalancha dije lo que pude, lo que vino a la memoria.
-Y por este Ne. –el viejo es incansable-, ¿cómo puedes sentir tanto apego, si ni siquiera has acariciado su silueta y los separa un océano desconocido?
Goethe, reniego de ti, de esa desconfianza, de esos argumentos. Reniego de ese diabolismo que me atribuyes. Odio que me pienses incapaz. El fracaso de una historia no debe anticipar el perpetuo fracaso. Si quiero abrazar a N. ahora mismo, si ando imaginándolo, será tal vez porque es inasible, porque su nombre contiene el misterio que me subyuga. Soy tu criatura, nacido a tu imagen. Me dotaste para las quimeras más que para lo tangible.
Así le respondí, Wilhelm. He roto con Goethe. No volveré a verlo. La última visión que conservo de él es muy rara: no se veía tan viejo, sino prematuramente envejecido; muy delgado, de espaldas es un adolescente, de frente, un harapo de carnes. Lo mandé al infierno. Muchos que veneran su nombre me tratarán de criminal. Me he quedado sin asidero, sin autor: ya nadie me escribirá los parlamentos, nadie me dirá qué decirle a N., sólo cuento conmigo mismo. Por no soportar el escarnio de mis amigos de juerga, para que nadie se ría porque Werther ama otra vez, he venido a este refugio. Han de creer que me he muerto. Tú desaparecerás esta carta; purificarás mis sentimientos al fuego.
He pensado en contratar a Walter Scott o John Sheridan Le Fanu; no me disgustaría hacer de vampiro o mosquetero si no tuviese a Ne., pero entenderás que ahora lo tengo, y para él sólo puedo ser Werther sin el socorro de otra voz.
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