domingo, 6 de abril de 2014

Niñas


Comprábamos un vino artesanal. La niña a cargo de la venta opinaba con convicción de experta. En la familia Alba, famosa por su afición vinatera, hasta la prole fabrica sus propias bebidas. Carlos Alejandro y yo vacilábamos: él prefería el vino de piña; yo indagué por las cualidades del tinto. El vino tinto es seco –nos instruyó-. Sirve para acompañar la comida, pero no para beber con mujeres. ¿Y el rosado? –pregunté-. Lo mismo –recapituló la pequeña Alba-, no podrás tomarlo con mujeres. Compré el tinto. Carlos Alejandro optó por la piña.

Mis sobrinos jugaban con Brian en un parque; Carlos Alejandro y yo los supervisábamos. La brujería no se toca –regañó mi novio-. Todos los árboles tenían una ofrende al pie. Maniatados por la orden, los niños comenzaron a provocarse inventando motes. Mis hermanos y yo también nos divertíamos así. Estos chiquillos son mucho más originales: en lugar de dedicar los nombretes al prójimo, prefieren atribuírselos a sí mismos.

-Yo me llamo Paco.
-Y yo, Peco.
-Yo soy Pico.
-Mi nombre es Caca.
-Yo me llamo Coco.

De repente, en busca de un insulto mayor, Brian tuvo una ocurrencia perturbadora:

-¡Yo soy una niña!

Nada de lo anterior suscitó la intervención de los adultos, pero esta declaración resultó excesiva. Mis sobrinos corrieron hacia mí:

-¡Brian dijo que es una niña!

 En el comedor de la universidad había una niña, hija o nieta de alguna cocinera. Al mediodía, cuando los estudiantes se precipitaban a la barra, la pequeña ayudaba a servir las bandejas. En la fila gesticulaba O., un homosexual militante. La niña observaba al muchacho, analizaba sus modales, se contrariaba. Cuando llegó el turno de O., le dedicó un rictus de molestia. A continuación, sin reflexionar, la pequeña lanzó un insulto que la implicaba:

-Puah, pareces una niña… 

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Foto: 1 de mayo de 2013, Sagua la Grande.

martes, 1 de abril de 2014

El crimen de Adrián Abelarde




Adrián Abelarde mató y huyó. Sus víctimas dormían. La Habana, vieja y criminosa, se revolvió, calzó pantuflas, coció una tisana para calmarse. Desde la radio informó alguien con la voz de Mickey Dugan, el niño cruel: Abelarde, killer…

En verdad, la nota sólo se tornó sensacionalista al final, cuando apeló al lugar común de una justicia casi divina. La comunicación del crimen, firmada por la policía, optó por el laconismo y la asepsia; dijo tan poco que me obliga a ponerle carne a esos nombres, a reconstruir el crimen a partir de las entrelíneas. Omitir implica siempre un juicio de valor. Recuperaré por mi cuenta lo que alcance a ver, entonces. Imagino la escena en amarillo. Alumbro un poco el sitio.

Francisco José García Peña, próximo a los cincuenta años. Florencia María Machado Fernández, de la tercera edad. Víctor Manuel García Acosta, un niño. Las víctimas de Adrián Abelarde constituían una familia inusual. ¿Los adultos eran cónyuges? Quizás, aunque los estándares socioculturales cubanos desaprueban que una mujer aventaje a su marido en quince años. Víctor Manuel, García, ¿el hijo de Francisco? La verdad de esa peculiar familia no es relevante; ciñámonos a la nota elusiva.

La primera señal perturbadora fue la quietud: nada roto, nada perdido. El asesino no robó; hizo su faena y partió, como perseguido y lacerado por sí mismo. El objeto contundente que usó para matar no aparece descrito. La nota sugiere que Adrián estaba en la casa. ¿Qué hacía allí? El ciudadano –explica la policía- no trabajaba ni tenía antecedentes penales. Mantenía –dice luego- “relaciones estrechas con Francisco José García Peña”. ¿Eran parientes? ¿Amigos? Más abajo, el discurso policial ofrece una pista: el asesino confesó haber cometido un crimen pasional.

Esto del crimen pasional es un viejo recurso del ordenamiento jurídico masculino para justificar la muerte de las mujeres a manos de los maridos. Francesca de Rímini lo atestigua. Los archivos judiciales del siglo XIX, y no dudo que los del siglo XX, abundan en ejemplos: dar muerte acuciado por los celos es punible y a la vez disculpable. Una amiga y colega murió a manos de su esposo hace unos años. A once años de reclusión ascendió la condena para el asesino. Algunos indagaron por las razones para una condena tan breve; un conocedor explicó: “no es lo mismo matar a tu mujer que a una extraña”. Los redactores de la nota no debieron permitirse tal desliz: el “móvil pasional” es una frivolidad, un argumento irresponsable. 

Esta mañana muchos creían que Florencia María, a sus sesenta y cuatro años, había suscitado el crimen de Adrián Abelarde. Se les escapó el eufemismo –pálidamente amarillo, sí- que iluminaba el cariz del asunto: “mantenía relaciones estrechas con Francisco José García Peña”. Francisco y Adrián eran novios, maridos, amantes. Algo de eso. Florencia lo sabía. El asesino dormía en casa. Víctor, acaso, tenía un padre y “un tío”. La nota confía en que imaginaremos todo y que las familias homoparentales seguirán invisibles, contundidas e inertes, para que no haya compromiso de denunciar estas violencias en su dimensión más precisa, ni siquiera cuando las pautas de masculinidad sigan extendiendo su garra simbólica.

Mickey Dugan sabe poco de los sucesos de la calle Bernaza, pero sospecha que el crimen de Adrián Abelarde tuvo implicaciones de género. Empuñamos contra nosotros mismos la violencia que nos inflige la dominación masculina cuando somos incapaces de desmontarla. Las campañas de bien público, hasta ahora, sólo relacionan violencia de género con maltrato a la mujer y obvian la influencia de la cosmovisión masculina en las agresiones intragénero.

Quedan en vilo más preguntas. El asesino residía oficialmente en Camagüey pero vivía en La Habana. ¿Esta anomalía no lo habrá expuesto, a su turno, a ciertas violencias? ¿La orientación sexual condicionó su migración?

El discurso policial sugiere, elude, organiza las cláusulas: si “las relaciones estrechas” fueran mencionadas tras la anticuada alusión al crimen pasional, no sólo los sagaces sabrían que Adrián y Francisco eran una pareja. Después de rodear delicadamente las circunstancias del caso, la nota concluye con un mazazo: a Abelarde, killer, la justicia lo aplastará. La violencia de género que también afecta a los hombres, y sobre todo a las parejas del mismo sexo, no existe ni es relevante. Razonar sobre la recurrencia de estos sucesos, asumir una estrategia comunicativa razonable, importa tanto como castigar. Proponer el estereotipo del asesino insano o desalmado oscurece más el episodio.

Tanto como el crimen de la calle Bernaza me perturban los reclamos de muerte para Abelarde. Cuba, aparentemente tan apacible, confunde justicia con lapidación. Pedir a gritos la muerte -¡paredón!- es un antiguo vicio nuestro. Cuesta renunciar a la carne ajena, ya se sabe.

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Foto: Calle Bernaza en 1959.