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Sherwood Anderson, el autor de “Winesburg, Ohio”, una de las piezas más influyentes en el puzzle de la narrativa inglesa del siglo XX, el mismo que murió en Panamá luego de tragarse un mondadientes, solía dormir en este parque, cerca de mi casa, en Sagua la Grande. Anderson durmió ahí durante mes y medio en el invierno de 1899, entre el 26 de enero y el 13 de marzo. No andaba sin blanca, ni había asientos para pasar la noche. La Plaza de la Cárcel, como se llamaba entonces el actual “Parque del Mausoleo”, fue el sitio donde plantó sus tiendas el ejército norteamericano. Era un solar yermo que sirvió a los sagüeros para campo de pelota una década antes de la ocupación militar.
El soldado Anderson, que todavía no había escrito la obra que lo haría trascender al canon literario universal, describió a Sagua en sus “Memorias” como una ciudad pequeña, de aspecto antiguo, muy pulcra, con la consabida Plaza de Armas, hotel y casino, iglesia con aspecto old yellow, y establecimientos de nombres altisonantes: "Sin Rivales", "Sin Competencia", "El Elegante," El León de Oro ". También recordaba sus largos paseos por las colinas vecinas y una romántica expedición contra bandidos.
El parque donde dormía Sherwood –frente a una antigua spanish prison que pervive como caserón ruinoso- se me figura una plaza del pueblo de Winesburg, cruzado por dos avenidas que confluyen en la cripta donde, necrófilamente, nuestros antepasados engavetaron la independencia. En Sagua -¿Ohio?- padecemos la megalomanía mesiánica de algunos habitantes de Winesburg, el mismo horror por la humanidad auténtica.
Cuando leí “Winesburg, Ohio”, extraordinario retrato de grupo en la calle principal de un pueblo arquetípico, me consideré ciudadano de un enclave semejante, otro sitio de maneras exóticas que pudiera erigirse en símbolo de nuestras verdades grotescas. La nota de contraportada de la única edición cubana que conozco, realizada en la década de 1970, alaba la perspicacia de Sherwood Anderson para advertir la angustia de los individuos asediados por una sociedad emergente que agoniza en el empeño de engendrar un mundo, pero también critica al autor su presunto desvarío al señalar una salida “irracional y mística” para los conflictos de sus personajes. El redactor de la nota, poseído por una verdad fanática a la manera que describe Sherwood en la introducción, sin querer revela su condición grotesca.
Todos los días camino por este parque, entre los muertos. Es la ruta imposible de torcer para llegar a tiempo a mi trabajo en el orwelliano Ministerio de la Verdad, según bromeaba Gino, un amigo que quiere vivir en la montaña.
Yo prefiero el mar. Mejor: las montañas frente al mar.
A veces, cuando voy por el parque y trato de adivinar dónde dormía Sherwood Anderson, siento un rumor parecido al mar, que no es más que el viento en la copa de las palmas. Pienso entonces en George Willard, periodista del Winesburg Eagle, alter ego de Anderson. Rememoro el último capítulo, cuando cierra los ojos en el tren y al abrirlos Winesburg ha quedado atrás. Pero yo sigo en Sagua, Ohio.