viernes, 28 de mayo de 2010

Fábula de amor del hombre mecánico

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El hombre mecánico se ajusta la mandíbula por las mañanas. Un golpe sobre el tornillo que sujeta las palabras le permite besarte.

Si el verbo se resiste a dejarse articular, este hombre no pierde la serenidad, tan cara a los príncipes, y se golpea con el puño la boca de hierro.

Lo que no puede ajustar con la misma rotundidad es su pensamiento mecánico: él pretende huir, ponerse a recaudo de las mañanas, internar sus maneras recias en el bosque de la noche para que tu delicadeza no lastime su mecanismo frágil.

El hombre mecánico, con sus manos de estiletes romos y la uña recortada según la moda cubista, sabe cómo quebrar sus dedos contra el hierro de la boca para alegar los consabidos terrores de hallarse contigo en el Muelle Real, bajo la lluvia, sin beber otro elíxir que aquel mar donde suele imaginarte en sucesivas devociones de su efigie.

Mary Shelley hubiese amado a este hombre.

Y quién no lo haría, cuando se le ve acarrear hacia la ciudad del sur, en su mutismo férreo, una pradera de flores cercenadas.
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martes, 18 de mayo de 2010

Martí en Dos Ríos: “¿De verdad, usted se alegra?”

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Instantes después de haber emprendido la galopada, habiendo oído Martí que yo le decía a Ángel de la Guardia:
- Por fin ha llegado el momento que tanto hemos deseado –se volvió a mí preguntándome:
- ¿De verdad, usted se alegra?
- Y como yo le contestara afirmativamente, diciéndole que iba a ser aquella mi primera prueba, repuso:
- Bueno, pórtese bien.

Manuel Piedra Martel. Mis primeros treinta años.



El 19 de mayo de 1895, al centro de todos los cumplimientos, con la guerra sobre la marcha y todos los sueños de la república asentados en el papel, Martí cabalgó hacia el torbellino de balas. Una orfandad de 115 años nos ha dejado. El día anterior, junto a las revelaciones que hizo a Manuel Mercado sobre el propósito oculto de erigir con la independencia de Cuba un valladar para la expansión imperial que amenaza a nuestra América, también había previsto su alejamiento, si en algún momento fuera menester hacerlo por el bien de la patria:

“Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. […] En mí, sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.”

Una de las pocas veces que los cubanos hemos intentado descifrar una ucronía ha sido respecto a la posibilidad de haber sido gobernados por Martí. ¿Hubiera podido conciliar las tendencias enfrentadas de la república, como hizo al preparar la guerra? ¿Aquella ley fundamental suya –el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre- era factible para un país desgarrado entre ambiciones y egoísmos? Y por último, aunque los mambises seducidos por su verbo de poeta ya lo llamaban presidente, ¿soñó Martí con gobernar alguna vez? De su última carta se infiere que confiaba en eclipsarse luego, hecho el trabajo, cumplida la faena de haber guerreado con quijotesca nobleza.

El cubano Antonio José Ponte, en la voluntad de releer al Martí histórico con objetividad cada vez más alejada del panegírico, invita a imaginar un hombrecito enfundado en un abrigo inmenso, que trasegaba por Nueva York con el cuerpo adolorido y animoso el espíritu, maestro al límite de no eludir el didactismo ni siquiera al escribir ficción o teatro. Un Martí de nulo garbo y apostura disminuida, “poco robusto”, como lo describió el sagüero Manuel Piedra Martel, que estuvo en Dos Ríos y escuchó sus últimas palabras.

Ese Martí, como el descrito por Blanca Zacharie de Baralt, que no parecía fatigado cuando se presentaba, lozano, en algún salón, a pesar de las horas dedicadas a la escritura y a la enseñanza, nunca podría devenir en tópico, ni en artículo adaptable al consumo de tirios y troyanos. El inmolado en aquel “nuevo Gólgota” que decía Piedra, también era un hombre que no quería morir ni aspiraba a gobernar, en contraste con tantos estadistas de gesto dramático y tozudez infinita.

Martí fue el que preguntó, con alguna extrañeza, antes de cargar contra las líneas enemigas: “¿de verdad, usted se alegra?”
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jueves, 13 de mayo de 2010

Adonde conduce la ceremonia de verter las aguas de la cabeza

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La azotea de esta casa vetusta suele acumular en época de lluvias un charco encima de mi habitación. El agua sobre la cabeza ya es el colmo. Como si no bastara “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Para evitar que esas aguas instrusas acaben por horadarnos el techo, se practica en mi familia el rito de subir, escoba en mano, a barrer las rasillas. A veces dudo sobre las razones de esta perseverante costumbre. ¿Será que hemos acabado por hallarle placer a la ceremonia de verter las aguas ociosas que se acumulan sobre la cabeza?

En uno de estos ascensos me asomé a las almenas del cható, obra del extravagante doctor Hernández. En mi calle se le conoce como “El dispensario”, y se afirma que sirvió de clínica para tísicos a principios del siglo XX.

En una entrevista que le hicieron a Manino Aguilera poco antes de su muerte, el viejo periodista aseguraba que su abuelo –el doctor Hernández- había construido el raquítico castillo a imitación de la villa de Joaquín Albarrán en Arcachón. Pero Manino tenía sus mitomanías.

Muchos años antes de que viniéramos al vecindario, el edificio ya se había convertido en una cubana ciudadela, curioso término de la arquitectura militar que alude recintos amurallados y en Cuba se adjudica a decadentes mansiones fragmentadas hasta lo infinitesimal para uso de varias familias.

En el cható de mi infancia vivían Pucha Cartapila y sus descendientes, un clan de locos que nos aterrorizaba con soliloquios monocordes. Pucha -¿de origen jamaicano?- hacía sus peticiones con una cortesía casi británica: “Míster, un peso, please…”

Los Cartapila habitaban el pabellón del centro. En la planta baja tenían una montaña de estiércol. Arriba, donde estuvo el escritorio del doctor Hernández, dormían en camas ordenadas en larga fila. Una vez, después de un hucarán, subimos a la azotea de los Cartapila para ver pasar un helicóptero que escudriñaba la inundación en el barrio de La Gloria. Fue la última vez que visité los antiguos salones privados del doctor. Al poco tiempo, los locos monocordes obtuvieron una vivienda y saquearon el cható, incluidos los horcones que sostenían los muros; el pabellón central se hundió para siempre.

Sobre todo agradecimos el traslado de Coco Cartapila, cuyo nombre de pila es Albertico Pons Luaces, uno que solía estremecernos cuando golpeaba la aldaba de mi casa. Mi papá le inculcó la dignidad de su nombre, pero la ciudadela no respetaba sus apellidos y le inventó un nuevo mote: Alberto Pon-mierda Lo-hace.

Después de tanto tiempo me he asomado a las almenas, como decía antes de la última digresión. He sopesado lo que hay detrás, un charco semejante al mío, que se evapora lentamente, pues no hay quien saque la humedad de la cabeza a los habitantes del cható.




Han vuelto las lluvias. Ahora mismo siento el olor del pavimento mojado. Mañana tendré que reanudar el rito. Subiré a observar el estrago de la humedad, a contener inútilmente, como fatigado Sísifo, el derrumbe de mis pretiles.
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sábado, 8 de mayo de 2010

Discurso del loco que ve caminar a Milanés por una plaza de Matanzas

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Milanés es un hombrecito callado. Bajo el brazo trae un libro que jamás lee. Lo mismo se le ve junto a la catedral que pescando en el puente ferroviario del Yumurí. Dicen que es poeta; no lo sé. Pienso que presume cuando cruza los brazos y aparenta ensimismarse frente a la bahía. Se pone meditabundo para que lo crean loco. Por eso habla consigo, para decir verdades que sólo dejarían de castigarse en una mente arrasada por las metáforas. La única vez que lo escuché daba un sermón sobre el advenimiento de la impureza, sobre el remordimiento de besar y otras locuras. Vive ahí mismo, por Versalles. Creo que alquila una casa en alguna calle bulliciosa de aquel barrio. La gente habla de sus rarezas. Se le ha visto acuclillado frente a la estatua de Fernando VII que está en el patio del museo. Es otro fingimiento. Una noche lo apedrearon cerca del viaducto. Los muchachos creyeron que aquel hombre demacrado quería corromperlos. Eran jóvenes delincuentes de maneras poco elegantes. Milanés corrió como los gamos. Llovía. Nadie se atrevió a socorrerlo. ¡A quién importa que obsequien con piedras al poeta loco de Matanzas!

Se ha hablado bastante de un amor de Milanés. No soporto que se dejen persuadir por argumento tan fútil. El poeta suele observar los patos y se regocija cuando parecen buscar algo en el fondo del estanque. Y yo no estoy loco. Es entonces que Milanés hurga en sus bolsillos y extrae el frasco de su locura para rociarla sobre el mundo.
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miércoles, 5 de mayo de 2010

El parque donde dormía Sherwood Anderson

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Sherwood Anderson, el autor de “Winesburg, Ohio”, una de las piezas más influyentes en el puzzle de la narrativa inglesa del siglo XX, el mismo que murió en Panamá luego de tragarse un mondadientes, solía dormir en este parque, cerca de mi casa, en Sagua la Grande. Anderson durmió ahí durante mes y medio en el invierno de 1899, entre el 26 de enero y el 13 de marzo. No andaba sin blanca, ni había asientos para pasar la noche. La Plaza de la Cárcel, como se llamaba entonces el actual “Parque del Mausoleo”, fue el sitio donde plantó sus tiendas el ejército norteamericano. Era un solar yermo que sirvió a los sagüeros para campo de pelota una década antes de la ocupación militar.

El soldado Anderson, que todavía no había escrito la obra que lo haría trascender al canon literario universal, describió a Sagua en sus “Memorias” como una ciudad pequeña, de aspecto antiguo, muy pulcra, con la consabida Plaza de Armas, hotel y casino, iglesia con aspecto old yellow, y establecimientos de nombres altisonantes: "Sin Rivales", "Sin Competencia", "El Elegante," El León de Oro ". También recordaba sus largos paseos por las colinas vecinas y una romántica expedición contra bandidos.

El parque donde dormía Sherwood –frente a una antigua spanish prison que pervive como caserón ruinoso- se me figura una plaza del pueblo de Winesburg, cruzado por dos avenidas que confluyen en la cripta donde, necrófilamente, nuestros antepasados engavetaron la independencia. En Sagua -¿Ohio?- padecemos la megalomanía mesiánica de algunos habitantes de Winesburg, el mismo horror por la humanidad auténtica.

Cuando leí “Winesburg, Ohio”, extraordinario retrato de grupo en la calle principal de un pueblo arquetípico, me consideré ciudadano de un enclave semejante, otro sitio de maneras exóticas que pudiera erigirse en símbolo de nuestras verdades grotescas. La nota de contraportada de la única edición cubana que conozco, realizada en la década de 1970, alaba la perspicacia de Sherwood Anderson para advertir la angustia de los individuos asediados por una sociedad emergente que agoniza en el empeño de engendrar un mundo, pero también critica al autor su presunto desvarío al señalar una salida “irracional y mística” para los conflictos de sus personajes. El redactor de la nota, poseído por una verdad fanática a la manera que describe Sherwood en la introducción, sin querer revela su condición grotesca.

Todos los días camino por este parque, entre los muertos. Es la ruta imposible de torcer para llegar a tiempo a mi trabajo en el orwelliano Ministerio de la Verdad, según bromeaba Gino, un amigo que quiere vivir en la montaña.

Yo prefiero el mar. Mejor: las montañas frente al mar.

A veces, cuando voy por el parque y trato de adivinar dónde dormía Sherwood Anderson, siento un rumor parecido al mar, que no es más que el viento en la copa de las palmas. Pienso entonces en George Willard, periodista del Winesburg Eagle, alter ego de Anderson. Rememoro el último capítulo, cuando cierra los ojos en el tren y al abrirlos Winesburg ha quedado atrás. Pero yo sigo en Sagua, Ohio.