Hay una claustrofobia cubana, una especie de neurosis insular. Juan Ramón Jiménez le dijo a Lezama en el famoso coloquio que los insulares, en lugar contemplar desde la costa el paso de los barcos, deben volverse al interior. Y no se trata de renunciar al universo, la Isla también lo contiene en sus extensiones invisibles. Pero queda la fobia al aislamiento y a veces manda. Se piensa en soluciones ultramarinas, en paraísos continentales...
He hallado a muchos que no se explican mi apego a Cuba. Tampoco entienden qué hago en esta ciudad. Esperan que sea claustrofóbico y desee trascender el mar físico. Esperan que marche y yo me resisto a ausentarme.
Mi primera razón me parece trascendental: este es mi sitio especial. Asumo que es una razón afectiva y excuso a quienes no se rigen por estos afectos. Estoy arraigado como otro cuerpo del paisaje. Encima -y esto tampoco lo entienden- me apasiona la paradójica grandeza de Cuba y su infrecuente dignidad. Lo que decía Loynaz: “hay en ti la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas”.
Nada de lo que he aprendido en estos años de búsqueda de mí mismo tiene sentido en otro lado. La educación que he recibido, cuya máxima es compartir, no sirve en el capitalismo. Sería un desterrado, y yo soy un hombre incapaz de sobrevivir en un estado de ausencia de sentido. Hay lecturas que comprometen para siempre, y ya las hice.
Hasta ahora voy resultando sentencioso. El tono molestará a algunos; mi convicción parecerá otra vez ininteligible.
Un amigo muy querido recuerda una expresión campesina que le molestaba en su infancia. Era un remanente de otra Cuba. Cuando un niño tenía buen apetito comentaban: “merece vivir”. Una frase de raíz cruel, dureza de los tiempos de mis abuelos, cuando era afortunado el que hacía sobrevivir a la mitad de sus hijos. Algunos merecen la vida. ¿Y los otros? No apruebo las analogías a ultranza que hacen emular al país de hoy con el precedente. Han pasado muchos años. Sin embargo, ante el drama del mundo, ¿qué decir? Que todos puedan vivir hoy, y que eso parezca ahora mismo un don universal e inexorable, es una de las consecuencias más elementales de la Revolución. Otras revoluciones hay que ir haciendo sin extraviar los grandes hallazgos, pero solo pueden hacerse desde adentro. Quiero asistir, por eso me quedo.
Falta hablar de mi ciudad. Mi patria, en el sentido griego. Los hombres de la antigüedad usaban el nombre de la polis como apellido y signo de singularidad; como ellos, la llevo conmigo. Otra fortuna mía fue nacer en un sitio con espíritu propio. He idealizado a mi ciudad a causa de su gradual pobreza, y este servicio que le hago de reconstruirla como un enclave mágico nadie más quiere prestárselo. Complace quedarse en el sitio que otros abandonan: lo que fue consustancial a tantos va extraviándose y se torna secreto propio. Una vez dije a mi mamá: ¡todos se están yendo! Me respondió memorablemente: “cuando todos se hayan ido quedaremos nosotros: tu papá, tú y yo”.
Hay una canción de Marta Valdés que contiene la antítesis de la claustrofobia cubana. Dice: “voy a morir sin ver la nieve, pero te miro cuando llueve”. Si un día veo a Marta tendré que pagarle esa canción con un abrazo. Todos los días llueve para mí. Solo necesito hallar a alguien que me secunde y yo pueda mirar con ese estilo definitivo, como suelo enamorarme.
__________
Foto: Neptuno 878, La Habana. Enero de 2011.