La nostalgia de la nieve, fenómeno tardío, tuvo su pináculo en Julián del Casal, que llegó a titular "Nieve" a su poemario de 1892. En "Nostalgias", texto emblemático del volumen, se manifiesta por primera vez tan explícito en la poesía cubana el regusto por la nieve. De ese mismo libro es "Flores de éter", dedicado a Luis de Baviera, a quien Casal llama en su alabanza "rey misterioso como la nieve". A partir de aquí, larga tradición han tenido las nevadas en nuestra poesía. Nos dice Lezama, en "Muerte de Narciso"(1937), era el círculo en nieve que se abría, refiriéndose a la primera irrupción del súbito, categoría esencial de la cosmología lezamiana de la imago, en toda su obra poética.
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Así la nieve se convierte en asunto recurrente de la poesía cubana de todos los tiempos. Pero he vuelto sobre el tema después de hacer un inusitado hallazgo: la única nevada legítima que nos fue concedida. La paternidad del descubrimiento no es mía, sino de Roberto G. Fernández, narrador cubano nacido en Sagua la Grande que vive desde 1961 en los Estados Unidos y allá ha edificado un singular imaginario sobre la faceta tragicómica y rocambolesca de la cubanidad trasplantada. Hace dos años la editorial Letras Cubanas publicó una antología de sus cuentos, aparecidos originalmente en inglés. A manera de epílogo, los editores decidieron adjuntar una entrevista que le hiciera al escritor la periodista Isabel Álvarez Borland, con el razonable fin de favorecer el conocimiento del autor por sus primeros lectores cubanos. Fue en ese intercambio donde hallé la clave sobre las singulares nevadas de la Isla, las de nuestra otredad, que me suscitaron poderosas reminiscencias. Ante la indagación sobre sus lectores cubanos a secas -no cubanoamericanos- y la posibilidad cada vez más inminente de viajar a la Isla, Roberto respondió:
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-Tengo bastantes lectores en Cuba. Y quizás un día sienta curiosidad por ver de nuevo el lugar donde nací, la Sagua del Río Profundo. Era un sitio tranquilo, un pueblo bucólico situado a orillas de un río que, en profundidad, competía con el Amazonas. Una vez al año la creciente inundaba las fincas y aumentaba el rendimiento de los trigales. Todavía recuerdo las agujas góticas de sus numerosas catedrales, y las calles cubiertas de hollín, y cómo las negras partículas que despedían los centrales azucareros se adherían a las yerbas, los árboles, los techos y las aceras como copos de nieve.
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La foto es de mi calle, este miércoles, cuando después de muchos años asistí a otra caída de "bagacillo", la nieve cenicienta a la que se refiere Roberto G. Fernández. De niño yo preguntaba, y me decían que era el tizne de los centrales; con el tiempo deduje que se trataba del diminutivo de bagazo, lo que queda de la caña después de haber sido exprimida hasta la última gota de su jugo de azúcar. El "bagacillo" es una hilacha de caña triturada y quemada, tan leve, que el viento la dispersa por los cardinales. Antaño fue bendito símbolo, pues había gente que aguardaba la zafra para subsistir, y este cabello negro de la caña anunciaba la plenitud de otra época sobrevivida. Recuerdo, en el blanco y negro de los recuerdos muy viejos, el portal de mi abuela cubierto por esta nevada: los niños jugaban a tiznarse las mejillas.
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Ha pasado mucho tiempo; más ha transcurrido desde que el padre Viñes, antiguo jesuita meteorólogo, asegurase que se había divisado verdadera nieve en la cima de una montaña pinareña por la mitad del siglo XIX. En 1873, según consigna Alcover, cronista también de nuestras extravagancias, los sagüeros opulentos pagaban cinco pesos de oro por una arroba de nieve, sin notar que entonces ciento veinte ingenios les lanzaban encima su furiosa nevada de hollín soplada por miles de esclavos -sacos de carbón- a quienes la nieve oscura sabía muy amarga. En 1932, en corcondancia con la nostálgica tradición, una de las revistas más populares de la Isla, publicó en titulares la escandalosa nueva de una gélida nevada en el Parque Central de La Habana la madrugada del 28 de diciembre. Luego los meteorólogos la pusieron en duda, se encargaron de demostrar que semejante capricho de los elementos era imposible; la fecha además hizo sospechar a todos: era el día de los Santos Inocentes, la jornada para hacer bromas y tomar el pelo de los ingenuos a lo largo de la Isla. De cualquier modo, a la cúpula del Capitolio nunca trajo "bagacillo" la ventisca incendiaria de los cañaverales; es que La Habana nunca conoció la legítima nieve cubana, la que no entrevieron siquiera nuestros poetas.
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Así quedó resuelta para mí la aparente sed por la nieve : en lo oscuro y frágil del bagazo carbonizado que al menor contacto se deshace para fundirse con el polvo incoloro traído por el viento desde los confines del mundo. Ojalá todos los miércoles de mi calle, en remembranza de Julián del Casal y sus epígonos, que no lo supieron, sigan siendo para mi nostalgia de la nieve, otros Miércoles de Ceniza.
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