Para Yuris Nórido
Martín y Mirta llegaban con los ciclones, traían una maleta vieja. Mi abuela les destinaba el cuarto de atrás. Martín hablaba como los sabios, sentenciosamente. Su erudición se reducía a la lectura de un húmedo ejemplar: Desapolillando archivos. Ahí explicaban, por ejemplo, quién era Mazzantini, el torero. Martín pronunciaba “arrchivo”, y yo creía que su áspera erre encubría a un chivo de carne y hueso, muy cornudo, que él mismo –Martín- liberaba de las polillas. Mirta, estirada, muy blanca, asistía en silencio a los ardores eruditos del esposo. La recuerdo hablando de un postre antiguo; ella decía “majarete” y una mano invisible rociaba azúcar en el maíz.
Martín y Mirta venían de La Laguna, un barrio que tiene reputación de sitio hondo. Era el fondo de la laguna de Hoyuelos desecada hace años sin que se hallara rastro de la célebre Madre de Agua. La casita de ellos se inundaba con una llovizna. En balde Martín conjuraba los ciclones trazando rutas imaginarias en un atlas alemán.
Después que Martín murió mientras Mirta achicaba el agua, Abuela conoció el secreto del vetusto equipaje.
-¿Sabes qué encontraron en la maleta de Martín? ¡Más de quince mil pesos!
…
Me lo dijo Fidelina. ¿Yo salía del baño? ¿Tenía trece años? -Es increíble, tan joven, que estés agotado de vivir -fueron sus palabras de aquel día, cuando todavía la casa de mi abuela era un sitio saludable y yo leía con una consagración que he perdido. ¡Niño, que vas a perder la vista! –advertía Abuela- y no la perdí, pero era inevitable perder algo de aquello que me reprochaba.
Fidelina Hernández Morilla se decía prima de mi abuela. La verdad es que era prima de Obdulia, legítima pariente de Abuela. A Obdulia pertenecía la joroba más atroz que he visto. Fidelina estaba ciega. Los ciegos tienen famas de sagaces; Fidelina lo era. De los jorobados se cuentan impiedades, se les atribuye un alma tan deforme como el cuerpo; esas presunciones no se cumplían en Obdulia.
Obdulia vivía en un caserón de madera, naturalmente arruinado. Mi hermana y yo la visitábamos con mucha ceremonia. Fue nuestra alegre proveedora de adornos navideños. Gracias a ella pusimos el primer arbolito que tuvo mi calle en muchos años. Era una católica preconciliar: un padrenuestro debe ser un paternóster. Recuerdo qué feliz fue cuando le confesé, en un secreto, que quería hacerme cura. Mentí, pero su felicidad de aquel minuto valía una misa.
Tinito, el esposo de Obdulia, apenas un hombre simple. Tuvieron un matrimonio de usos arcaicos. Sorprendía presenciar cómo la anciana jorobada y frágil se inclinaba para ajustarle los zapatos. Cuando salían juntos, él parecía llevarla a rastras. Perdió el juicio antes que ella. No tuvieron hijos.
Fidelina vivía sola. Pasaba días con mi abuela, sobre todo en la en temporada de lluvias. Su tejado estaba húmedo. Ella me regaló un libro oscuro donde aparecía San Jorge y yo tuve lástima del dragón.
…
Aguedita Landa desertó del catolicismo, se hizo protestante. Abuela la despreció un poco. También le echaba en cara su falta de vocación para las labores domésticas y su origen burgués.
Aguedita estudió con las monjas del Apostolado. Contaba cómo le hicieron usar una chapa sobre el ojo para corregir un estrabismo. Ella se resistió a usarla para eludir las burlas y quedó bizca para siempre. De niña estuvo en el balneario de San Miguel de los Baños y me mostró una foto donde se le veía con una saya a cuadros; también se advertía el ojo distraído. Su abuelo, el alférez Martín Landa, había peleado con el general Robau en la guerra de 1895. Ese alférez bastó para que yo quisiera a Aguedita, que se volvió una vieja solemne, apocalíptica. Siempre he creído que el alférez era bizco y apuntaba al enemigo con el ojo bueno.
Hablé con Aguedita la tarde que enterramos a Abuela.
–Me hizo muchos reproches, pero aquí estoy –dijo y se liberó de la vieja deuda-.
-Háblame otra vez de tu abuelo, el alférez –le pedí-.
-La gente no entiende mi preocupación por las cosas de Cuba, lo atribuyen a la vejez, como si la patria pasara de moda –sonrió- ¡es mambisa mi sangre!
Recordé que Aguedita vio una vez al Diablo. En aquel momento le pregunté “¿cómo es? ¿tiene cola, huele a azufre?” Siempre solemne, contestó: “tiene hocico de cerdo y correteaba hacia la arboleda”.
Martín y Mirta venían de La Laguna, un barrio que tiene reputación de sitio hondo. Era el fondo de la laguna de Hoyuelos desecada hace años sin que se hallara rastro de la célebre Madre de Agua. La casita de ellos se inundaba con una llovizna. En balde Martín conjuraba los ciclones trazando rutas imaginarias en un atlas alemán.
Después que Martín murió mientras Mirta achicaba el agua, Abuela conoció el secreto del vetusto equipaje.
-¿Sabes qué encontraron en la maleta de Martín? ¡Más de quince mil pesos!
…
Me lo dijo Fidelina. ¿Yo salía del baño? ¿Tenía trece años? -Es increíble, tan joven, que estés agotado de vivir -fueron sus palabras de aquel día, cuando todavía la casa de mi abuela era un sitio saludable y yo leía con una consagración que he perdido. ¡Niño, que vas a perder la vista! –advertía Abuela- y no la perdí, pero era inevitable perder algo de aquello que me reprochaba.
Fidelina Hernández Morilla se decía prima de mi abuela. La verdad es que era prima de Obdulia, legítima pariente de Abuela. A Obdulia pertenecía la joroba más atroz que he visto. Fidelina estaba ciega. Los ciegos tienen famas de sagaces; Fidelina lo era. De los jorobados se cuentan impiedades, se les atribuye un alma tan deforme como el cuerpo; esas presunciones no se cumplían en Obdulia.
Obdulia vivía en un caserón de madera, naturalmente arruinado. Mi hermana y yo la visitábamos con mucha ceremonia. Fue nuestra alegre proveedora de adornos navideños. Gracias a ella pusimos el primer arbolito que tuvo mi calle en muchos años. Era una católica preconciliar: un padrenuestro debe ser un paternóster. Recuerdo qué feliz fue cuando le confesé, en un secreto, que quería hacerme cura. Mentí, pero su felicidad de aquel minuto valía una misa.
Tinito, el esposo de Obdulia, apenas un hombre simple. Tuvieron un matrimonio de usos arcaicos. Sorprendía presenciar cómo la anciana jorobada y frágil se inclinaba para ajustarle los zapatos. Cuando salían juntos, él parecía llevarla a rastras. Perdió el juicio antes que ella. No tuvieron hijos.
Fidelina vivía sola. Pasaba días con mi abuela, sobre todo en la en temporada de lluvias. Su tejado estaba húmedo. Ella me regaló un libro oscuro donde aparecía San Jorge y yo tuve lástima del dragón.
…
Aguedita Landa desertó del catolicismo, se hizo protestante. Abuela la despreció un poco. También le echaba en cara su falta de vocación para las labores domésticas y su origen burgués.
Aguedita estudió con las monjas del Apostolado. Contaba cómo le hicieron usar una chapa sobre el ojo para corregir un estrabismo. Ella se resistió a usarla para eludir las burlas y quedó bizca para siempre. De niña estuvo en el balneario de San Miguel de los Baños y me mostró una foto donde se le veía con una saya a cuadros; también se advertía el ojo distraído. Su abuelo, el alférez Martín Landa, había peleado con el general Robau en la guerra de 1895. Ese alférez bastó para que yo quisiera a Aguedita, que se volvió una vieja solemne, apocalíptica. Siempre he creído que el alférez era bizco y apuntaba al enemigo con el ojo bueno.
Hablé con Aguedita la tarde que enterramos a Abuela.
–Me hizo muchos reproches, pero aquí estoy –dijo y se liberó de la vieja deuda-.
-Háblame otra vez de tu abuelo, el alférez –le pedí-.
-La gente no entiende mi preocupación por las cosas de Cuba, lo atribuyen a la vejez, como si la patria pasara de moda –sonrió- ¡es mambisa mi sangre!
Recordé que Aguedita vio una vez al Diablo. En aquel momento le pregunté “¿cómo es? ¿tiene cola, huele a azufre?” Siempre solemne, contestó: “tiene hocico de cerdo y correteaba hacia la arboleda”.