Madrugué otra vez. Cada sábado escribo un programa para la radio. Las normas establecen que debe asesorarse antes de salir al aire y a mí me cuesta obedecer esa regla. Tengo una excusa perfecta para solicitar plazos. Invoco a mi cara poética, que es neoplatónica: un dios habla a través de mí, una musa me dicta, no puedo forzarlos a trabajar bajo humanos contratos. ¿Por qué será que me perdonan? Para no abusar me levanto con el gallo, quemo incienso para los genios, y empiezo a escribir con la paciencia de un dios.
Presionado como estaba, esta mañana me hice acompañar por Mozart: “eine kleine nachtmusik” aunque estuviera amaneciendo. Un allegro para azuzar la voluntad. Fue entonces que recordé un libro de arte de hojas satinadas, impreso tal vez en Alemania Democrática, que leí poco después del desastre de Europa del Este. Por esa época recién había aprendido a leer y apenas conocía de Mozart la alusión martiana en “La Edad de Oro”, pero recuerdo que me gustaba mirar las ilustraciones de aquel libro al son de “Eine kleine nachtmusik”. La música salía de la claridad en la cabeza. ¿Anochecía entonces para mí?
“De la cámara del tesoro al museo” se titulaba el libro alemán; en la cubierta, un detalle de “La muestra de Gersaint”, de Antoine Watteau; en la contracubierta Jacopo de Strada le echa mano a una estatuilla de la antigüedad. Reconstruyo cada imagen: he vuelto a la tienda de Gersaint en compañía de Wolfgang Amadeus Mozart. Al centro del libro está el Partenón: “el más armonioso conjunto arquitectónico de todos los tiempos”, reza un letrero al pie. ¿Qué se siente frente al Partenón? ¿Qué se siente al mirar arriba, a la colina de la Acrópolis? Un amigo ha intentado definirlo apelando al misterio de lo sobrehumano que ha sido concedido al hombre como rara prenda de eternidad. Del Partenón conozco sucedáneos; yo sé lo que vale una ruina para la filosofía, una ruina que reúne en su devastación la erosión de lo humano. El Partenón está en la hoja satinada de un libro. La verdadera Grecia queda cerca de mi casa: es una ciudadela con aspilleras. Ahí se entra bajo un arco arruinado, el recuerdo de un viejo triunfo. Por las tardes, el patio se llena de filósofos que discurren entre las tendederas de ropa blanca. No amo precisamente a Lord Elgin, ni a los turcos del polvorín, pero sólo así puedo atravesar los Propileos y mirar al Partenón. Porque la perfección me ha parecido eterna en cada mácula.
…
El programa salió este mediodía con música de Mozart. Lo dediqué a conversar sobre algunos cuadros célebres. Hablé de los hombres que quisieron imitar a los griegos: Winckelmann, Canova, David, Leo von Klenze… Mi asesora, B., llegó con la última pieza a firmar la primera página del guión, para que el nombre del espacio no implique un trabajo gratuito de mi parte: el programa se llama “Por amor al arte”, nombre que contiene una excusa para el que amenace dejarme sin cobrar por la tardanza.
Las fotos que acompañan estos deshilvanados eventos las hice a la salida de la emisora, en el patio de A., un sitio fantástico. El gallo del patio es muy rudo: nada más entrar hizo por picotearme las piernas. Las gallinas tienen algo marcial en la postura, una distinción innata. El cerdo, además de pestilente como los puercos estereotípicos, es tan fotogénico como las modelos de Madame Vigée-Le Brun. Pero lo mejor es el pavo –guanajo le dicen aquí-; no dejó de moverse para evitar que lo cazáramos, sin correr nunca: no perdió la dignidad. Mientras se movía parsimonioso por los sitios más inhóspitos del patio, yo escuchaba siempre, al mismo tempo de su paso, las jubilosas cuerdas de “Eine kleine nachtmusik”…
Presionado como estaba, esta mañana me hice acompañar por Mozart: “eine kleine nachtmusik” aunque estuviera amaneciendo. Un allegro para azuzar la voluntad. Fue entonces que recordé un libro de arte de hojas satinadas, impreso tal vez en Alemania Democrática, que leí poco después del desastre de Europa del Este. Por esa época recién había aprendido a leer y apenas conocía de Mozart la alusión martiana en “La Edad de Oro”, pero recuerdo que me gustaba mirar las ilustraciones de aquel libro al son de “Eine kleine nachtmusik”. La música salía de la claridad en la cabeza. ¿Anochecía entonces para mí?
“De la cámara del tesoro al museo” se titulaba el libro alemán; en la cubierta, un detalle de “La muestra de Gersaint”, de Antoine Watteau; en la contracubierta Jacopo de Strada le echa mano a una estatuilla de la antigüedad. Reconstruyo cada imagen: he vuelto a la tienda de Gersaint en compañía de Wolfgang Amadeus Mozart. Al centro del libro está el Partenón: “el más armonioso conjunto arquitectónico de todos los tiempos”, reza un letrero al pie. ¿Qué se siente frente al Partenón? ¿Qué se siente al mirar arriba, a la colina de la Acrópolis? Un amigo ha intentado definirlo apelando al misterio de lo sobrehumano que ha sido concedido al hombre como rara prenda de eternidad. Del Partenón conozco sucedáneos; yo sé lo que vale una ruina para la filosofía, una ruina que reúne en su devastación la erosión de lo humano. El Partenón está en la hoja satinada de un libro. La verdadera Grecia queda cerca de mi casa: es una ciudadela con aspilleras. Ahí se entra bajo un arco arruinado, el recuerdo de un viejo triunfo. Por las tardes, el patio se llena de filósofos que discurren entre las tendederas de ropa blanca. No amo precisamente a Lord Elgin, ni a los turcos del polvorín, pero sólo así puedo atravesar los Propileos y mirar al Partenón. Porque la perfección me ha parecido eterna en cada mácula.
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El programa salió este mediodía con música de Mozart. Lo dediqué a conversar sobre algunos cuadros célebres. Hablé de los hombres que quisieron imitar a los griegos: Winckelmann, Canova, David, Leo von Klenze… Mi asesora, B., llegó con la última pieza a firmar la primera página del guión, para que el nombre del espacio no implique un trabajo gratuito de mi parte: el programa se llama “Por amor al arte”, nombre que contiene una excusa para el que amenace dejarme sin cobrar por la tardanza.
Las fotos que acompañan estos deshilvanados eventos las hice a la salida de la emisora, en el patio de A., un sitio fantástico. El gallo del patio es muy rudo: nada más entrar hizo por picotearme las piernas. Las gallinas tienen algo marcial en la postura, una distinción innata. El cerdo, además de pestilente como los puercos estereotípicos, es tan fotogénico como las modelos de Madame Vigée-Le Brun. Pero lo mejor es el pavo –guanajo le dicen aquí-; no dejó de moverse para evitar que lo cazáramos, sin correr nunca: no perdió la dignidad. Mientras se movía parsimonioso por los sitios más inhóspitos del patio, yo escuchaba siempre, al mismo tempo de su paso, las jubilosas cuerdas de “Eine kleine nachtmusik”…
Sábado, después del mediodía en la hidalga villa de Sagua la Grande.