Lo último que se ve desde el aire es una pequeña ciudad. Cerca adiviné la chimenea de un ingenio, luego empieza el mar rotundo. Ahí acaba Cuba. Durante el resto del viaje, tras sucesivos arcoíris que hacían más patético el trayecto, regresaban a mí las cuadrículas de esa ciudad anónima. Cuadrículas casi infinitesimales. No supe el nombre y eso me enajenó la posesión.
Con mi querido Marcel pienso que el nombre contiene a la tierra misma, decantada de sus contingencias; el nombre permite la propiedad y es el recurso más prístino de la poesía. Unamuno hilaba ciudades castellanas en un rosario nominal que es Castilla. La promesa de las urbes desconocidas reside en el trato previo con su nombre: cuando bajé en El Callao, antes que en el asedio, pensé en la vieja maestra sagüera célebre por su manera tácita de solicitar silencio: “recuerden que El Callao es un puerto del Perú”. Vi el puerto, parecía que el avión se precipitaba al mar, callé obediente.
A Quito, mi destino, no le va su nombre: demasiado abrupta y prolongada para llamarse de modo tan ceñido. Merecía un sintagma extenso, agudo y acaso ampuloso, enhiesto como sus cumbres. Por eso sospecho de Quito, por causa del nombre. Suena a despojo imperativo.
Como estaba anunciado, las autoridades migratorias me sacudieron. Interrogaron con inquina y molestia. El resto de los extranjeros no demoraba mucho en la ventana, a mí me retenían. Cada declaración fue recibida con un rictus de desconfianza. La fórmula “Bienvenido a Ecuador” se tardó y sonó hipócrita.
Cuando salí al aeropuerto me golpeó el vértigo. Creo que fue el soroche de los soldados de Bolívar. Me sostuve y empuñé la espada contra el soroche: aquí no aprecian el nombre de Cuba.
Foto: Avión hacia Lima.