-
Yo fui un pequeño Capablanca. Lo mismo que el genio aparece retratado delante de un tablero antes de cumplir los cinco años, también me hicieron la foto correspondiente con mi padre, la mano sobre un alfil, intención de jaque, la mente fragmentada en el misterio de las casillas maniqueas.
-Capablanca siempre jugaba con las blancas.
Mi hermano y yo nos disputábamos el color de nuestros reyes. A veces aceptábamos someternos al sorteo de los peones en puños cerrados que regía el padre salomónico.
“Hay que ir a la ofensiva, ocupar el centro, dominar.” En el empeño de hacernos grandes maestros, como las hermanas Polgar, mi padre agotó su don pedagógico. Creo que entonces fue cuando empezó a decepcionarse de nosotros, cuando supo, pese los enroques de su carácter, que no seríamos nada de lo que había trazado.
En mi genealogía, el ajedrez es el centro de extrañas confluencias: mi madre, experta de los escaques, se casó en 1982 con el recio profesor para engendrar meditabundos ocupantes de tres tableros. Yo, Capablanca. Mi hermano, que decía conocer la Defensa Siciliana, cuyas combinaciones no caben en dos tomos. Mi hermana, la benjamina, Niña Invicta.
En todas las ramas, la familia urdió uniones de índole ajedrecística y un imaginario que puede traducirse en notaciones algebraicas.
Ajedrez son palitos –decía mi abuela hace medio siglo.
Ajedrez es arte –proclamaba el judío Lasker.
Ajedrez eres tú, hubiera dicho el buen Bécquer de haberme conocido en los pañales de la princesa Aurora, el día que las hadas fueron a imponer dones, y se oyó la maldición de los alfiles, sacerdotes perversos, sobre las batallas que me sobrevendrían contra el Rey.
-Capablanca siempre jugaba con las blancas.
Mi hermano y yo nos disputábamos el color de nuestros reyes. A veces aceptábamos someternos al sorteo de los peones en puños cerrados que regía el padre salomónico.
“Hay que ir a la ofensiva, ocupar el centro, dominar.” En el empeño de hacernos grandes maestros, como las hermanas Polgar, mi padre agotó su don pedagógico. Creo que entonces fue cuando empezó a decepcionarse de nosotros, cuando supo, pese los enroques de su carácter, que no seríamos nada de lo que había trazado.
En mi genealogía, el ajedrez es el centro de extrañas confluencias: mi madre, experta de los escaques, se casó en 1982 con el recio profesor para engendrar meditabundos ocupantes de tres tableros. Yo, Capablanca. Mi hermano, que decía conocer la Defensa Siciliana, cuyas combinaciones no caben en dos tomos. Mi hermana, la benjamina, Niña Invicta.
En todas las ramas, la familia urdió uniones de índole ajedrecística y un imaginario que puede traducirse en notaciones algebraicas.
Ajedrez son palitos –decía mi abuela hace medio siglo.
Ajedrez es arte –proclamaba el judío Lasker.
Ajedrez eres tú, hubiera dicho el buen Bécquer de haberme conocido en los pañales de la princesa Aurora, el día que las hadas fueron a imponer dones, y se oyó la maldición de los alfiles, sacerdotes perversos, sobre las batallas que me sobrevendrían contra el Rey.