domingo, 31 de enero de 2010

¿Y qué piensas tú, Harvey Milk?




Después de leer las últimas declaraciones de Mariela Castro



He sentido rencor. Debo confesar que lo he soportado durante mucho tiempo, y si a veces callo y me domino, lo hago porque el encono distorsiona la precisión del discurso. Hace falta dominio propio para resultar contundente y a mí me gustaría sonar rotundo. Ahora lo intentaré.

El pasado 31 de diciembre, una vez más, fui obsequiado con el menosprecio de mi padre. Al saber que mi pareja compartiría la mesa con la familia, luego de viajar por varias provincias, apeló a un pretexto y abandonó la casa. No consintió siquiera en disimular que aceptaba nuestra presencia en la cena ecuménica del último día del año. De nuevo me percibí ilegítimo, apestado, paria. Otra vez el rencor me sacudió con su brazo de espinas.

Mi padre, según opiniones muy difundidas, es un compañero ejemplar. Participó en la zafra épica de 1970. Estuvo en Moscú y, últimamente, en Caracas. También preside un CDR, y se considera muy avezado en política mundana. Como en 1967 tenía veinte años, agrego yo, es un hijo de la generación que quiso enderezar al “hombre nuevo” en los campos de la UMAP; un homúnculo nacido en el basurero de errores alentados bajo el quinquenio gris.

Para mi padre, el término homosexual es un eufemismo que alude a “un oficio” que no le agrada. Para él, la represión contra los maricones en Cuba es una leyenda que algunos quieren enarbolar como estandarte de una mentira histórica. Fidel aseguraba lo mismo a Ignacio Ramonet:

“Le puedo garantizar que no hubo nunca persecución contra los homosexuales, ni campos de internamiento para los homosexuales.”[1]

El pintor Raúl Martínez, autor del libro de memorias más diáfano y sobrecogedor que ha escrito un cubano, me ha ilustrado sobre el asunto, desde la perspectiva de los “rehabilitados”:

“Era el año de 1965. Comenzaron los ataques y represalias contra los homosexuales, y se creó la UMAP, supuestamente un centro de rehabilitación. ­ […] Pronto descubrí que los métodos para reclutar candidatos y llevarlos hasta Camaguey, donde se hallaban los campamentos, eran totalmente criticables […] ¿Les sucedió algo, algún castigo, a los responsables que idearon y llevaron a cabo tal hazaña? […] ¿Y qué le pasó al que aprobó aquellos diabólicos planes?[2]

Aquel calvario de los internamientos y las depuraciones parece muy lejano. Vivimos días de vindicación, pudiera creerse. Transitamos hacia la superación de aquellas torceduras en el camino hacia la justicia. Complaciente solución retórica para un conflicto que ha frustrado el destino de miles; alentadora mano sobre los hombros de quienes, con inexplicable tozudez, siguen perpetuando estigmas.

Nunca he solicitado a mi padre sus opiniones sobre el trabajo de Mariela Castro. En estos días leí la última entrevista que Mariela concedió al corresponsal de la BBC en Cuba, y he confirmado todo lo que pienso acerca del liderazgo en la lucha por los derechos de los homosexuales en Cuba.

Tal vez pudiera aprovecharse su apoyo, la voluntad de colaborar, pero como designada líder -¿por quién?- de un empeño que urge de la voz de sus protagonistas, no acepto la mediación de Mariela Castro. No es más que una sutil enunciación de la incapacidad de los homosexuales para regir sus propias reivindicaciones, un paternalismo hiriente.

Mariela intenta promover en la Asamblea Nacional una reforma del Código de Familia que incluya la aceptación de las uniones homosexuales. Ahora, ella misma admite que el parlamento no ha priorizado el asunto en su agenda. Mariela, además, considera que no deben constituirse asociaciones para alentar la legalización de estos derechos. Ella lo cree contraproducente; equivaldría a “aislarse”.

¿Cuánto tendremos que esperar los cubanos de mi generación, para que los diputados cubanos –entre los cuales, seguramente, hay numerosos homosexuales- se decidan a legislar, con toda paciencia, sobre un asunto que apremia a miles que siguen padeciendo el rechazo y el estigma de la diferencia?

¿Algún artículo de nuestros códigos sanciona expresamente la discriminación por causa de la orientación sexual?

Lo pregunta alguien que se sintió ínfimo y traicionado durante años bajo el influjo de la discriminación en su propia familia. Alguien que ha edificado su autoestima sobre el conocimiento de sí mismo, sin impetrar compasión ni tolerancia. Yo aprendí que los derechos se reclaman.

¿Cómo hemos permitido que, luego de tanto silencio, se usen paternalismos y se nos declare incapaces de organizar la lucha por derechos que ya se consideran inherentes a la condición del hombre?

¿Por qué conformarnos con las congas y desfiles de banderas abigarradas que cada año se celebran, frívolamente en La Habana, con cierta hilaridad de los transeúntes?

He visto la película “Milk”, de Sean Penn. Cada causa justa, está demostrado, tiene sus mártires. Y lejos de cualquier desmesura o tono de impostada gravedad, he comparado a Harvey Milk con Mariela. Cada uno juzgue.

Hace poco, los intelectuales cubanos repudiaron una declaración sobre la presunta discriminación racial en la Isla. ¿Por qué esos mismos intelectuales no se pronuncian ante la Asamblea Nacional sobre la convicción de abolir, al menos en la ley, los prejuicios que subsisten sobre los homosexuales?

¿Por qué "el asunto" no le preocupa a la prensa, y nadie indaga sobre el destino de la iniciativa perdida en el laberinto parlamentario?

¿Por qué Mariela no concede entrevistas a los periodistas cubanos, a veces se porta reticente a dejarse interrogar por sus compatriotas, y luego accede a conversar con los foráneos?

En su entrevista con Ramonet, Fidel también declaró:

“Me gustaría pensar que la discriminación contra los homosexuales es un problema que está siendo superado, y así lo percibo. […] Viejos prejuicios y formar estrechas de pensar irán quedando atrás.[3]

Bien dicho, Comandante. Yo sé que mi padre un día tolerará mi compañía en la cena del fin de año, abrazará cálidamente a mi novio a la medianoche, y nos deseará un año feliz; lo sé, pero mientras tanto, ¿cómo aceptar que otro pelee nuestra batalla? ¿cómo permanecer sentados cuando deberíamos hacernos oír, dominado el rencor, para que la verdad no se distorsione y suene rotundo nuestro criterio?

¿Y qué piensas tú, Harvey Milk?

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Notas.

[1] Fidel Castro: Cien horas con Fidel. Conversaciones con Ignacio Ramonet, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2006, p. 253.

[2] Raúl Martínez: Yo, Publio. Artecubano-Letras Cubanas, 2008, pp. 393-407.

[3] Fidel Castro: Cien horas con Fidel. Conversaciones con Ignacio Ramonet, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2006, p. 256.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Las piedras amadas

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Estas son las piedras amadas. Esta es mi patria, el único sitio mío en una tierra tan ancha. Si un día fuera a encarnar la pena en algún muro de las lamentaciones, vendría a este muro. Si la pena me sepultara en un río, sería otro ahogado del Undoso. Cuando pienso en el gótico de las gárgolas de fauces tutelares, vengo a la Iglesia del Sagrado Corazón, donde el Señor de las Tiñosas bendice la perennidad de cada piedra. Si oigo elogios sobre la perfección de la acrópolis ateniense, vuelvo al puente del Triunfo, ahí donde se divisan las viejas casas neoclásicas tan altas y ceñidas como una acrópolis.

Esta es mi ciudad. Como decía María Zambrano de Lezama, habanero irreductible, yo he creído en ella. “Todos los iniciados tienen necesidad de una ciudad”, decía María. Ésta es la mía, y añado, con música de Marta Valdés: “Yo sé que hay en el mundo palacios y castillos, no me lo digan más; otro paisaje crece con este sol, frente a este mar.”

El mar, no importa cuál mar de un orbe salobre -el Mar por antonomasia-, todo el mar es gris como el mar de la Isabela, en cuyas oscuridades crecen los mejores ostiones del mundo.

Mañana desfilará una muchedumbre hasta la puerta de Wifredo Lam, en el antiguo barrio chino. Habrá sesión solemne de la Asamblea del Poder Popular. Dicen que Sagua la Máxima cumple 197 años. Pepe Hillo, el viejo historiador que se nos fue en 1950, lo negaría. Sagua fue pueblo de indios; aquí recibieron los siboneyes a fray Bartolomé de Las Casas. Ya tuvimos misas oficiadas en el siglo XVIII por los itinerantes curas de San Narciso de Álvarez, aquellos que cabalgaban mulas con la cruz, el hisopo y los latines. En 1812, cuando Napoleón todavía señoreaba en Europa, levantamos una iglesia gracias a don Juan Caballero, el veterano de Trafalgar que se desquitó de la derrota levantando un templo.

Mañana desfilaremos entre los iniciados que fraguan en la polis la argamasa de cada sueño. Lo haremos también por José Cabrera, el primero que erigió una escuela en 1830; por José María de los Heros, paladín silencioso de aquel emporio desde una oficina colonial; iremos, calle de Carmen Ribalta abajo, hasta la casa del pintor cubano más universal, como hubieran querido hacerlo el gobernador Casariego y la partera Bernardina, el general Robau y la morena Narcisa, la antigua esclava que salvó al caudillo cubano del veneno español.

Celebraremos este aniversario de Sagua la Grande como lo hubiera festejado Antonio Miguel Alcover, el historiador que escribió nuestro libro canónico. Por cada ausente haremos votos de eternidad para esta ciudad fluvial, de nombre tan indígena y sagrado como el de Cuba.

Otra vez oiremos la voz de Antonio Machín: “y lo mismo que nací, reposar allí quisiera”. Otra vez, como siempre, recordaremos a Albarrán, el sagüero que de no haber sucumbido a la tisis tal vez sería hoy el único cubano honrado con el Nobel. Y diremos con Jorge Mañach, el escudero de Martí: “esa es la sensación más neta que se guarda de nuestra tierra: la luz”.

Desde un tiempo imposible de fragmentar, unívoco, asistiremos también al regreso de Plácido y de la Avellaneda. Devolveremos al café Ariza el espíritu andaluz de los versos de Lorca. Iremos a ver morir sobre las tablas a Sarah Bernhardt y luego a Margarita Xirgu.

Esta es Sagua, la expedicionaria de dos siglos donde alguna vez recaló Jean Laffite, el corsario del poema de Lord Byron. Sagua, la novelesca, que también figura en textos de Víctor Hugo y Benito Pérez Galdós. Desde aquí escribió Francisco Pobeda, el viejo vate de los versos criollistas, el fundador de una escuela. Sagua, cuyo nombre también fue escrito por Martí. Sagua, que tantas veces apostó por la libertad todo el oro y toda la sangre.

Estas son las piedras amadas. Los iniciados quieren una ciudad –decía María Zambrano-, un sitio tan necesario como la palabra.

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sábado, 5 de diciembre de 2009

Madagascar, ¿estuve lejos?

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Gente que transita: una marea de bicicletas atraviesa el túnel, trenes de incierto itinerario, camiones de mudanza hacia la paz de otro sitio. Gente que escapa. Van a Madagascar.

Fui a ver la película con mis padres poco tiempo después de su estreno, acaso por 1995. Íbamos sugestionados por el título, que creímos apuntaba a peripecias de piratas en el océano Índico. El cine estaba vacío; había tres personas en la sala inmensa.

Madagascar fue impopular, imagino que a causa de su lenguaje decididamente poético. El cine cubano inmediato, salvo algunas cintas solitarias, no nos había preparado para un discurso simbólico de tanta densidad.

¿Cómo percibí la frustración de Madagascar a mis doce años? Con mucho desconcierto. El estado espiritual descrito por Fernando Pérez era tan cercano que las sutilezas sugeridas por cada imagen podían permanecer indescifradas.

Hoy he vuelto a aquel mundo finisecular. Madagascar, azarosamente, fue la película que mostró un profesor amigo a sus alumnos como obra representativa del cine cubano de los 90. Entré de polizonte a la exhibición. Madagascar, ¿estuve lejos?

Laura, una profesora universitaria, narradora y personaje, no sabe cómo se le escapa Laura, la hija, hacia una dimensión utópica, hacia un sitio amable, antagónico de la Isla lironda que le ha correspondido. Otra ínsula, Madagascar, aparece en el mapa, pero también es un sitio que no existe.

¿Cómo llegamos hasta aquí? En la biblioteca dónde se reúne la profesora con sus colegas, más bien un almacén, los libros, todos los manuales, atados en bultos amarillos, son letra muerta. Las sucesivas casas donde pretenden establecerse las tres mujeres de la familia –abuela, madre e hija- son hogares vacíos. La comunión que tienen cuando Laura intenta demostrarle a Laurita cuánto se parecen, qué pasión sienten las dos por los ratones blancos, se ha quemado con la cena, suponemos que el único pollo, y con él, la última oportunidad de conciliación.

En esas perpetuas mudanzas, también van mudándose los credos y las voluntades, en pos de la utopía inalcanzable; la madre es el juez inamovible del caos. Laurita lo mismo lleva luto por Casal y llora ante “Los niños” de Fidelio Ponce, que canta himnos en un templo protestante. El clima, hostil como la ciudad, moja a Laura cada vez que vuelve a casa, por el mismo camino. No he visto Habana más amarga que ésta, y el calificativo sirve para otras películas de Fernando Pérez.

Como no aspiro a crítico, y siento lo mismo que Rilke por la intención crítica, hasta aquí prolongo el juicio. Sólo quería decir que me puso triste, que me devolvió aquella tristeza inveterada de las utopías muertas y que las bicicletas verdes siguen transitando…
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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Estavudina, la proscrita

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Prácticamente se proscribe la estavudina. Lo supe ayer, primero por Reuters, luego por Prensa Latina. De no ser un personaje oficinesco –a lo Pessoa- jamás lo hubiera sabido. Estavudina, según la OMS, deshace los músculos como se desintegra la piedra bajo una ácida nevada. Con el tiempo, además, pone a temblar las manos, les inserta alfilerazos y enrarece el tacto. Estavudina, la cápsula rosada y verde que he tomados dos veces al día durante los últimos cuatro años, es un veneno de colores inconvenientes. Si consigo ver al médico la semana próxima, sé que no me permitirá mudarla ahora mismo, porque estavudina es una barata panacea del tercer mundo, un veneno bienhechor que también salva.

Deliciosa paradoja: ¿qué palabra hay para nombrar lo que cura y envenena? Mentira de los evangelios que la misma fuente no haga manar antagónicas aguas. De la misma mano hemos recibido la dádiva y el tajo. No hablo de obsequios deliberados. Pienso también en “la estrella que ilumina y mata”.

Con respecto a estavudina, la proscrita, nadie desconfíe de su reto. Cuento con las neuronas que siguen alumbrando, con las piernas cada vez más angulosas, las manos para el rezo y para el golpe.

Conviene a veces digerir venenos.

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martes, 3 de noviembre de 2009

EL gran interregno.

He decidido escribir sobre el último interregno de este blog. Algunos han supuesto un silencio voluntario; la lejanía insular, razón que vislumbraron otros, también justificó la ausencia. Se sabe que en esta urdimbre de mundo, la Isla puede, de repente, cortar los hilos y mantener la proa hacia el Levante. Me consideraron extraviado y algunas veces recibí mensajes de los amigos. En atención a ellos, aunque ninguno haya solicitado razones, he decidido explicar los motivos de la Gran Pausa, lo que he llamado el interregno, como si ahora yo fuese un rey devuelto a su dominio legítimo.

Recientemente Animal de Fondo comentaba con lucidez a Yolanda Molina el dilema de tantos blogs cubanos escritos por encargo. Animal tiene razón, y no creo que ninguno de los propietarios de esas bitácoras miméticas lo desconozca. Sin la pasión de darse por convicción, la impersonalidad de lo consignado aleja en lugar acercar.

Este Nictálope apareció hará dos años. Yo quería un sitio para asentar mi propio canon, un pretexto para compartir mis descubrimientos. Pronto la noche y Cuba fueron urdiendo una sola hebra. Entonces el espacio suscitó sus propios asuntos. Apareció la cofradía. El soliloquio del principio, rebasado por la vocación natural de asociarnos, ha alcanzado una dimensión coral. Nunca he dicho cuánto lo agradezco.

Desde la génesis de esta cosmovisión, discreto nacimiento sin estridencias, la idea de una noche propia, sin filiaciones expresas, tuvo enemistades, con el tiempo no tan tácitas como solían presentarse. En ocasiones nadie reparaba en el errático tránsito de uno aficionado a lo invisible que se decía capaz de escrutar la noche al trasluz de su propia mirada. Hermetismo, decían con otro lenguaje; ininteligible voz. Pasé por inofensivo, rebelde sin más argumento que la voluntad de reencontrame conmigo en alguna isla de adentro. Sobreviví a las revisiones sucesivas, al sopesamiento de las imágenes y el contenido. Intenté argüir alguna vez que las ruinas, tantas veces retratadas, son una categoría filosófica.

En los últimos meses arreció la tradicional dificultad. Fui siempre un intruso en Internet. Rebasar las fronteras del dogma, siquiera virtualmente, acaba por desgastar. Fue entonces que decidí cerrar, subastar, irme a otro lado. A casa. Luego vacilé, pude volver y soporté lo insostenible de la estancia.

Recién regreso legitimado por un oficio kafkiano en el que no tengo fe. Trabajo algunas horas repasando cables de prensa y asisto al caos de todo como un espectador indolente. El resto de la jornada puedo rastrear papeles viejos sobre la Ciudad, trazos desvaídos que el tiempo sacraliza.

Sólo el entrañable acto de regresar me justifica.

Pensé titular esta entrada, irónicamente, “Un cuento alegre”, como Rubén Darío cuando relata el drama de un poeta, juguete de la corte, al final malogrado y muerto. Por Libélula desistí. Porque pidió un cuento para aliviarse las sienes y no puedo darle una roca en lugar de pan sin faltar a la devoción que me ha profesado.

Sagua la Grande, 3 de noviembre de 2009.

lunes, 26 de octubre de 2009

Yo, Capablanca. ¿Ajedrez o yaquis?

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Yo fui un pequeño Capablanca. Lo mismo que el genio aparece retratado delante de un tablero antes de cumplir los cinco años, también me hicieron la foto correspondiente con mi padre, la mano sobre un alfil, intención de jaque, la mente fragmentada en el misterio de las casillas maniqueas.

-Capablanca siempre jugaba con las blancas.

Mi hermano y yo nos disputábamos el color de nuestros reyes. A veces aceptábamos someternos al sorteo de los peones en puños cerrados que regía el padre salomónico.

“Hay que ir a la ofensiva, ocupar el centro, dominar.” En el empeño de hacernos grandes maestros, como las hermanas Polgar, mi padre agotó su don pedagógico. Creo que entonces fue cuando empezó a decepcionarse de nosotros, cuando supo, pese los enroques de su carácter, que no seríamos nada de lo que había trazado.

En mi genealogía, el ajedrez es el centro de extrañas confluencias: mi madre, experta de los escaques, se casó en 1982 con el recio profesor para engendrar meditabundos ocupantes de tres tableros. Yo, Capablanca. Mi hermano, que decía conocer la Defensa Siciliana, cuyas combinaciones no caben en dos tomos. Mi hermana, la benjamina, Niña Invicta.

En todas las ramas, la familia urdió uniones de índole ajedrecística y un imaginario que puede traducirse en notaciones algebraicas.

Ajedrez son palitos –decía mi abuela hace medio siglo.

Ajedrez es arte –proclamaba el judío Lasker.

Ajedrez eres tú, hubiera dicho el buen Bécquer de haberme conocido en los pañales de la princesa Aurora, el día que las hadas fueron a imponer dones, y se oyó la maldición de los alfiles, sacerdotes perversos, sobre las batallas que me sobrevendrían contra el Rey.

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viernes, 23 de octubre de 2009

La carta modernista

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Fantasía de primavera, Juana Borrero, 1895

Entregaron la carta en la mañana del miércoles veintiuno de octubre. El viaje tardó un trimestre, como antaño iban despacio las naves que cruzaban el Atlántico. Apareció el día que recordamos cómo fue sepultado por su propia risa Julián del Casal. Ya no se usan los manuscritos. Se sabe que murieron con el último siglo. ¿Cómo leer entonces una carta que además fue escrita sobre un papel amarillo y grueso, con una marca de agua que obliga a mirar a contraluz y una caligrafía leve, irregular, escrita en un temblor vespertino?

He recibido una carta modernista. Late ahí un amor antiguo, finisecular. La carta huele raro. ¿Qué amante prescinde, todavía hoy, de la costumbre de descifrar el olor de las cartas?

Y hay más, está el libro de Emiliano González, lo que viene a confirmar lo extemporáneo del hilo rojo que, a falta de lacre, cruza el sobre por la solapa con el fin de salvarlo de la profanación. Emiliano, neomodernista confluyente, enumera la pasión de Eleonora –su alter ego, supongo- por las ediciones raras de aquellos frágiles estetas del orientalismo y los oropeles verbales. Emiliano tiene el tino de mencionar a la vuelta de la primera página a Juana Borrero, célebre autora de cartas pintadas e ininteligibles en tinta roja de su sangre.

Noche, tres veces he leído “La habitación secreta”: la primera, por explorarle la novedad; la segunda para repasar cada brillo; la tercera, a causa del vicio de fumador de haschís que vengo padeciendo “cuando la noche sale del baño”…

Yo también guardo mis reliquias y tengo mis rarezas. Mi Omar Khayyam en pastas duras y arabescos islámicos; la única edición - Tipografía de Los Niños Huérfanos, 1893- de la traducción de una novela de George Sand que pergeñó la misteriosa Sol Doré. Ya sabes, Noche, cuánto me gustan las cubiertas art nouveau, las novelas exóticas de Pierre Loti, las sombras cayendo sobre los jardines de mármol. Y sabes que, aún ausente y olvidado en el sueño, aguardo el día de las epifanías, el momento de mirarte y sonreír porque finalmente hemos llegado…