sábado, 5 de diciembre de 2009

Madagascar, ¿estuve lejos?

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Gente que transita: una marea de bicicletas atraviesa el túnel, trenes de incierto itinerario, camiones de mudanza hacia la paz de otro sitio. Gente que escapa. Van a Madagascar.

Fui a ver la película con mis padres poco tiempo después de su estreno, acaso por 1995. Íbamos sugestionados por el título, que creímos apuntaba a peripecias de piratas en el océano Índico. El cine estaba vacío; había tres personas en la sala inmensa.

Madagascar fue impopular, imagino que a causa de su lenguaje decididamente poético. El cine cubano inmediato, salvo algunas cintas solitarias, no nos había preparado para un discurso simbólico de tanta densidad.

¿Cómo percibí la frustración de Madagascar a mis doce años? Con mucho desconcierto. El estado espiritual descrito por Fernando Pérez era tan cercano que las sutilezas sugeridas por cada imagen podían permanecer indescifradas.

Hoy he vuelto a aquel mundo finisecular. Madagascar, azarosamente, fue la película que mostró un profesor amigo a sus alumnos como obra representativa del cine cubano de los 90. Entré de polizonte a la exhibición. Madagascar, ¿estuve lejos?

Laura, una profesora universitaria, narradora y personaje, no sabe cómo se le escapa Laura, la hija, hacia una dimensión utópica, hacia un sitio amable, antagónico de la Isla lironda que le ha correspondido. Otra ínsula, Madagascar, aparece en el mapa, pero también es un sitio que no existe.

¿Cómo llegamos hasta aquí? En la biblioteca dónde se reúne la profesora con sus colegas, más bien un almacén, los libros, todos los manuales, atados en bultos amarillos, son letra muerta. Las sucesivas casas donde pretenden establecerse las tres mujeres de la familia –abuela, madre e hija- son hogares vacíos. La comunión que tienen cuando Laura intenta demostrarle a Laurita cuánto se parecen, qué pasión sienten las dos por los ratones blancos, se ha quemado con la cena, suponemos que el único pollo, y con él, la última oportunidad de conciliación.

En esas perpetuas mudanzas, también van mudándose los credos y las voluntades, en pos de la utopía inalcanzable; la madre es el juez inamovible del caos. Laurita lo mismo lleva luto por Casal y llora ante “Los niños” de Fidelio Ponce, que canta himnos en un templo protestante. El clima, hostil como la ciudad, moja a Laura cada vez que vuelve a casa, por el mismo camino. No he visto Habana más amarga que ésta, y el calificativo sirve para otras películas de Fernando Pérez.

Como no aspiro a crítico, y siento lo mismo que Rilke por la intención crítica, hasta aquí prolongo el juicio. Sólo quería decir que me puso triste, que me devolvió aquella tristeza inveterada de las utopías muertas y que las bicicletas verdes siguen transitando…
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6 comentarios:

◊ dissident ◊ dijo...

¿Quién no tiene utopías muertas?

Anónimo dijo...

Me pasa lo mismo, (las tristezas) con el cine mudo. Ya lo dijo Fina:
"No es que no tenga sonido, es que tiene el silencio"
Invoquemos al ángel de la Jiribilla hoy.

Anónimo dijo...

hey,me alegra que retomes el blog..cuentame si te ha llegado mi regalo

Maykel dijo...

Noche, ya he comprobado que esa dirección no sirve. Ni envía ni recibe.

Empaqueta el regalo esta vez para maykelgvivero@gmail.com

...

Gracias a todos por pasar.

Yoandy Cabrera dijo...

Madagascar tiene una escena que delata ya determinada tendencia a la cursilería que será vertida a chorros luego en Madrigal. Madagascar es una buena película, como considero también lo es La vida es silbar, pero en ambas hay determinados momentos en que el tono y los textos pretenden una profundidad tan grande que llegan a ser superfluos, rozan lo naif. Los parlamentos de la toma en que Laurita le dice a la madre desde el arroyo que ella mueve las manos y ella toca a los peces o los peces la tocan a ella, están dichos con un grado de afectación y de impostación que más que falso suena alambicado en exceso y ridículo. Sin embargo, yo me quedo con las escenas más silenciosas, con los símbolos sugeridos, con la mujer callada que camina bajo la lluvia mientras pasa el tren, o con aquel instante inolvidable en que Laura (la madre) se busca con una lupa en una imagen de un desfile multitudinario publicada en la prensa y se pregunta: ¡Dios mío! ¿Dónde estoy yo?

Maykel dijo...

Otro momento ampuloso que recuerdo acaece en el monumento grandilocuente de la calle G, cuando se escucha un aria de ópera y Laurita llora bajo la lluvia. Y tienes razón en cuanto a la caricia de los peces, pero se lo perdono a Fernando Pérez. Lo hago porque es el único que se ha propuesto hacer cine en Cuba como si estuviera haciendo legítima poesía. Entre películas banales sobre la isla festiva y tropicaloide, agradezco que Fernando asuma las amarguras sin decaer en el choteo cubano que deploraron tantos.

No he visto Madrigal, así que no puedo corroborar la analogía que citas. La Habana de la "Suite...", que sí conozco, se parece bastante a la de Madasgacar, lo que sugiere que Fernando Pérez va obsedido por los mismos temas y regresa a ellos cada vez.

Los momentos que mencionas, claro, son los trascendentes: Laura en medio de una multitud rala, la estancia de los profesores que semeja un almacén, las bicicletas y los trenes que transitan a ninguna parte, la muchedumbre donde nos anulamos y sólo aflora el nonsense...

Gracias por el comentario, Yoandy.
Un abrazo para ti desde la ínsula infinita.