Esta noche he vuelto a verlos. Ocupan el mismo banco, de frente a los muertos. Siempre experimento la noción del parque con el mismo estupor: hay una tumba al centro, una cripta con puertas de hierro y montones de nombres, honores, grados y comillas. Ha muerto mucha más gente desde que se concibió este homenaje y no hay suficientes parques para abonar con los despojos de cada héroe. También tenemos demasiados héroes. El parque ha perdido su nombre. Lo llaman “el Mausoleo”. Me gustaría creer que es el imperio de la Muerte dejándonos su marca en el centro de la ciudad, su ángel de vacías cuencas; pero no decaeré otra vez en la afición de referir lo ideal: mausoleo es aquí moneda de curso corriente. Al parque vienen los amantes, vienen los druidas a dejar sus impurezas al pie de las ceibas y las palmas. Por todos lados hay monedas, huevos cascados, velas apagadas por un golpe de tedio. La cafetería de la esquina también tiene nombre de tumba. Nadie menciona el nombre de la Muerte. Todos sonríen a la naturaleza apacible del parque, se tienden en los bancos a esperar la noche, no saben dónde se cuece el misterio. Yo también vengo. Es inevitable. Por aquí pasa el camino para volver a mi casa. Las calles son demasiado rectas, un universo ortogonal es el inmenso calabozo de la ciudad. Pero hoy he vuelto a verlos, el viejo y el chico juntos, sentados a los pies del ángel. Tengo que saber con qué fin vuelven a cruzarse nuestras miradas precisamente ahora, cuando el ángel del ala trunca, erguido sobre la cripta, me bendice, y pienso en otra noche, más lejana y extraña.
Al viejo lo conozco. Coincidimos hace mucho en alguna parte. Pertenece a esa clase de gente obligada a una taimada medianía. Lo creo capaz de cualquier pacto, así sea oneroso. Aunque reticente, el viejo canjearía lo más virtuoso que tiene por la dádiva de creerse aceptado, por un sitio amable para urdir sus pequeños placeres de hilandera sin rueca. Pertenece a esa clase torpe, sin refinamiento, que acaba maniatándose con su propio hilo. Encima, lo creo desprovisto de audacia, mucho menos ahora que ya está demasiado viejo. Pero no descarto que hay placeres innombrados e imperiosos. Por alguna razón de esa índole será que atraviesa la mitad de la ciudad para venir cada noche a este parque. El muchacho es muy bello. El viejo se ha convertido en su preceptor, casi puedo asegurarlo; todavía no he podido sorprender un ademán definitivo. Sí me consta que es el viejo quien gesticula, el que escudriña mi paso; el chico es tímido: baja la mirada y escucha. ¿De dónde conozco al chico?
Hay un sitio sórdido, el Hotel T… Las habitaciones del centro están ahumadas por la chimenea que asciende tras las ventanas. La escalera, con peldaños y pasamanos de mármol, está demasiado empinada, casi vertical, como para favorecer el despeñamiento de alguien. Se dice que ahí durmió Sarah Bernhardt, la divina, en 1918. El carpetero del Hotel T… es famoso por su mitomanía, y por su fealdad. Cuando miente, rezuma odio. Es retador y cobarde.
¿De dónde conozco al chico?
Una noche lo vieron bajar la escalera, llorando. Nunca regresó; no se pudo reconstruir nada de lo acaecido arriba. Se supone que el carpetero sórdido lo deseaba. El muchacho es muy bello. Un espía de los míos me ha referido cómo, durante una fiesta callejera, el carpetero se esforzaba en obsequiar al chico con una sonrisa raída y comestibles baratos. Este informante bienintencionado acaba de hacerme recordar que el muchacho bello se llama Héctor. La inmunda, por supuesto, se llama Gorgona. En el Hotel T… se fraguan menudas intrigas, risibles traiciones. Sé que me odian en el Hotel T… y me enorgullezco de suscitar rencor en la jauría.
Esta noche, en el parque de los muertos, creo que el chico me ha reconocido. Hubiera querido llamarlo por su nombre, corroborar que recuerda aquella noche, cuando él penetraba en un país inhóspito y yo quise ser amable. Entonces imperaba la Gorgona; no pude salvarlo.
-Oye.
-…
Muchacho, ni el viejo me intimida, ni la serenidad del parque me reduce a rehén de los muertos. Si te dicen que ya muero, no hagas caso. Si oyes que contengo en mis venas un sorbo de muerte, escúpeles. Mis cuencas no están vacías. La costumbre para mí es el gesto desvaído de lo que fue una ceremonia.
El viejo y el chico
en medio de las palmas,
sentados por duplicación de afectos.
El rumor de las palabras participa
de la naturaleza vergonzante del miedo.
Los miro cada noche repetirse,
reproducir el mismo temblor a mi paso de bestia.
Soy un ángel malo.
Al viejo lo conozco. Coincidimos hace mucho en alguna parte. Pertenece a esa clase de gente obligada a una taimada medianía. Lo creo capaz de cualquier pacto, así sea oneroso. Aunque reticente, el viejo canjearía lo más virtuoso que tiene por la dádiva de creerse aceptado, por un sitio amable para urdir sus pequeños placeres de hilandera sin rueca. Pertenece a esa clase torpe, sin refinamiento, que acaba maniatándose con su propio hilo. Encima, lo creo desprovisto de audacia, mucho menos ahora que ya está demasiado viejo. Pero no descarto que hay placeres innombrados e imperiosos. Por alguna razón de esa índole será que atraviesa la mitad de la ciudad para venir cada noche a este parque. El muchacho es muy bello. El viejo se ha convertido en su preceptor, casi puedo asegurarlo; todavía no he podido sorprender un ademán definitivo. Sí me consta que es el viejo quien gesticula, el que escudriña mi paso; el chico es tímido: baja la mirada y escucha. ¿De dónde conozco al chico?
Hay un sitio sórdido, el Hotel T… Las habitaciones del centro están ahumadas por la chimenea que asciende tras las ventanas. La escalera, con peldaños y pasamanos de mármol, está demasiado empinada, casi vertical, como para favorecer el despeñamiento de alguien. Se dice que ahí durmió Sarah Bernhardt, la divina, en 1918. El carpetero del Hotel T… es famoso por su mitomanía, y por su fealdad. Cuando miente, rezuma odio. Es retador y cobarde.
¿De dónde conozco al chico?
Una noche lo vieron bajar la escalera, llorando. Nunca regresó; no se pudo reconstruir nada de lo acaecido arriba. Se supone que el carpetero sórdido lo deseaba. El muchacho es muy bello. Un espía de los míos me ha referido cómo, durante una fiesta callejera, el carpetero se esforzaba en obsequiar al chico con una sonrisa raída y comestibles baratos. Este informante bienintencionado acaba de hacerme recordar que el muchacho bello se llama Héctor. La inmunda, por supuesto, se llama Gorgona. En el Hotel T… se fraguan menudas intrigas, risibles traiciones. Sé que me odian en el Hotel T… y me enorgullezco de suscitar rencor en la jauría.
Esta noche, en el parque de los muertos, creo que el chico me ha reconocido. Hubiera querido llamarlo por su nombre, corroborar que recuerda aquella noche, cuando él penetraba en un país inhóspito y yo quise ser amable. Entonces imperaba la Gorgona; no pude salvarlo.
-Oye.
-…
Muchacho, ni el viejo me intimida, ni la serenidad del parque me reduce a rehén de los muertos. Si te dicen que ya muero, no hagas caso. Si oyes que contengo en mis venas un sorbo de muerte, escúpeles. Mis cuencas no están vacías. La costumbre para mí es el gesto desvaído de lo que fue una ceremonia.
El viejo y el chico
en medio de las palmas,
sentados por duplicación de afectos.
El rumor de las palabras participa
de la naturaleza vergonzante del miedo.
Los miro cada noche repetirse,
reproducir el mismo temblor a mi paso de bestia.
Soy un ángel malo.
-
-