La luz encandilaba, el público gruñía encadenado a las butacas, pero Romeo era un gallito. No retrocedía. Tenía cinco años y ya había hecho carrera en el teatro. Pronto aprendió que una muerte resuelta y bien articulada hace las delicias de los espectadores simples. La única resurrección ocurre en la escena y puede ser gloriosa si se sabe morir.
Cuando Romeo cantaba el aria de la calumnia de Rossini parecía increpar a cierto enemigo despreciable. La gente se reía de la figura que hacía vestido con sotana y sombrero de teja. Él no entendía que pudieran reír ante palabras tan graves.
En Nueva York se criticó a Mademoiselle Aimée por incluir al pequeño Romeo en los entreactos de sus operetas: ¡no es circo, señorita! La Habana, condescendiente, le obsequió un reloj de oro y un juego de botones de perlas. En México se le compadeció por su trabajo de fantoche. Parecía un títere operático cuando repartía bendiciones en la sotana de don Basilio. Las damas se apiadaron. A todas pareció cruel que un niño tuviese que servir de diversión a los ociosos que frecuentan los teatros para ganarse la vida y mantener a su familia. Los padres de Romeo advirtieron esta compasión y le hicieron actuar en beneficio de los niños pobres, con el pretexto de conseguir que leyesen gratis un periódico para párvulos. El público no les favoreció.
Al llegar a Sagua los Dionesi habían vendido sus perlas habaneras. El signore solo conservaba su violín tramposo. La signora arrastraba un baulito con los trajes operísticos de Romeo. Antes de la función concertaron los versos de siempre. Donde antes dijo granadinas, limeñas, cariocas y porteñas, el gallito insertaría otro apelativo:
Dice el mundo, sagüeras,
que á los hombres volvéis locos;
niño soy y ya me gustan
las niñas de vuestros ojos.
Para cantaros ¡oh bellas!
mis años son poca cosa,
mas si llego á veinticinco
ya les cantaré otras coplas.
Aquella noche todos acudieron al teatro para averiguar si de veras cantaba óperas el niño que había desembarcado con sus padres, un par de bohemios italianos. El signore Pietro Dionesi aburría con su violín mediocre al principio del concierto. Florentina Morini, su mujer, pellizcaba las cuerdas de una guitarra robusta. Romeo, con traje de aldeano, cantó luego la famosa romanza de Martha, de von Flotow. Los concurrentes advirtieron que se trataba de un gallito.
Al principio de uno de aquellos desvaídos espectáculos se presentó un adolescente ante el matrimonio Dionesi. Se confesó flautista, como si revelara un pecado; era tímido. Vino empujado por su maestro, un severo catalán. Una vez, de niño, había ejecutado en público unas variaciones sobre una pieza de Donizetti. Pietro reparó en su juventud y apenas sin interrogarlo le hizo salir a la escena. Su interpretación fue portentosa. A Romeo lo recibían con risas, era una atracción menor, propia de auditorios pueblerinos, pero este joven parecía capaz de conmocionar a los diletantes más exquisitos de Europa. El signore calculó. He aquí un diamante malogrado. A la salida del teatro se hizo conducir a la casa del joven y adoptó una estudiada bonhomía, un candor de desinteresado bienhechor. Ofreció costearle estudios en Europa. Aseguró que se portaría como un padre y ante aquella gente de maneras sencillas enfatizó que semejante talento no debería malograrse. Pietro los subestimó. El progenitor del genio desconfió de la cortesía del italiano. También era músico y jamás expuso a su vástago –niño prodigio en su hora- al cruel examen de los públicos. Ninguna maña lo persuadió. Ramón Solís fue enviado al Real Conservatorio de Madrid gracias a los donativos de sus parientes y admiradores y se convirtió en uno de los flautistas más celebrados del mundo. Fue una presa arrancada a los insaciables Dionesi, que se marcharon a mostrar a Romeo ante los ingenuos de otras comarcas. El encanto del niño se agotaba; lo efímero de su éxito obligaba a trashumar.
Antonino Fabre, el gran pedagogo sagüero, creyó que Romeo Dionesi creció hasta convertirse en “uno de los primeros divos de Italia”. El antiguo prodigio jamás alcanzó tal notoriedad. Su voz se estropeó, como sucede con tanto genio precoz. De regreso a su patria se inscribió en el conservatorio de Nápoles y allí le instruyeron como compositor. Gustaba de urdir partituras de complejidad matemática: fugas y contrapuntos, que no emocionaban. También compuso una opereta de capa y espada titulada D’Artagnan. Era la reminiscencia de su niñez malograda.
Algunos años después se le vio por la antigua ruta de sus padres, acompañando a su hermana, la virtuosa violinista Giulietta Dionesi. La niña tenía diez años y se le destinó el mismo oficio de prodigio diminuto. Entonces se decía que Romeo, mentor de la pequeña, era un compositor promisorio. Casi nadie recordaba al infante que cantaba arias de ópera y esgrimía una espada de atrezzo. Los padres vivían en Livorno, desde allí gobernaban la voluntad de sus vástagos y les hacían fatigarse para pagar el alquiler de una villa frente al mar de Liguria.
Un periódico francés se refería, en las postrimerías del siglo, al intento de suicidio de un músico que se apellidaba Dionesi en un pueblo intrincado de Brasil, cerca de la frontera uruguaya. Si era Romeo y sobrevivió, no hay más noticias. No se ha confirmado que repitiese la tentativa. Acaso ahí acabó su carrera de gallito amargo que articuló con resolución las últimas palabras, para que enmudeciera la muchedumbre de simples que esa noche no acudió a presenciar su resurrección.
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Viñetas: Las cruzadas, Gustavo Doré.
5 comentarios:
Haces bien, qué bueno que vas pensando en tu libro, que lo vas armando poco a poco... Esta crónica es buena, sabes referir lo que has investigado, lo que queda... y a la vez recreas deliciosamente lo que se ha perdido para siempre.
Maykel, estas historias de niños prodigios tantas veces tienen finales amargos, en ocasiones verdaderamente trágicos. El niño obligado a extremar sus esfuerzos, a sacarle todo el jugo a su talento, a someterse a experiencias que son arduas incluso para los mayores.
Me gustó la forma en que presentaste a Solís, que sí alcanzó, en buena medida por la prudencia de sus mentores, la esquiva gloria...
Dale, sigue contando estas historias. Un abrazo bien fuerte.
Hola Maykel. Eu sou brasileiro e espero que entenda meu comentário.
Eu estou procurando informações sobre meus ancestrais e encontrei seu blog. A Giulietta Dionesi foi minha "tatarabuela". Meu tio descobriu ontem que a Florentina Morini era francesa, até então nossa familia não tinha essa informação. Estou emocionado com tanta informação que você escreveu aqui sobre eles, eu não sabia de muita coisa, principalmente sobre o Romeo, onde você as conseguiu?
Um abraço!
Gustavo
Gustavo, sabía que los Dionesi se establecieron en Brasil. La última información de Romeo lo sitúa en una localidad brasileña.
Escríbeme, para confrontar informes:
maykelgvivero@gmail.com
Hola Maykel...Me pregunto quién escribió este artículo, que habla muy desfavorablemente sobre Pietro Dionesi e incluso de mi tío bisabuelo, Romeo. De Habana mismo hay artículos mucho más positivos sobre el "niño maravilla" Romeo Dionesi, por ejemplo, aqui: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.1018379718184191.1073741956.259901087365395&type=3 Me disculpe por mi "portuñol". Soy la bisnieta de Giulietta Dionesi Grossoni, que tuve una hija a quién llamó Florentina, al igual que su madre. Florentina Dionesi es mi abuela y tuvo tres hijos: Carlos, Renato y Maria Lygia, mi madre. Mi tío Renato, que también era mi padrino, estuve en el Nordeste de Brasil en busca de informaciones sobre su tío, Romeo Dionesi. Llegué a traducir algunas cartas que él escribió a mi bisabuela, Giulietta. Si no me equivoco, murió solito en Recife. Giulietta tuvo cinco hijos (Florentina, mi abuela, Nelson, Maria Luiza, Iracema y su hijo menor, a quien llamó Romeo).
Maria Lúcia, el autor soy yo. Claro, debo decirle que construí esa crónica a partir de especulaciones. Sabía poco sobre los Dionesi, muy poco. Y debí revolver bastante la prensa del siglo XIX para conseguir algunas notas sueltas. Con ese material incompleto, disperso, construí el relato. Quise relacionarlo, siquiera tangencialmente, con fenómenos contemporáneos: el auge del reality show, la ética de ciertos espectáculos infantiles... Pero insisto, buena parte es ficción. La caracterización de la familia Dionesi es ficción. Los periódicos no decían tanto y tuve que completarlo. Ya había intentado soluciones parecidas en otros textos sobre espectáculos del siglo XIX. Me encantaría que usted compartiera conmigo sus evidencias, la tradición oral familiar, que contradice ciertos atrevimientos de este relato. Escríbame. Hablemos. Abrazos, Maykel.
Mi correo: maykelgvivero@gmail.com
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