Cuando comenzó la campaña mi papá no pudo irse a alfabetizar. Su madre no se lo permitió. Las lomas quedaban lejos y estaban asoladas por los bandidos; él era apenas un niño. Hubo un primo que sí consiguió el permiso. Mi papá lo imaginaba en algún bohío remoto, corrigiendo los trazos de un guajiro y enderezando las líneas torcidas de la historia de la nación. Las palabras parecían más sagradas que nunca, el acto de aprender a trazarlas obsedía a los cubanos. Querían reescribirlo todo.
La Campaña de Alfabetización es el episodio de la épica revolucionaria que me conmociona más. Quizás me abate la evidencia de casi un millón de analfabetos porque he estado muy apegado a los libros. Una de las peores miserias que puedo conjeturar es la del hombre incapaz de consignar su propio nombre.
Mi padre tenía trece años y había leído pocos libros; los remanentes de la Cuba pretérita seguían gobernando a gente como mis abuelos, que apenas habían estudiado hasta el tercer grado de la primaria. Mi papá, sin embargo, perseveró. Una de sus tías intercedió ante unas maestras de la familia. Es tarde para inscribirlo, dijeron, pero algo puede hacerse todavía. Le entregaron entonces el manual y la cartilla con la encomienda de alfabetizar en un barrio de la ciudad. No era como la aventura del primo, pero él supo que las sagradas palabras ejercen su ministerio con la misma dignidad en cualquier sitio.
Mi papá alfabetizó en Pueblo Nuevo. Iba todos los días hasta los límites del barrio con sus cartillas bajo el brazo. Algunos alumnos se arrepintieron de la empresa, ¡los trazos eran arduos! Sólo uno pudo alfabetizarse a término.
Cuando mis hermanos y yo supimos que nuestro padre fue un alfabetizador quisimos saber cuántos se beneficiaron de su trabajo. Enterarnos de que había conseguido enseñar las primeras letras a un solo hombre -lo confieso- nos decepcionó. Estábamos demasiado influidos por las imágenes épicas de la campaña, deseábamos una estampa más gloriosa, acaso una familia completa de guajiros curtidos. Mi papá no podía mostrarnos más saldo que un alfabetizado.
Hace algunos años Cuba instituyó un reconocimiento para el esfuerzo de aquellos jóvenes. Jamás inscrito, sin expediente oficial, maestro tardío y parco de un solo hombre, mi padre tardó en solicitar la medalla. Pruébenos que usted alfabetizó, le pidieron cuando hizo la solicitud. Apórtenos al menos el manual que usó, cualquier testimonio sirve, insistieron. Pero mi papá no conservaba los manuales. Después de pensar un poco halló el gran recurso inapelable: recorrió el viejo camino hasta Pueblo Nuevo y trajo a su alfabetizado, al único. El antiguo analfabeto confirmó que mi padre es el adolescente que lo enseñó a escribir y a leer en 1961. Así obtuvo la medalla, que es la retribución menor.
El único alfabetizado, que ha escrito y leído durante los últimos cincuenta años, debió bastarnos; hoy nos basta.
6 comentarios:
Son las pequeñas cosas, las que en sumatoria hacen las inmensas.
Abrazos...
Mi padre alfabetizó, allá por 1965, a una pareja de guajiros que vivían en medio del monte, cerca de una oficina olvidada donde comenzó a trabajar. Lo hizo porque el viejo, que todavía trabajaba, firmaba las nóminas con una cruz. Cuando la campaña, al parecer, nadie había reparado en ellos. O quizás ellos no se hubieran interesado. El caso es que mi papá, para entretenerse un poco por la noches, comenzó a enseñarlos a poner su nombre. Y se embulló tanto, que decidió ir hasta el final. En tres meses aprendieron a leer y a escribir.
Leyendo tu post, he pensado en la grandeza del que enseña a leer, el que abre un ámbito tan magnífico que ahora mismo se me antoja inefable.
Tu padre hizo bien; tu padre fue —otro— héroe de una gesta grande, probablemente la mayor de la Revolución triunfante. Y claro que basta un solo alfabetizado, un solo hombre. Tu padre, con toda seguridad, le cambió la vida.
Mi madre enseñó a leer y escribir a tres niños entre 7 y 13 años, cuenta que todos los días la mama de esos muchachos los traía hasta el aulita improvisada y miraba con recelo lo que hacía la maestra, nunca se atrevió a pasar y nunca cruzo una palabra con mi madre.
Mi papa no alfabetizó a nadie, andaba movilizado en el Escambray, pero nunca habló de eso, ni de Girón donde también estuvo. Se murió mi padre y nunca supe si fue un héroe.
Feliz Navidad.
Me parece que dice mucho de tu papá, Maykel, que renunciara a inventarse otros alfabetizados. Dijo uno, porque fue eso lo que ocurrió. Y en un ambiente en el que la mentira "piadosa" no solo no está mal vista sino que se propicia, generalmente, eso significa bastante.
Ser rebelde para no mentir. Hacer el mismo esfuerzo por uno que por muchos. Hace mucho tiempo que intuyo que tu papá tiene muchas cosas que enseñarnos y solamente unas pocas que aprender. Tal vez lo comprenda un poco porque yo también soy terco, como él.
Sueño con el día en que hablemos los tres y nos pongamos de acuerdo. Tal vez porque pienso que, sumados, seríamos más fuertes. Y tal vez, más felices.
Y en definitiva, quien te educó capaz para la amistad, ese don tan difícil de alcanzar, merece, sin duda, respeto y agradecimiento.
¡Dale un abrazo de mi parte, aunque no sé si pondrá buena cara!
Hola, mi nombre es Rachel Domínguez y estoy en quinto año de Periodismo... en medio de la tesis. Y ese es precisamente el motivo por el que intento contactarte. La tesis es sobre blogs cubanos, y de todos los que encontré (más de 300), el suyo es uno de los que me interesaría incluir en la muestra.
Pero en la parte concerniente a los gestores de los blogs (a las personas), que es por donde ando en este momento, necesitaría un perfil profesiona/ocupacional que no es público en tu caso.
Te hablo de saber a qué te dedicas, qué edad tienes, qué estudiaste y ese tipo de información... si estás de acuerdo. Te garantizo, del modo en que prefieras, total discreción con tus datos. De hecho te brindo cualquier garantía que necesites para colaborar con la investigación.
Estos son mis correos: rachel@lajiribilla.cu, rachel.drojas@gmail.com
Espero atentamente una respuesta,
saludos,
Rachel.
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