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lunes, 30 de marzo de 2009
miércoles, 25 de marzo de 2009
Un jardín para Oscar
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Oscar no ama este nombre, como si intuyera que cada uno tiene, por algún lado, un nombre secreto, el nombre igual a la esencia que creían los nominalistas medievales, el nombre bautismal de los misterios iniciáticos: la seña que el enemigo no debe conocer, porque sería el ingrediente esencial para preparar un veneno que sí nos mata. Y ese nombre críptico que no se revela al nacimiento sino mucho después, debe cobrar materia desde lo oscuro, debe germinar desde un raro jardín nocturno, o mejor, vespertino, para que la noche vaya imponiendo otros sentidos a quien se vuelve al principio, al jardín prístino de los nombres callados de las cosas.
He de decir, antes de abrir las verjas, cuántos Oscares célebres ha habido: Matzerath, el enano por voluntad de quedar donde los demás son efímeros; Wilde, el dandy redimido por el dolor; Oscar I, muchacho francés que recibió un nombre nórdico como por capricho, sin confiar en el fatuo azar que le garantizaría los tronos de Suecia y Noruega. Matzerath hubiera preferido llamarse Rasputín. Wilde amó, delirante, el nombre de Alfred. A causa de Oscar I hubo una Oscara, que no nació princesa de Suecia y Noruega porque fue bastarda y sólo le legaron aquel nombre. Un nombre raro que ha otorgado reinos y ha hecho añicos de vitrales de iglesia; el nombre tantas veces renegado que hoy me sugiere un jardín circular, redondo como la O e infinito como una cinta de Moebius. Un jardín para Oscar; el jardín para celebrar lo que tanto nos aterra: las preguntas verdes que maduran todavía en los parterres, el tránsito hacia alguna parte, hacia un paisaje diáfano.
He de decir, antes de abrir las verjas, cuántos Oscares célebres ha habido: Matzerath, el enano por voluntad de quedar donde los demás son efímeros; Wilde, el dandy redimido por el dolor; Oscar I, muchacho francés que recibió un nombre nórdico como por capricho, sin confiar en el fatuo azar que le garantizaría los tronos de Suecia y Noruega. Matzerath hubiera preferido llamarse Rasputín. Wilde amó, delirante, el nombre de Alfred. A causa de Oscar I hubo una Oscara, que no nació princesa de Suecia y Noruega porque fue bastarda y sólo le legaron aquel nombre. Un nombre raro que ha otorgado reinos y ha hecho añicos de vitrales de iglesia; el nombre tantas veces renegado que hoy me sugiere un jardín circular, redondo como la O e infinito como una cinta de Moebius. Un jardín para Oscar; el jardín para celebrar lo que tanto nos aterra: las preguntas verdes que maduran todavía en los parterres, el tránsito hacia alguna parte, hacia un paisaje diáfano.
Como soy un jardinero mental, y no me conquista la perspectiva geométrica de un André Le Nôtre, he concebido un jardín ecléctico según el algoritmo de los extraños jardines que he recorrido, estancias configuradas por el tiempo. Por momentos pienso que a estos jardines abandonados falta algo; parecieran cubiertos por huellas de dedos que no retornan. El jardín del conde de Casa Moré, por ejemplo: nadie sabe cuándo colocaron el busto sarcástico de Dionisio con la mirada oblicua hacia una tañedora desnuda; la fuente de gusto clásico no ha tenido surtidor en años, se creería un jardín muerto, pero aquí -alivio de Isla- siempre manan aguas del cielo. En un recodo hay una estatua del conde, a su tamaño natural: era de pequeña estatura; le han roto la mano donde llevaba el pliego de las cuentas, el dedo húmedo de contar el oro. En el centro de este jardín, de frente al patio donde subsiste un monograma grabado en el suelo, debe colocarse el palomar del jardín de Juan de Dios de Oña, empinado y ojival como una capilla; la fuente de aquel jardín, semejante a una roca nunca cincelada, para contrastar con la fuente de mármol: el jardinero exquisito en la vecindad del bon sauvage; en el fondo un seto de rosas amarillas y una torre pétrea que aparece en una foto de 1902, detrás de unos jardineros atónitos.
Así Oscar y yo recibiremos otra noche.
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sábado, 21 de marzo de 2009
El Undoso de Plácido. (Nueva indagación en el bicentenario del poeta)
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En 1844, el gobierno del general O’Donnell desarticuló lo que se anunciaba como la conspiración más grande organizada hasta el momento en Cuba: la conspiración de La Escalera. Más allá del suceso político de funesta connotación social, la represión de aquel año acabó de consagrar la leyenda romántica de Gabriel de la Concepción Valdés, el poeta Plácido, cuya biografía, mérito poético y rol de conspirador han sido discutidos con criterios enfrentados durante más de siglo y medio.
El 6 de abril de 1809, un niño “al parecer blanco”, según consta en su partida de bautismo, fue depositado a las puertas de la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana. La persona que lo puso a disposición de la caridad pública no podía suponer que el expósito se convertiría en una de las figuras más singulares de la literatura cubana. Así comienza la leyenda placidiana, y ya sabemos cómo concluye: con dos descargas de fusiles en Matanzas. Cuentan que la primera ráfaga lo rozó sin herirlo y bien erguido, en espera de la segunda, exclamó para consternación de la multitud: ¡fuego aquí! ¿Fue Plácido un conspirador? ¿Tuvo su obra legítimo mérito poético, o fue un simple versificador de ocasión como lo presentan sus detractores? ¿Cuándo vino a Sagua? ¿En verdad debemos a su cosecha el epíteto de “Undoso” adjudicado a nuestro río y, por extensión, a la tierra que baña?
A Plácido, por razones cronológicas y estilísticas, se le ubica en la primera generación de románticos cubanos, donde se inscribe también la obra de Heredia, Milanés y la Avellaneda entre las voces más altas de la promoción. Entre ellos, el poeta mulato ocupa un sitio esencial para el devenir de la lírica cubana. Plácido fue un genuino romántico, y si se habla de las desigualdades de su producción, bastante evidentes, deben atribuirse a las deficiencias de su formación y la necesidad de ganarse la vida escribiendo versos por encargo. Estas circunstancias han pesado sobre el juicio que los críticos de otro tiempo le endosaron al poeta, sin embargo, no hay antología de poesía cubana que prescinda de Plácido.
No he podido averiguar de quién procede la primera mención que atribuye a Plácido la designación del río Sagua la Grande como “Undoso” por antonomasia entre los ríos cubanos. El adjetivo, de origen latino, se refiere a la cualidad de moverse haciendo ondas. En el léxico poético del siglo diecinueve fue asaz común usarlo para aludir a corrientes de agua. En la poesía del mismo Plácido, pródiga en ríos, aparecen el “undoso Táyaba” y el “Agabama undoso”; pero, ¿cuántas veces se refiere el poeta al río Sagua la Grande y cuáles calificativos usa? En su poema “Un sueño”, dice Plácido: “Como el Sagua sonoro, que extasiando las almas, nace entre verdes palmas y se desliza sobre arenas de oro”; en otro de sus poemas celebrados por la crítica, precisamente el que nombra su poemario de 1841, “El veguero”, la amada es “pura como los arroyos que entran bullentes en Sagua” y en la compañía del poeta ha de figurar “como del fecundo Sagua en la sonante ribera brilla la flor de majagua.” Hasta aquí los calificativos más frecuentes para referirse a nuestro río, casi siempre de índole sonora. Es en la oda dedicada a la condesa de Merlín donde Placido usa un compuesto probablemente de su cosecha que remite a la condición ondulante emparentada con el adjetivo “undoso”. Dice el poeta: “El Sagua ondisonoro que del alto Escambray nace a las plantas mostrando en sus riberas, flores tantas como arrastra en su fondo arenas de oro.” Este “ondisonoro” placidiano, es un análogo semántico del adjetivo “undísono”, propio de la retórica poética de la época, y procedente del latín: “dicho de las aguas que causan ruido con el movimiento de las ondas”. Sobre la visita a la villa que contribuiría a bautizar por su condición fluvial, se sabe por el permiso de viaje expedido en Matanzas y refrendado luego en cada una de las poblaciones donde hizo estancia el viajero, que Plácido se presentó a las autoridades de Sagua el 4 de marzo de 1843. En la exposición elevada al gobernador de Matanzas al año siguiente con el fin de obtener clemencia se refirió a su “malhadado viaje a Sagua”. Sin embargo, algunos años antes, en 1840, el poeta había hecho otro viaje similar. Fue en esta primera incursión por la comarca sagüera cuando Plácido tal vez haya conocido personalmente al trashumante Francisco Pobeda y Armenteros (1796-1881), “El Trovador Cubano”, poeta de estirpe guajira a quien se considera fundador de la tendencia criollista en el ámbito del romanticismo cubano. Lezama, en una conferencia sobre Plácido, aludía a las controversias poéticas a la usanza campesina que sostuvieron ambos poetas. Pobeda vivió casi toda la vida junto al Undoso. Murió en Sagua, el 21 de mayo de 1881.
A pesar de los ciento sesenta años transcurridos desde la visita de 1843, los sagüeros no hemos perdido de vista a Plácido y podemos encontrarlo en cada rumor del río amado, en cualquier recodo de la antigua calle de las Musas que se llama “de Plácido” desde 1899 en honor del poeta que atribuyó a su oficio la más hermosa aspiración del hombre a la inmortalidad.
El 6 de abril de 1809, un niño “al parecer blanco”, según consta en su partida de bautismo, fue depositado a las puertas de la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana. La persona que lo puso a disposición de la caridad pública no podía suponer que el expósito se convertiría en una de las figuras más singulares de la literatura cubana. Así comienza la leyenda placidiana, y ya sabemos cómo concluye: con dos descargas de fusiles en Matanzas. Cuentan que la primera ráfaga lo rozó sin herirlo y bien erguido, en espera de la segunda, exclamó para consternación de la multitud: ¡fuego aquí! ¿Fue Plácido un conspirador? ¿Tuvo su obra legítimo mérito poético, o fue un simple versificador de ocasión como lo presentan sus detractores? ¿Cuándo vino a Sagua? ¿En verdad debemos a su cosecha el epíteto de “Undoso” adjudicado a nuestro río y, por extensión, a la tierra que baña?
A Plácido, por razones cronológicas y estilísticas, se le ubica en la primera generación de románticos cubanos, donde se inscribe también la obra de Heredia, Milanés y la Avellaneda entre las voces más altas de la promoción. Entre ellos, el poeta mulato ocupa un sitio esencial para el devenir de la lírica cubana. Plácido fue un genuino romántico, y si se habla de las desigualdades de su producción, bastante evidentes, deben atribuirse a las deficiencias de su formación y la necesidad de ganarse la vida escribiendo versos por encargo. Estas circunstancias han pesado sobre el juicio que los críticos de otro tiempo le endosaron al poeta, sin embargo, no hay antología de poesía cubana que prescinda de Plácido.
No he podido averiguar de quién procede la primera mención que atribuye a Plácido la designación del río Sagua la Grande como “Undoso” por antonomasia entre los ríos cubanos. El adjetivo, de origen latino, se refiere a la cualidad de moverse haciendo ondas. En el léxico poético del siglo diecinueve fue asaz común usarlo para aludir a corrientes de agua. En la poesía del mismo Plácido, pródiga en ríos, aparecen el “undoso Táyaba” y el “Agabama undoso”; pero, ¿cuántas veces se refiere el poeta al río Sagua la Grande y cuáles calificativos usa? En su poema “Un sueño”, dice Plácido: “Como el Sagua sonoro, que extasiando las almas, nace entre verdes palmas y se desliza sobre arenas de oro”; en otro de sus poemas celebrados por la crítica, precisamente el que nombra su poemario de 1841, “El veguero”, la amada es “pura como los arroyos que entran bullentes en Sagua” y en la compañía del poeta ha de figurar “como del fecundo Sagua en la sonante ribera brilla la flor de majagua.” Hasta aquí los calificativos más frecuentes para referirse a nuestro río, casi siempre de índole sonora. Es en la oda dedicada a la condesa de Merlín donde Placido usa un compuesto probablemente de su cosecha que remite a la condición ondulante emparentada con el adjetivo “undoso”. Dice el poeta: “El Sagua ondisonoro que del alto Escambray nace a las plantas mostrando en sus riberas, flores tantas como arrastra en su fondo arenas de oro.” Este “ondisonoro” placidiano, es un análogo semántico del adjetivo “undísono”, propio de la retórica poética de la época, y procedente del latín: “dicho de las aguas que causan ruido con el movimiento de las ondas”. Sobre la visita a la villa que contribuiría a bautizar por su condición fluvial, se sabe por el permiso de viaje expedido en Matanzas y refrendado luego en cada una de las poblaciones donde hizo estancia el viajero, que Plácido se presentó a las autoridades de Sagua el 4 de marzo de 1843. En la exposición elevada al gobernador de Matanzas al año siguiente con el fin de obtener clemencia se refirió a su “malhadado viaje a Sagua”. Sin embargo, algunos años antes, en 1840, el poeta había hecho otro viaje similar. Fue en esta primera incursión por la comarca sagüera cuando Plácido tal vez haya conocido personalmente al trashumante Francisco Pobeda y Armenteros (1796-1881), “El Trovador Cubano”, poeta de estirpe guajira a quien se considera fundador de la tendencia criollista en el ámbito del romanticismo cubano. Lezama, en una conferencia sobre Plácido, aludía a las controversias poéticas a la usanza campesina que sostuvieron ambos poetas. Pobeda vivió casi toda la vida junto al Undoso. Murió en Sagua, el 21 de mayo de 1881.
A pesar de los ciento sesenta años transcurridos desde la visita de 1843, los sagüeros no hemos perdido de vista a Plácido y podemos encontrarlo en cada rumor del río amado, en cualquier recodo de la antigua calle de las Musas que se llama “de Plácido” desde 1899 en honor del poeta que atribuyó a su oficio la más hermosa aspiración del hombre a la inmortalidad.
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jueves, 19 de marzo de 2009
Divina Florence Foster Jenkins
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Mientras indagaba sobre los intérpretes de “La flauta mágica” mozartiana en ocasión de su reciente estreno por el Teatro Lírico Nacional de Cuba, he descubierto el portento de una diva extraordinaria: Florence Foster Jenkins (1868-1944), la peor soprano operística de todos los tiempos. Reí al escucharla; la flagrante tomadura de pelo hace sospechar un gran sarcasmo, como si en burlar al público filisteo se esforzara la cantante. Pero el sentido de la comedia es en realidad trágico: Florence Foster creía en su papel, desconocía sus límites, padecía el espejismo megalómano del genio incomprendido; se consideraba a sí misma otra Luisa Tetrazzini. El caso a primera vista parece insólito y patético: el extravío de alguien con una voluntad infinita que ha emprendido el camino del equívoco. Después de reflexionar he venido a pensar lo contrario. Si Florence la Impostora se creyó de veras una gran artista nunca hubiera podido perdonarse sus atuendos emplumados, el halo de privilegio que atribuía al otorgamiento de invitaciones para sus conciertos, y más que todo, aquella manera suya de graznar las coloraturas de Lakmé y la Reina de la Noche. Florence Foster Jenkins perseveró en el error de desconocerse con una obsesión que me asusta. Al menos fue divertido que amara coronarse diva de ópera. Es inevitable pensar, con temor, en cada “Florence Foster” que nos obsequian hoy mismo su arte desde la oratoria, el periodismo, la literatura y la política. Para ellos, Florence la Venerable debe figurar en cada altar como diosa tutelar.
Mientras indagaba sobre los intérpretes de “La flauta mágica” mozartiana en ocasión de su reciente estreno por el Teatro Lírico Nacional de Cuba, he descubierto el portento de una diva extraordinaria: Florence Foster Jenkins (1868-1944), la peor soprano operística de todos los tiempos. Reí al escucharla; la flagrante tomadura de pelo hace sospechar un gran sarcasmo, como si en burlar al público filisteo se esforzara la cantante. Pero el sentido de la comedia es en realidad trágico: Florence Foster creía en su papel, desconocía sus límites, padecía el espejismo megalómano del genio incomprendido; se consideraba a sí misma otra Luisa Tetrazzini. El caso a primera vista parece insólito y patético: el extravío de alguien con una voluntad infinita que ha emprendido el camino del equívoco. Después de reflexionar he venido a pensar lo contrario. Si Florence la Impostora se creyó de veras una gran artista nunca hubiera podido perdonarse sus atuendos emplumados, el halo de privilegio que atribuía al otorgamiento de invitaciones para sus conciertos, y más que todo, aquella manera suya de graznar las coloraturas de Lakmé y la Reina de la Noche. Florence Foster Jenkins perseveró en el error de desconocerse con una obsesión que me asusta. Al menos fue divertido que amara coronarse diva de ópera. Es inevitable pensar, con temor, en cada “Florence Foster” que nos obsequian hoy mismo su arte desde la oratoria, el periodismo, la literatura y la política. Para ellos, Florence la Venerable debe figurar en cada altar como diosa tutelar.
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(Para los curiosos y probables admiradores, he aquí una de las grabaciones de la diva: "Der Hölle Rache", el aria de la Reina de la Noche).
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miércoles, 18 de marzo de 2009
La aldea
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Aunque próxima a la costa, no tiene el halo fragante de las ciudades marítimas; un trecho tierra adentro, tampoco es absolutamente mediterránea: un río le atraviesa el centro, un irse de aguas. ¿Adónde? ¿Cómo puede ser éste el río de Heráclito si nos quedamos siempre?
La aldea es un enclave irreal donde el ocio excita la mala fe, cada hombre atraviesa el vidrio de un prisma y se parte en siete rayos distintos; un sitio donde los árboles no abrigan y las ruedas crujen por la ausencia de buen aderezo en los caminos.
Salvo cuatro años ya remotos en Santa Clara y algunos días dispersos que he transitado por otras ciudades, siempre volveré a pensar en la aldea, al pie de las columnas, el cuerpo sobre el mismo sillón, la cabeza calentando la mano fría que sumerjo a ratos en las aguas verdes.
Un año aquí es igual al siglo breve de las calabazas. Un ahogado anda lo mismo que cualquier hombre viviente destinado al retorno mental; cada vez, el animal inveterado vuelve.
La aldea es un enclave irreal donde el ocio excita la mala fe, cada hombre atraviesa el vidrio de un prisma y se parte en siete rayos distintos; un sitio donde los árboles no abrigan y las ruedas crujen por la ausencia de buen aderezo en los caminos.
Salvo cuatro años ya remotos en Santa Clara y algunos días dispersos que he transitado por otras ciudades, siempre volveré a pensar en la aldea, al pie de las columnas, el cuerpo sobre el mismo sillón, la cabeza calentando la mano fría que sumerjo a ratos en las aguas verdes.
Un año aquí es igual al siglo breve de las calabazas. Un ahogado anda lo mismo que cualquier hombre viviente destinado al retorno mental; cada vez, el animal inveterado vuelve.
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lunes, 16 de marzo de 2009
Un novio en Playa Larga
Desembarcar en plena filmación de “El Mégano”, calzar los zapaticos agujerados de Nemesia, hacerse perseguir por el caimán y los jejenes del manglar, son para mí las analogías convenientes para ilustrar la excentricidad de tener un novio en Playa Larga y frecuentar a causa de un amor improvisado el húmedo corazón de la Ciénaga de Zapata.
X. –alguien muy cercano- conoció a un muchacho en un sitio “de confluencias” en la bahía de Matanzas. Hasta aquí una hermosa historia de esas azarosas que ponen sabor aventurero a los días inútiles. Lo convencional, sin embargo, sobrevino a las pocas horas, cuando decidieron intercambiar teléfonos, y, poco a poco, la historia fue agravándose, haciéndose melodrama. Algunos días después, conversación y suspiros mediante, se han hecho novios. El próximo capítulo está fijado para Playa Larga, en una base de campismo donde hay que echar las persianas temprano y darle un portazo a los mosquitos. Le zumba. X. irá con aro, balde y mosquitero. Ha revisado viejos atlas hasta descubrir que Playa Larga no es mayor que Viana, pueblo de esta comarca con nombre de principado portugués que no tiene más de tres calles. Los nativos, sin embargo, apuestan por la hipérbole: Jagüey Grande, Playa Larga; escenarios minimalistas. Un fracaso ahí sería irreparable para un bicho urbano. Si después de unas horas con el novio se agotan los temas trascendentes del escueto repertorio cenaguero, X. dirá sus cuitas a las estrellas.
Ah, ya lo sé, me lo han dicho: insensible soy. Pero un novio en Playa Larga es como el extravío de quien, hastiado de ladrar a la Luna se lanza a poseerla sin prever que la mordida se quedará en el aire y acabará siendo, mientras intente surcar el abismo, un satélite faldero de los astros.
X. tiene ahora un amor de carbonero que intenta poner las brasas bien hondo. X. espera que su novio sople en el horno. Profecía: X. no sabe que el muchacho es asmático, y en Playa Larga, el carbón es mercancía barata para vagamundos.
X. –alguien muy cercano- conoció a un muchacho en un sitio “de confluencias” en la bahía de Matanzas. Hasta aquí una hermosa historia de esas azarosas que ponen sabor aventurero a los días inútiles. Lo convencional, sin embargo, sobrevino a las pocas horas, cuando decidieron intercambiar teléfonos, y, poco a poco, la historia fue agravándose, haciéndose melodrama. Algunos días después, conversación y suspiros mediante, se han hecho novios. El próximo capítulo está fijado para Playa Larga, en una base de campismo donde hay que echar las persianas temprano y darle un portazo a los mosquitos. Le zumba. X. irá con aro, balde y mosquitero. Ha revisado viejos atlas hasta descubrir que Playa Larga no es mayor que Viana, pueblo de esta comarca con nombre de principado portugués que no tiene más de tres calles. Los nativos, sin embargo, apuestan por la hipérbole: Jagüey Grande, Playa Larga; escenarios minimalistas. Un fracaso ahí sería irreparable para un bicho urbano. Si después de unas horas con el novio se agotan los temas trascendentes del escueto repertorio cenaguero, X. dirá sus cuitas a las estrellas.
Ah, ya lo sé, me lo han dicho: insensible soy. Pero un novio en Playa Larga es como el extravío de quien, hastiado de ladrar a la Luna se lanza a poseerla sin prever que la mordida se quedará en el aire y acabará siendo, mientras intente surcar el abismo, un satélite faldero de los astros.
X. tiene ahora un amor de carbonero que intenta poner las brasas bien hondo. X. espera que su novio sople en el horno. Profecía: X. no sabe que el muchacho es asmático, y en Playa Larga, el carbón es mercancía barata para vagamundos.
martes, 10 de marzo de 2009
La cubanidad
Para los pirómanos huele a fuego, como las pavesas del incendio de Bayamo. Para los épicos se parece a una batalla interminable donde la marsellesa tropical invita a “una muerte gloriosa”. Para los ambiciosos es una Jauja de cañaverales. Para los fanáticos, una consigna. Para el extranjero, un dogma incomprensible. Para los cosmopolitas, una extravagancia pintoresca de los laberintos del mundo. Para el lascivo, una multitud de cuerpos dorados por el sol. Pero la cubanidad no es nada de esto: es una claustrofobia, la paradoja de quedar, con la convicción de lo inexplicable; es la dispersión de unos dados donde se supone que está cifrada la verdad: es el raro destino de la Isla: una voz que enmudece, como por pánico.