martes, 13 de enero de 2009

Un pavo en el Partenón: “eine kleine nachtmusik…”

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Madrugué otra vez. Cada sábado escribo un programa para la radio. Las normas establecen que debe asesorarse antes de salir al aire y a mí me cuesta obedecer esa regla. Tengo una excusa perfecta para solicitar plazos. Invoco a mi cara poética, que es neoplatónica: un dios habla a través de mí, una musa me dicta, no puedo forzarlos a trabajar bajo humanos contratos. ¿Por qué será que me perdonan? Para no abusar me levanto con el gallo, quemo incienso para los genios, y empiezo a escribir con la paciencia de un dios.
Presionado como estaba, esta mañana me hice acompañar por Mozart: “eine kleine nachtmusik” aunque estuviera amaneciendo. Un allegro para azuzar la voluntad. Fue entonces que recordé un libro de arte de hojas satinadas, impreso tal vez en Alemania Democrática, que leí poco después del desastre de Europa del Este. Por esa época recién había aprendido a leer y apenas conocía de Mozart la alusión martiana en “La Edad de Oro”, pero recuerdo que me gustaba mirar las ilustraciones de aquel libro al son de “Eine kleine nachtmusik”. La música salía de la claridad en la cabeza. ¿Anochecía entonces para mí?
“De la cámara del tesoro al museo” se titulaba el libro alemán; en la cubierta, un detalle de “La muestra de Gersaint”, de Antoine Watteau; en la contracubierta Jacopo de Strada le echa mano a una estatuilla de la antigüedad. Reconstruyo cada imagen: he vuelto a la tienda de Gersaint en compañía de Wolfgang Amadeus Mozart. Al centro del libro está el Partenón: “el más armonioso conjunto arquitectónico de todos los tiempos”, reza un letrero al pie. ¿Qué se siente frente al Partenón? ¿Qué se siente al mirar arriba, a la colina de la Acrópolis? Un amigo ha intentado definirlo apelando al misterio de lo sobrehumano que ha sido concedido al hombre como rara prenda de eternidad. Del Partenón conozco sucedáneos; yo sé lo que vale una ruina para la filosofía, una ruina que reúne en su devastación la erosión de lo humano. El Partenón está en la hoja satinada de un libro. La verdadera Grecia queda cerca de mi casa: es una ciudadela con aspilleras. Ahí se entra bajo un arco arruinado, el recuerdo de un viejo triunfo. Por las tardes, el patio se llena de filósofos que discurren entre las tendederas de ropa blanca. No amo precisamente a Lord Elgin, ni a los turcos del polvorín, pero sólo así puedo atravesar los Propileos y mirar al Partenón. Porque la perfección me ha parecido eterna en cada mácula.


El programa salió este mediodía con música de Mozart. Lo dediqué a conversar sobre algunos cuadros célebres. Hablé de los hombres que quisieron imitar a los griegos: Winckelmann, Canova, David, Leo von Klenze… Mi asesora, B., llegó con la última pieza a firmar la primera página del guión, para que el nombre del espacio no implique un trabajo gratuito de mi parte: el programa se llama “Por amor al arte”, nombre que contiene una excusa para el que amenace dejarme sin cobrar por la tardanza.
Las fotos que acompañan estos deshilvanados eventos las hice a la salida de la emisora, en el patio de A., un sitio fantástico. El gallo del patio es muy rudo: nada más entrar hizo por picotearme las piernas. Las gallinas tienen algo marcial en la postura, una distinción innata. El cerdo, además de pestilente como los puercos estereotípicos, es tan fotogénico como las modelos de Madame Vigée-Le Brun. Pero lo mejor es el pavo –guanajo le dicen aquí-; no dejó de moverse para evitar que lo cazáramos, sin correr nunca: no perdió la dignidad. Mientras se movía parsimonioso por los sitios más inhóspitos del patio, yo escuchaba siempre, al mismo tempo de su paso, las jubilosas cuerdas de “Eine kleine nachtmusik”…

Sábado, después del mediodía en la hidalga villa de Sagua la Grande.

jueves, 1 de enero de 2009

El 1 de enero de 2009: digo amén

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Mi padre duerme sobre el sillón; ahí se balancea involuntariamente, a expensas del sopor. El mediodía cubano es el dominio natural de la Ikú, la muerte de los negros brujos, que nunca acecha en lo oscuro; sé que mata el cenit en las luminosas ínsulas.
Fue el 30 de diciembre cuando alguien me señaló el peligro de prolongar el silencio: “pensarán que estás muerto”. Yo hablo para que no suceda lo que temo, para resistir la presencia del silencio, sólo que a veces las palabras no se levantan a una voz. Los mediodías son paisajes demasiado áridos. Todo se reblandece, hasta las piedras rezuman una luz pesada; el aire se distiende; mi padre zafa el cinturón para respirar mejor mientras duerme tácitamente amedrentado. Quiero decir que el tránsito al nuevo año es ilusorio, otro pretexto para una pausa entre un letargo y un rostro indolente de otro animal letárgico.
Alguien ha definido un probable discurso mío como “hojarasca poética”. Con lo peyorativo del juicio soy feliz. Hoja soy que se desprende y por un momento oscila, sin tocar el polvo de los parques. Vivo por esos instantes; me subyuga el encanto de los ripios: disfruto plegar papeles usados, engendros caligráficos de una mano sin firmeza, impresos de epígrafes dorados que anuncian bodas y obituarios; los doblo hasta hacer pulpa de hojas amarillas. Por inexperto no hago lo mismo con mis propias palabras. Hay que saber mucho para anudar y desatar al antojo la pobreza perceptible del conjunto. Estremece pensar que sea posible y sólo he vivido un cuarto de siglo. Cuando camino por la ciudad y advierto el halo desfavorable de la luz, quisiera atenuar, oscurecer, configurarlo todo con el empolvado rojo de las tejas. Que el mundo sea monocromático y los matices sean capricho de la luz. Digo amén.
Anoche salimos a las doce y el entusiasmo de la gente parecía tan irónico como el gorro invernal que cubre la calvicie de un transeúnte rubicundo. La ciudad se ahumaba bajo la hoguera de los muñecos contrahechos que son alegorías del pasado. La gente disfruta quemar el pasado, hacer conjuros, ritos y alegorías para consolar. Los muñecos crepitaban y el pasado ascendía en la columna de humo, contumaz, invasivo como una atmósfera pestilente. Pero íbamos ligeros a calentarnos cerca del fuego. Así se experimenta el holgorio de la ciudad: un calor fácil que deja su hálito en las ropas. Digo amén.

Unas ambulancias nos obligaron a permanecer en la acera por un instante largo. Desde la portezuela alguien lanzó una felicitación sorda como una piedra que se detuvo a mis pies. Detrás, para colmo de sarcasmos, seguía el carro de la funeraria repartiendo cirios de año nuevo.

Mi amigo A., siempre hambriento de afectos esquivos, repartió cena a los perros callejeros. Por la ciudad fuimos con las bolsas repletas a festejar. Llegado el mediodía de la primera jornada, siento que ladra Cerbero en mis sienes y no tengo nada que ofrecerle más que restos, las ruinas deseables. Digo amén y aguardo la mordida.
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