Me fui a Camagüey en tren. La aventura casi duró nueve horas en un coche
precario, tercermundista. Se acentuó la noción marginal del viaje
cuando pasamos frente al Monumento del Tren Blindado, sitio de
peregrinación en la Santa Clara guevariana: los turistas, de seguro
europeos, perdieron interés en el histórico tren que descarriló el Che y
empezaron a fotografiar, en frenesí de flashes, el perfil de mi tren
desbordado de pasajeros. Era un tren de estudiantes, un transporte
gratuito que la universidad dispone para devolver a sus becarios a las
provincias cercanas. Los europeos, sorprendidos y regocijados, seguían
al dinosaurio con miradas y lentes ávidos. Me molesté. Éramos las
simpáticas bestias de un zoológico humano -así nos vieron-, y algunos
saludaban en respuesta a los adioses que les obsequiaron los pasajeros.
Pronto abandoné el proyecto de escribir una crónica de viaje: más allá
de Sancti Spiritus casi no había pueblos, los que cruzamos eran pequeños
y miserables. Recuerdo apenas un hotel ecléctico bastante grande, en
ruinas frente al parque de Majagua. En Guayacanes –una aldea que
desconocía- subsisten unas casas norteamericanas. Piedrecitas posee la
única estación de la Cuba Railroad que perdura en el itinerario. Y no
tengo nada que referir de Gaspar. Los motivos cronicables de estos
pueblos no rinden más de una línea por cada uno.
El ferrocarril –razonó Esteban- podría convertirse en un sector muy rentable, un buen destino de inversiones cuando caiga el socialismo en Cuba.
No respondí, cambié de tema. ¿Cómo argüir con mi lógica antigua, ridícula a su juicio? Me reafirmé, eso sí, en mi vocación anticapitalista. Uno de los peores mitos del capital es, precisamente, que todos pueden acceder a la riqueza. La clave para conseguirlo la disimulan hasta dónde pueden: se trata de hallar algún expediente para esquilmar al prójimo, y no suelen confesarlo. Ese método lo asumen algunos ingenuos como razón natural y ética, una buena receta para medrar. Mi viaje tercermundista por pueblos exhaustos no suscitó siquiera una reflexión pesimista o poética, sino la urgencia de reformarlo todo para obtener ganancia. ¿Cuántos más hábiles y adinerados, experimentados ya en estos lances, no aguardan la oportunidad de reconstruir el país para su provecho?
Caramba, Esteban, que la plusvalía de Marx sí existe. Prefiero tener mis manos a salvo y continuar viaje hacia las desiertas planicies.
1 comentario:
Querido Maykel, me ha encantado esta entrada de tu blog. ¿Dónde se quedó aquel blog colectivo que nos hace falta? Ojalá llegue con la fibra.
Llevo varios días obsesionado en cómo explicar lo que de alguna manera cuentas. Viajas en un tren antiguo, ocupado por demasiadas personas. Los trenes españoles viajan vacíos de eso. Aquí están repletos de seres a los que se ha lavado el cerebro, incapaces de amistad, amor y compañerismo. Y todo eso lo aceptan como un progreso hacia la competitividad, aunque tracionen a su clase, a la que desconocen pertenecer. Lo que no aceptan es que la libertad humana no es capacidad de elegir, sino capacidad de tener el control de la propia vida junto con la capacidad de ver la realidad. Eso se llama verdad.
¿Cómo explicar a todo el mundo que el avance esencial de la Revolución no está en las cosas sino en la mente de infinidad de cubanos? Mentes libres, incapaces de ser comprendidas por mentes esclavas.
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