Llegaba el circo y plantaba sus toldos en una manzana yerma. Los yanquis vestían atuendos de safari. Las mujeres con pantalones cortos escandalizaban a la ciudad, acostumbrada a las faldas. Se comentaba que estos maromeros comían papas crudas en la bodega de la esquina. Las pelaban en dos cuchillazos y daban mordiscos sin más aderezo. Eran muy diestros con los cuchillos. Uno de ellos, siempre ebrio, nunca falló en el clásico número de lanzar puñales sobre una mujer aterrada. El beodo ni siquiera apuntaba, pero la hoja iba a clavarse con precisión al borde de la carne. El auditorio suspiraba.
Mi vecina menciona a algunos que esperaban la llegada del circo para conseguir trabajo. Alguien que mantuvo su contrato y siguió de gira por los pueblos de la isla -y acaso más lejos, a Tampa, Mobila y Pensacola- dijo saber ciertos secretos. La vecina, entonces pequeña, iba a las carpas con su ropa dominguera y, ávida de descubrir aquellos misterios, se adentraba en el cuarto de horrores por unos centavos. Ahí distinguió, en lo oscuro, unos esqueletos que no asustaban a nadie. Más interesante era un espectáculo que daban para hombres solos, bien entrada la. noche: un hermafrodita, a la voz de ¡masculino! o ¡femenino!, mostraba los secretos de su entrepierna. Eso lo escuchó a hurtadillas, espiando la charla de sus tíos.
En el circo se jugaba a echar monedas sobre un abigarrado repertorio de vajilla. Si acertabas, el plato era tuyo. Mucha calderilla cayó fuera o saltó de los cuencos y no hubo premio. Los más hábiles mojaban sus reales con saliva.
Mi papá también recuerda aquellos circos. Una vez que aceptaban –de excepción- unos tubos vacíos de cierta pasta dental como pago de la entrada, en prueba de lealtad a lejanos patrocinadores, otro niño pasó corriendo y le arrebató aquellos maltrechos pasaportes. Siempre vendían boletos de distinto color –dice mi vecina- para que nadie se sirviera del mismo dos veces. ¡Eran tan hábiles para el negocio!
En su último viaje los yanquis comieron el mismo tubérculo crudo que les apetecía. Nadie imaginó que no volverían. Aquel mismo año –continúa la vecina- unos chiquillos descubrieron un helicóptero volando sobre el solar que solía acoger al circo. Saludaron con pañuelos. Alguien creyó que eran los artistas, decididos a hacer una aparición más espectacular. El aparato aterrizó y un barbudo echó a andar. Todos le siguieron y se fueron incorporando otros hasta constituir una muchedumbre cuando llegaron al centro de la ciudad.
Camilo Cienfuegos – la señora concluye este cuento- era un hombre delgado y blanco. Como tú.
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Fotos: Sparks Circus, 1923.
2 comentarios:
A mi papá le gustaban mucho los grandes circos. El Santos y Artigas, con sus dos pistas. Iban a Violeta en tiempo de zafra, que era el tiempo del dinero. El resto del año iban los circos de ripieras, que a veces ni carpa tenían. A mi abuelo le gustaban más esos. Decían que eran mucho más divertidos...
La vecina también habló del Santos y Artigas...
Supongo que yo también habría preferido los ripieros.
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