Aguas de nieve han dado al yacente para curarlo de su mal flamígero. Al beberla sobreviene un estallido helado en los dedos, como al hundirlos en el morral de los sicofantes.
A mí me dieron carámbanos, un puñado de piedras blancas para sanarme de las aguas lapidarias.
Tuve que guardar la blanca escudilla bajo la cama hasta el advenimiento del septentrión que anhelaba.
Todavía recuerdo a los marchantes de nieve, caballeros ultramarinos que dejaban pendones para corroborar su frívolo paso. Por unas monedas cedían el raro esplendor de una aurora boreal y la turbia impugnación de otras auroras.
Foto: Jardín nevado, de Peter Henry Emerson (1856-1836)
A mí me dieron carámbanos, un puñado de piedras blancas para sanarme de las aguas lapidarias.
Tuve que guardar la blanca escudilla bajo la cama hasta el advenimiento del septentrión que anhelaba.
Todavía recuerdo a los marchantes de nieve, caballeros ultramarinos que dejaban pendones para corroborar su frívolo paso. Por unas monedas cedían el raro esplendor de una aurora boreal y la turbia impugnación de otras auroras.
Foto: Jardín nevado, de Peter Henry Emerson (1856-1836)
3 comentarios:
Vendedores de nieve. Desde mucho siglos atrás fue un gran oficio en la península...
El frío, en tus palabras, es acogedor.
¡Salud!
“Nadie es escritor por haber decidido decir ciertas cosas sino por haber decidido decirlas de cierta manera” Jean Paul Sartre
Dissortat, aquí también fue muy lucrativo. Supe por un historiador de asuntos menudos, algo como nuestro Heródoto, que la arroba se vendía a cinco pesos de oro a mediados del siglo XIX.
Gino, ¡un abrazo!
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