Mi hermana me comenta su última lectura: la autobiografía inédita de un viejo médico camagüeyano. El memorialista era octogenario cuando redactó sus recuerdos. La llegada de la electricidad al pueblo de Cascorro, por ejemplo, figuraba en el repaso. Un gallego instaló el dinamo, movió una palanca, se estremeció algo y hubo luz. Creí estar allí –concluyó mi hermana.
Yo también disfruto la lectura de memorias. Estimo la sobrevida del tiempo tanto como Proust. La recherche me obsede desde que era niño, cuando pedía a mi abuela que me contara algo de “los tiempos de antes”. El antes, en su carácter de incógnita certidumbre, me fascina, me incita más que el ahora.
Los viejos de la familia, afincados en su actualidad, no acostumbraban a obsequiarnos con noticias del pasado. A menudo conjeturo que habían olvidado, y recuerdo un pasaje de Cintio Vitier que se refiere a la misteriosa capacidad de olvidar. Yo, acaso a mi pesar, no consigo borrar nada. La memoria me lastra, me afinca en esta ciudad preterida, en su perturbador cementerio de imágenes. He aquí un ejemplo que sorprende a mi hermana: recuerdo inexplicablemente qué ropa llevaba ella hace casi veinticinco años, cuando nos despertaron en la madrugada para llevarnos al funeral del abuelo. No sé cómo hicimos el viaje ni cómo iba vestido yo mismo. Era invierno, no nos dejaron acercarnos al ataúd y mi hermana, muy pequeña, llevaba una saya plisada. Abundaba el rojo luctuoso, probablemente una cortina o un crespón de terciopelo, semejante al marrón de la chaqueta.
Mi hermana razonaba, con alarma, que no sabemos nada de nuestros antepasados. Retrocedemos un par de generaciones y se pierde el rastro. A diferencia del viejo doctor, nadie dejó memorias. Hay una explicación: descendemos de gente forzosamente ágrafa. Una vieja partida consigna que nuestros tatarabuelos no refrendaron con su firma el nacimiento de un hijo porque no sabían escribir. Clasifican entre la denominada “gente sin historia” que ha preocupado a los historiadores contemporáneos. Que figuren ahí, entre los anónimos, no implica que hayan vivido al margen de las vicisitudes de sus épocas. Cuando la famosa huelga del 9 de abril de 1958, mi abuela escondió a su prole bajo la cama. Ante los disturbios de la revolución antimachadista, en 1933, mi bisabuelo prohibió a sus vástagos que salieran de casa. En 1896, tras el bando de Weyler, los parientes acataron la orden letal de irse al pueblo. El sitio de nuestros antepasados –expliqué a mi hermana- fue un agujero, un escondite, un reducto intrahistórico. Los pocos que se expusieron al devenir carecían de experiencia para lidiar con la Historia y no supieron qué hacer.
De los olvidos familiares y de los relatos sesgados, de la parcialidad de numerosos historiógrafos, hemos alcanzado una tardía y peculiar compensación: mi hermana pasó la adolescencia coleccionando volúmenes acerca de la Segunda Guerra Mundial; yo asumí que tuve legítimos ancestros en los memoriosos Madame de Sevigné, Hans Christian Andersen, George Sand, Lola María de Ximeno y Renée Méndez-Capote. A Sand debo la recuperación de un recuerdo, una palabra: orbiute. Creí que no existía un término para aludir a las manchas que el sol deja en la vista después de haber mirado el resplandor durante un rato. Yo las veía hace muchos veranos. Me calaban, las innombradas. Existe en el Berry: orbiute. Y no es indeleble, como el recuerdo.
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La foto procede del archivo familiar. Es la moda de la década de 1920. No reconocemos a nadie.