domingo, 12 de octubre de 2014

Psicología de la calderilla



Ahora casi no ves los precios: la misma etiqueta, en el estante, contiene los importes en ambas monedas. La cifra en pesos convertibles se empequeñeció, para hacer sitio a la traducción, más prolija, de la moneda nacional.

La calderilla te desborda la mano: un peso con treinta centavos ahora se revela en su verdadera dimensión de treinta y dos pesos con cincuenta centavos. Pagas lo mismo, pero el efecto psicológico es otro.

A Carlos Alejandro no le gusta que salgamos juntos de compras. Él recuenta el monto para su fuero interno, calcula con eficiencia de contable miope, se satisface con el puñadito de productos que hunde el centro de la bolsa. Para mí todo es más arduo: nunca supe multiplicar bien. Mis panes y mis peces, desde el principio, solían dividirse en panes rituales y en peces de colores. El trigo de mis eras contiene menos granos que paja.

Cuando digo un-peso-con-treinta-centavos pienso, por pereza, en la monedita amarilla con la estrella o el rostro de Martí; si articulo treinta-y-dos-pesos-con-cincuenta-centavos se me presenta, inoportuna, la estampa de varios billetes y monedas que rebasan el monto de mi jornal.

Sólo compramos un paquete de detergente y una sopa instantánea. Pagamos lo mismo, pero algo ha cambiado. Más palabras –y agota desgranarlas-, cifras apretadas en los estantes.

Cuando regresé a casa me ejercité en el cálculo. Lidié mejor con la empresa, pues ahora la tienda calcula por mí, traduce el sentido real de la engañosa moneda y me devuelve, con una celada psicológica, al orbe de la calderilla cotidiana.

Un periodista exitoso en la radio de provincia, uno que consiga la estimulación suprema por su trabajo de un mes, ganará veinte-pesos-y-trece-centavos por jornada. Un pantalón le arrebatará los honorarios completos. Antes creía, ante la impronta de las imágenes, que pagaba una veintena de pesos algo pesados. Nada ha cambiado, pero el desaliento se experimenta mayor.

Todo se ha tornado más sincero en las TRD: ya compras el detergente con los billetes estrujados y te permites lavarlos con la ropa, sin peligro de que los hallen descoloridos en ningún establecimiento. Ya la sopa instantánea sabe a paja.